Читать книгу Discursos VI. Filípicas - Cicéron - Страница 29
ОглавлениеAntes de decir, senadores, lo que considero que hay que [1] decir en este momento sobre la República, os expondré brevemente la razón de mi marcha y la de mi regreso. Como creía que por fin la República había sido sometida a vuestra decisión y autoridad, yo estaba en la idea de que debía permanecer de guardia, por así decirlo, como consular y senador. Y, en verdad, ni salí a parte alguna ni quité mis ojos de la República desde el día en que fuimos convocados al templo de la diosa Tierra1. En este sagrado lugar eché, cuanto estuvo en mi mano, los cimientos para la paz e hice revivir el viejo ejemplo de los atenienses2; incluso me serví de la palabra griega que entonces había utilizado aquella ciudad para apaciguar sus discordias y fui de la opinión de que todo recuerdo de discordias debía ser borrado con sempiterno olvido. Excelente fue entonces el discurso de Marco Antonio, [2] noble también su intención; por medio de él y de sus hijos3 fue firmada finalmente la paz con los ciudadanos más importantes. Y sus restantes actuaciones estaban en consonancia con estos principios: invitaba a los principales de la ciudad a las discusiones sobre la República que celebraba en su casa; sometía a la consideración de este orden propuestas inmejorables; nada que no fuera lo conocido por todos se encontraba entonces en las anotaciones de Gayo César; respondía con la mayor consecuencia a lo que se le preguntaba: [3] «¿Se ha revocado el exilio a algún desterrado?» «A uno solo4 —decía— y a nadie más.» «¿Se han concedido exenciones?» «Ninguna», respondía. Quiso incluso que diéramos nuestra aprobación a la propuesta de Servio Sulpicio5, varón muy ilustre, para que no se publicara ninguna tablilla con algún decreto o gracia de César posterior a los idus de marzo6. Paso por alto otras muchas cosas, y todas ellas bien conocidas, pues mi discurso tiene prisa por llegar a una actuación de Marco Antonio de singular importancia. Abolió por completo de la República la dictadura7, que ya había tomado la fuerza del poder real. Sobre esta cuestión ni siquiera dimos nuestra opinión; presentó escrito el senadoconsulto que quería se aprobara, tras cuya lectura secundamos su propuesta con el mayor entusiasmo y le dimos las gracias en los mejores términos por medio de un senadoconsulto. Parecía [4] [2] haberse ofrecido cierta luz con la abolición no sólo de la tiranía que habíamos soportado, sino incluso del temor a la tiranía, y haber sido dada a la República una firme garantía de que él quería que la ciudad fuera libre, al haber abolido por completo de la República el título de dictador, que muchas veces había sido legítimo, por causa del reciente recuerdo de la dictadura perpetua. Pocos días después el Senado [5] se vio libre del peligro de una masacre: fue arrastrado con el garfio8 el fugitivo aquel que se había apropiado del nombre de Gayo Mario9. Y todo esto, de común acuerdo con su colega. Además hubo otras medidas particulares de Dolabela10, que creo habrían sido hechas en común, si su colega no hubiera estado ausente11. En efecto, como un mal sin límites se infiltraba en la ciudad y se propagaba de día en día cada vez más, y como los mismos que habían hecho aquellas exequias no fúnebres12 levantaron un monumento funerario en el foro13 y a diario hombres indeseables junto con esclavos de su misma calaña amenazaban más y más los edificios y templos de la ciudad, fue tal el castigo de Dolabela no sólo contra los esclavos atrevidos y criminales sino también contra los hombres libres sin escrúpulos y sacrílegos14, y tal su resolución en derribar la execrable columna, que me parece asombroso que el periodo siguiente haya sido tan completamente distinto de aquel único día.
[6] He aquí, en efecto, que todo había cambiado en las calendas de junio15, fecha en la que se nos había convocado a una reunión: nada se decidía por mediación del Senado, muchos e importantes asuntos se decidían por mediación del pueblo, pero no sólo con el pueblo ausente sino incluso contra su voluntad; los cónsules designados16 decían que no se atrevían a venir al Senado; los libertadores de la patria17 estaban ausentes de la ciudad de cuya cerviz habían apartado el yugo de la esclavitud, y, sin embargo, eran alabados por los propios cónsules en sus intervenciones ante el pueblo y en cualquier conversación; cuando se hablaba con los veteranos, por quienes este orden se había preocupado sobremanera18, se les animaba no a conservar lo que tenían, sino a esperar nuevos botines. Y como prefería oír estas cosas antes que verlas y tenía libre derecho de legación19, me marché con la idea de volver para las calendas de enero20, pues me parecía que sería entonces cuando comenzarían las reuniones del Senado.
He expuesto, senadores, la razón de mi marcha; ahora [7] [3] expondré brevemente la de mi regreso, que es más sorprendente. Habiendo evitado, no sin motivo, Brindis y la ruta aquella normalmente utilizada para ir a Grecia, llegué a Siracusa en las calendas de agosto21, porque se decía que era muy buena la travesía a Grecia desde esta ciudad. Y, pese a ser una ciudad muy ligada a mí22, no pudo, aún queriendo, retenerme más de una sola noche: temí que, de haberme detenido, mi repentina llegada a casa de mis amigos levantara alguna sospecha. Ahora bien, como los vientos me llevaron de Sicilia a Leucopetra, que es un promontorio del campo de Regio, zarpé desde este lugar para hacer la travesía y, no habiendo avanzado mucho, fui devuelto por el austro al [8] mismo lugar de donde había zarpado. Como era ya noche cerrada y me había quedado en la finca de Publio Valerio23, compañero y amigo mío, y como al día siguiente seguía en su casa en espera del viento, muchos ciudadanos de Regio vinieron a visitarme, entre ellos algunos recién llegados de Roma. Por éstos me entero en primer lugar de la intervención ante el pueblo de Marco Antonio24, que me gustó tanto que, en cuanto la leí, empecé a pensar en volver rápidamente. Y no mucho después me traen el edicto de Bruto y Casio25, que, quizás porque les aprecio incluso más por razones de Estado que de amistad, me pareció, en verdad, lleno de ecuanimidad. Añadían además —pues suele ocurrir que los que quieren dar alguna buena noticia añaden de su propia cosecha algo con lo que hacer más grato lo que anuncian— que iba a haber acuerdo: que en las calendas iba a reunirse el Senado con gran concurrencia; que Antonio, rechazados sus malos consejeros, tras devolver las provincias de la Galia26, iba a someterse de nuevo a la autoridad del Senado. En ese momento, en verdad, ardí en tan gran deseo [9] [4] de volver que ni remo ni viento alguno me bastaban, no porque no pensara que iba a llegar a tiempo, sino para no felicitar a la República más tarde de lo que deseaba. Y llevado entonces rápidamente a Velia, vi a Bruto, no digo con cuánto dolor por mi parte: a mí mismo me parecía vergonzoso atreverme a volver a la ciudad de la que Bruto se iba y querer estar a salvo allí donde él no podía estarlo. Y en verdad no vi que él estuviera tan afectado como lo estaba yo; pues, orgulloso por el convencimiento de haber realizado una hazaña importantísima y muy hermosa, nada se quejaba de su suerte, mucho de la vuestra. Y por él supe por primera [10] vez cuál había sido el discurso de Lucio Pisón27 en el Senado en las calendas de agosto. Y, aunque éste había recibido poco apoyo —pues así se lo oí a Bruto— por parte de los que debían prestárselo, sin embargo, no sólo por el testimonio de Bruto —¿puede haber algo de más peso?— sino también por lo dicho por todos a los que después vi, me pareció que había conseguido un gran éxito. Así pues, me apresuré a secundar a aquel a quien los presentes no secundaron, no para ser de ayuda en algo —pues yo ya no esperaba tal cosa ni podía ofrecerla—, sino para dejar, no obstante, mi voz en este día como testimonio ante la República de mi perpetua disposición hacia ella, en prevención de que algo me sucediera por mi condición humana, pues muchas cosas parecen ocurrir al margen de la naturaleza y al margen del destino.
[11] Puesto que confío, senadores, en que habéis aprobado la razón de una y otra decisión, antes de empezar a hablar sobre la República, expresaré en pocas palabras mi queja por la ofensa que ayer me hizo Marco Antonio, de quien soy amigo y siempre he reconocido abiertamente que debía serlo [5] por cierto servicio que me prestó28. ¿Qué motivo había, pues, para que en el día de ayer tan duramente me conminara a asistir al Senado? ¿Es que sólo faltaba yo? ¿O es que no fuisteis muchas veces menos en número? ¿O es que se trataba de un tema tal que convenía incluso traer a los enfermos? Aníbal —creo— estaba ante las puertas o se trataba sobre la paz de Pirro29, asunto para el que la tradición cuenta que incluso se llevó, ciego y viejo, al famoso Apio. Se [12] discutía una propuesta de rogatívas públicas30, caso en el cual los senadores no suelen faltar, pues se sienten obligados a asistir, no por las fianzas 31, sino por favorecer a aquellos sobre cuya honra se trata; cosa que ocurre igualmente cuando se delibera sobre un triunfo. Hasta tal punto los cónsules no se preocupan de ello, que el senador tiene casi entera libertad de no asistir. Y como yo conocía esta costumbre y estaba cansado del viaje y no me encontraba bien, envié en atención a nuestra amistad a un emisario para que se lo dijera. Pero él, escuchándolo vosotros, dijo que vendría a mi casa con albañiles. ¡Y esto, desde luego, con demasiada ira y con gran intemperancia! Pues ¿qué delito es merecedor de una condena tan enorme como para atreverse a decir en este orden que él iba a echar abajo con albañiles del Estado una casa construida en nombre del Estado por decisión del Senado32? ¿Quién, por otra parte, conminó jamás con un castigo tan enorme a un senador a que asistiera? ¿Hay algún método además de la fianza y la multa? Pero si él hubiera sabido cuál iba a ser mi opinión, desde luego hubiera suavizado [6] [13] algo la dureza de su apremio. ¿Acaso pensáis, senadores, que yo habría votado lo que vosotros secundasteis a disgusto, a saber, que se mezclaran las ceremonias fúnebres con las rogativas públicas, que se introdujeran en la República prácticas sacrílegas y que fueran decretadas rogativas públicas a un muerto33? En absoluto digo a cuál. Aunque fuera el famoso Lucio Bruto34, que no sólo libró personalmente a la República de la tiranía real, sino que perpetuó su estirpe a lo largo de ya casi quinientos años para ofrecer un valor y una hazaña similares, no podría, sin embargo, obligárseme a asociar a un muerto con el culto a los dioses inmortales, a realizar públicamente súplicas a quien tiene en alguna parte un sepulcro donde dedicarle ceremonias fúnebres. Yo, en verdad, hubiera mantenido esta opinión, senadores, para poder defenderme fácilmente ante el pueblo romano, si alguna desgracia importante, si una guerra, si una epidemia, si el hambre le hubiera sobrevenido a la República; cosas que en parte ya existen, en parte temo que se nos vengan encima. Pero ¡ojalá que los dioses inmortales perdonen esta medida no sólo al pueblo romano, que no la aprueba, sino incluso a este estamento, que la decretó contra su voluntad!
¿Y qué? ¿Está permitido hablar sobre los demás males [14] de la República? A mí me está permitido, y siempre me lo estará, proteger mi dignidad, despreciar la muerte; tan sólo con tener la facultad de venir aquí, no rechazo el peligro de hablar. Y ¡ojalá, senadores, hubiera podido estar presente en las calendas de agosto!35. No porque hubiera podido ser de ayuda en algo, sino para que no se encontrara más que a un solo antiguo cónsul —cosa que entonces ocurrió— digno de este cargo, digno de la República. Y por tal causa siento un gran dolor, pues hombres que se han servido de grandes beneficios del pueblo romano no han secundado a Lucio Pisón, mentor de una propuesta excelente36. ¿Acaso el pueblo romano nos hizo cónsules para esto, para que, colocados en el más alto rango, tuviéramos a la República en nada? Ningún antiguo cónsul estuvo de acuerdo con Lucio Pisón no ya de palabra, sino ni siquiera con su gesto. ¿Qué es, ¡maldita sea!, esa voluntaria servidumbre? De acuerdo que ha [15] habido alguna impuesta por la necesidad37. Y tampoco espero yo esto de todos los que expresan su opinión desde su puesto de consulares: una es la razón de aquellos cuyo silencio perdono38, otra la de aquellos cuya voz requiero; y me duele, en verdad, que éstos resulten sospechosos ante el pueblo romano de que faltan a su dignidad no ya por miedo —lo que sería en sí mismo vergonzoso—, sino cada cual por una razón diferente. Por lo cual, ante todo, le expreso y [7] le guardo el mayor agradecimiento a Pisón, pues no pensó qué podía conseguir en la República sino qué debía hacer personalmente. Después, pido de vosotros, senadores, que, incluso aunque no os vayáis a atrever a secundar mi discurso y mi opinión, me escuchéis, sin embargo, con benevolencia, como hicisteis hasta ahora.
[16] Así pues, en primer lugar pienso que las disposiciones de César deben mantenerse, no porque yo las apruebe —¿pues quién podría hacerlo?—, sino porque considero que hay que atender sobre todo a la paz y la tranquilidad. Quisiera que estuviera presente Marco Antonio, aunque sin sus consejeros39 —pero le está permitido, según me parece, estar enfermo40, cosa que a mí ayer no me fue permitida por él—, y que me mostrara a mí, o mejor a vosotros, senadores, cómo defendería personalmente las disposiciones de César. ¿Acaso tendrán validez las disposiciones de César escritas en cuadernos de memorias y papeles manuscritos y notas, presentadas siendo Antonio el único garante —y ni siquiera presentadas por escrito, sino tan sólo citadas de palabra—, y serán tenidas en nada las que César grabó en bronce, en el que quiso que quedaran la voluntad del pueblo y las leyes [17] perpetuas? Por mi parte pienso que nada debe considerarse disposiciones de César tanto como las leyes de César. ¿Acaso, si él prometió algo a alguien, será irrevocable lo que él mismo no pudo cumplir? Aunque no cumplió muchas promesas con muchos, sin embargo, estando él muerto, se han descubierto muchas más que los beneficios concedidos y ofrecidos por él durante todos los años de su vida. Pero no las cambio, no las muevo: con gran interés defiendo sus insignes disposiciones. ¡Ojalá todavía estuviera el dinero en el templo de la Abundancia41! Dinero bañado en sangre, sí, pero necesario en estos tiempos, una vez que no es devuelto a aquellos a los que pertenece. Aunque acepto que haya sido gastado, si así estaba en las disposiciones42. Pero ¿hay algo [18] que con más propiedad que una ley pueda considerarse acta de un ciudadano que haya ejercido en la República el poder supremo civil y militar? Pide las disposiciones de Graco; te presentarán las leyes Sempronias43. Pide las de Sila; las Cornelias44. ¿Y qué? El tercer consulado de Pompeyo45, ¿en qué disposiciones se basó? Por supuesto en sus leyes. Si preguntaras al propio César qué hizo en la ciudad como magistrado, respondería que él presentó muchas y famosas leyes, pero en cuanto a los documentos autógrafos o los cambiaría o no los publicaría o, de publicarlos, no incluiría esas cosas entre sus disposiciones. Pero acepto estas cosas, cierro los ojos incluso ante algunas otras; ahora bien, en las de capital importancia, esto es, en las leyes, no pienso que haya que permitir que las disposiciones de César sean anuladas.
[8] [19] ¿Qué ley mejor, más útil, más insistentemente reclamada —incluso en los mejores tiempos de la República— que la de prohibir que las provincias pretorias fueran mantenidas más de un año ni más de dos las consulares46? Derogada esta ley, ¿os parece que las disposiciones de César pueden mantenerse? ¿Y qué? Con la ley que se ha promulgado sobre la tercera decuria de jueces47, ¿acaso no se anulan todas las leyes judiciales de César? ¿Y vosotros que anuláis las leyes de César, defendéis sus disposiciones? A no ser que por casualidad, si algo consignó en un cuaderno de notas para que fuera recordado, esto sea incluido entre sus disposiciones y se vaya a defender, aunque sea injusto e inútil, y, en cambio, lo que presentó al pueblo en los comicios por centurias no se vaya a considerar como disposiciones de César. Pero ¿cuál es esa tercera decuria? «La de los centuriones», [20] se dice. ¿Y qué? ¿La judicatura no estaba ya abierta a ese estamento por la ley Julia, incluso antes por la Pompeya y la Aurelia48? «Se atendía previamente a la renta», se dice. Naturalmente, no sólo para el centurión, sino también para el caballero romano: de esta manera hombres muy valerosos y honrados que han estado al frente de centurias, son y han sido jueces. «No me refiero —se insiste— a ésos; que cualquiera que estuvo al frente de una centuria, pueda ser juez». Pero si propusierais a cualquiera que haya servido en la caballería, cosa que es más distinguida, no conseguiríais la aprobación de nadie: en un juez debe buscarse no sólo su renta sino también su aptitud. «No me refiero a esos temas; añado incluso que pueden ser jueces los soldados rasos de la legión Alondra49. Pues los nuestros dicen que de otro modo no pueden estar seguros». ¡Qué denigrante honor para los que llamáis a ser jueces sin consultarles! Lo que esa ley indica es que en la tercera decuria juzgarán los que no se atrevan a juzgar libremente. ¡Qué gran error hay en ello, dioses inmortales, por parte de los que pensaron esta ley! Pues cuanto más indigno parezca uno, con tanto más afán lavará su indignidad mediante la severidad en su juicio y se esforzará por parecer digno de las decurias honorables antes que parecer incluido por ley en una decuria indigna. Ha sido [21] [9] promulgada otra ley para que los condenados por delitos no sólo de violencia sino de lesa majestad apelen, si quieren, al pueblo50. ¿Es ésta, acaso, una ley o es la anulación de todas? ¿Hay alguien hoy a quien interese que este proyecto se mantenga? Para estas leyes no hay acusado, no hay nadie a quien podamos considerar que lo vaya a ser: lo que se haya hecho por la fuerza de las armas nunca, en verdad, será llevado a juicio. «Pero es del agrado del pueblo». ¡Ojalá de verdad quisieseis algo del agrado del pueblo! Pues ya todos los ciudadanos tienen un único pensamiento y una sola voz en pro de la salvación de la República. ¿A qué, pues, ese deseo de proponer una ley que suscite la mayor vergüenza, ninguna simpatía? ¿Hay algo más vergonzoso que el hecho de que quien ha sido condenado en un juicio por haber mermado la majestad del pueblo romano mediante la violencia, recurra de nuevo a la misma violencia por la que fue [22] justamente condenado? Pero ¿para qué discutir más sobre la ley? Como si lo hiciéramos porque alguien apelase… De esto se trata, esto se propone: que nunca nadie en modo alguno pueda ser acusado en virtud de esas leyes. ¿Qué acusador podrá encontrarse tan loco que quiera exponerse, una vez condenado el acusado, a una multitud comprada, o qué juez que se atreva a condenar al acusado, de modo que él mismo sea inmediatamente entregado a criminales a sueldo? Así pues, no se concede con esta ley el derecho de apelación al pueblo, sino que se suprimen dos leyes y dos procesos judiciales utilísimos. ¿Es esto otra cosa que animar a los adolescentes a que quieran ser ciudadanos alborotadores, sediciosos, perniciosos? ¿A qué exceso no podrá ser empujado el furor de los tribunos, abolidos estos dos procesos sobre la violencia y la majestad? Y ¿qué decir de que se presente [23] una ley que anula las leyes de César que establecen que a quien haya sido condenado por el uso de la violencia, e igualmente a quien lo haya sido por el delito de lesa majestad, se le prohíba el agua y el fuego? Y cuando se concede a éstos el derecho de apelación, ¿acaso no se rescinden las disposiciones de César? Desde luego, senadores, aunque yo nunca las aprobé, sin embargo he considerado que en razón de la paz debían mantenerse, de tal manera que pienso que no sólo no deben ser derogadas en estos momentos las leyes que César había presentado en vida, sino ni siquiera aquellas que después de su muerte veis que fueron presentadas y publicadas. Exiliados a los que les fue permitido el regreso [24] [10] por un muerto; la ciudadanía concedida no sólo a particulares, sino a naciones y provincias enteras por un muerto; tributos suprimidos con infinidad de exenciones por un muerto51: así pues, defendemos estas disposiciones sacadas de una casa particular, con un solo garante —eso sí, el mejor52—, y ¿las leyes que él en persona expuso, leyó, propuso ante nosotros, de cuya propuesta se gloriaba, y aquellas sobre las provincias y sobre los tribunales con las que creía que la República sería mantenida, aquellas leyes de César —insisto— nosotros, que defendemos las disposiciones de [25] César, consideramos que tienen que ser abolidas? Y, sin embargo, de estas leyes que han sido expuestas públicamente, al menos podemos quejamos; de las que se dice que ya han sido sometidas a votación, ni siquiera nos estuvo permitido hacerlo, pues sin haber sido expuestas públicamente han sido sometidas a votación antes de haber sido redactadas.
Me pregunto cuál es la razón por la que tanto yo como cualquiera de vosotros, senadores, sentimos miedo ante leyes malas, teniendo buenos tribunos de la plebe53. Los tenemos dispuestos a oponerse con su veto, dispuestos a defender a la República con su compromiso; debemos estar libres de cualquier temor. «¿De qué vetos —dice— me hablas? ¿De qué compromisos?» De aquellos por los que se mantiene el bienestar de la República. «Despreciamos esas cosas y las consideramos pasadas de moda y estúpidas: el foro será rodeado, todas las entradas se cerrarán; se colocarán hombres armados de guardia en muchos lugares». Y entonces [26] ¿qué? ¿Será ley lo que se haga de esta forma? Y mandaréis —creo— grabar en bronce la fórmula legal: «Los cónsules presentaron conforme a derecho la propuesta al pueblo» —¿es éste el derecho de hacer propuestas que hemos recibido de nuestros mayores?— «y el pueblo conforme a derecho decidió». ¿Qué pueblo? ¿El que fue excluido? ¿Conforme a qué derecho? ¿Conforme a aquel que le fue enteramente arrebatado por la fuerza de las armas? Y digo estas cosas sobre lo que va a pasar, porque es de amigos indicar de antemano lo que puede ser evitado; si tales cosas no ocurrieran, mi discurso será rebatido. Hablo de leyes en discusión, sobre las que tenéis todo el poder de decisión. Muestro sus defectos; suprimidlos. Denuncio la violencia, las armas; evitadlas.
No será oportuno que os enfadéis conmigo, Dolabela, [27] [11] cuando hablo en favor de la República. Aunque ciertamente no pienso que tú vayas a enfadarte: conozco tu afabilidad; sin embargo de tu colega dicen, según oigo, que en la situación en que se encuentra —que a él le parece buena; a mí, en cambio, por no decir algo peor, me parecería mejor si imitara el consulado de sus abuelos54 y de su tío materno 55—, se ha vuelto iracundo. Por otra parte, me doy cuenta de qué enojoso es tener enfadada y armada a la misma persona, sobre todo cuando es tan grande la impunidad de las espadas. Pero propondré un acuerdo justo, a mi entender, que no pienso que Marco Antonio vaya a rechazar. Por mi parte, si dijera algo ultrajante contra su forma de vida y sus costumbres, no me opondré a que se vuelva mi mayor enemigo; pero si mantengo la costumbre que siempre he tenido en los asuntos públicos, es decir, si digo libremente lo que siento sobre ellos, ante todo le ruego que no se enfade; después, si no lo consigo, le pido que se enfade como con un ciudadano más. Que utilice las armas, si así es necesario —como dice— para defender su causa; pero que esas armas no hagan daño a los que digan lo que les parezca en bien de la República. ¿Qué puede haber más justo que esta petición? Y si, según me han dicho algunos de sus allegados, todo [28] discurso que se pronuncia contra sus deseos le ofende gravemente, incluso aunque no contenga ningún ultraje, soportaremos como amigos su forma de ser. Pero aquellos mismos me dicen así: «No te permitirá a ti, como adversario de César, lo mismo que a su suegro Pisón». Y al mismo tiempo me advierten algo de lo que tendré buen cuidado: «Para no venir al Senado no será motivo más legítimo la enfermedad que la muerte».
[12] [29] Pero, por los dioses inmortales —pues mirándote, Dolabela, a quien tanto aprecio, no puedo guardar silencio sobre vuestro común error—, creo que vosotros, hombres nobles, atentos a cosas importantes, no habéis deseado dinero —aunque algunos demasiado ingenuos lo sospechan—, pues éste siempre ha sido menospreciado por los hombres importantes e ilustres, ni un poder conseguido por la fuerza ni una autoridad que a duras penas pueda ser soportada por el pueblo romano, sino el aprecio de los ciudadanos y la gloria. La gloria consiste, por otra parte, en el elogio por las cosas bien hechas y el reconocimiento por los grandes servicios prestados a la República, cosas que se comprueban con el testimonio no sólo de todos y cada uno de los hombres importantes, [30] sino también del pueblo. Te diría, Dolabela, cuál es el fruto de obrar bien, si no viese que tú por encima de todos los demás lo experimentaste por algún tiempo. ¿Qué día puedes recordar que haya brillado para ti con más alegría que aquel en que te retiraste a tu casa, una vez purificado el foro, desalojada la reunión de desalmados, castigados los cabecillas del crimen, y libre la ciudad del fuego y del miedo a la muerte56? ¿Qué orden, qué clase, qué categoría de ciudadanos no te dio muestras entonces de alabanza y agradecimiento? Incluso a mí, de quien consideraban que tú te servías como consejero en estos asuntos, me daban las gracias los hombres honrados y me felicitaban en tu nombre. Recuerda, te lo ruego, Dolabela, aquella unanimidad del teatro, cuando todos, olvidando los motivos por los que se habían molestado contigo57, dieron muestra de que gracias al nuevo servicio habían borrado el recuerdo del dolor antiguo. ¿A esta consideración —lo digo con gran dolor—, a [31] esta tan gran consideración has podido, Publio Dolabela, renunciar tranquilamente? Tú, en cambio, Marco Antonio, [13] —pues a ti, aunque ausente, me dirijo— ¿no antepones aquel único día en el que el Senado se reunió en el templo de la diosa Tierra58 a todos estos meses en los que algunos, disintiendo mucho de mí, te consideran feliz? ¡Cómo fue tu discurso sobre la paz! ¡De cuán gran miedo liberaste a los veteranos, de cuán gran preocupación a la ciudad, cuando, dejando de lado las enemistades y olvidándote de los auspicios anunciados por ti mismo como augur del pueblo romano, quisiste por primera vez aquel día tener a tu colega como colega59 y llevaste a tu hijo pequeño al Capitolio como prenda de paz60! ¿Qué día ha estado más contento el Senado? [32] ¿Cuándo el pueblo romano, que nunca en ninguna asamblea fue tan numeroso? Entonces por fin nos parecía haber alcanzado la libertad gracias a unos valerosísimos hombres61, porque, como ellos habían querido, a la libertad seguía la paz. Al día siguiente, al otro, al tercero, en fin, todos los días siguientes no dejabas de ofrecer a diario algún regalo, por así decirlo, a la República, siendo el mejor el abolir el nombre de la dictadura. Tú —digo—, tú impusiste a César, ya muerto, esta marca de sempiterna vergüenza. Igual que, a causa del crimen de un solo Marco Manlio62, por decreto de la familia Manlia ningún patricio de los Manlios puede llamarse Marco, así tú, a causa del odio a un dictador, [33] aboliste de raíz el nombre de dictador. ¿Es que, habiendo hecho cosas tan importantes en favor de la República, te pesaba tu situación, tu grandeza, tu celebridad, tu gloria? ¿De dónde te ha venido este cambio tan grande y repentino? Me resisto a creer que hayas sido seducido por el dinero; aunque cada uno puede decir lo que quiera, no es necesario creerle. Nunca, en efecto, he visto en ti nada sórdido, nada rastrero, aunque a veces el entorno familiar suele echar a uno a perder63; pero conozco tu firmeza; y ¡ojalá que, como la culpa, así hubieras podido también evitar la sospecha! [14] Temo más el que, desconociendo el verdadero camino de la gloria, consideres que la gloria consiste en ser tú más poderoso que todos y prefieras ser temido por tus ciudadanos antes que amado. Y si así lo piensas, desconoces por completo el camino de la gloria. Es glorioso ser un ciudadano querido, servir bien a la República, ser alabado, respetado, querido; pero ser temido y odiado es aborrecible, detestable, inútil, perecedero. Incluso en el drama vemos que esto fue [34] perjudicial para aquel que dijo: «Que me odien, con tal de que me teman»64. ¡Ojalá, Marco Antonio, hubieras tenido presente a tu abuelo!65. Y, sin embargo, de él me has oído hablar mucho y con mucha frecuencia. ¿Acaso piensas que él quiso conseguir la inmortalidad haciéndose temer por la facultad de llevar armas consigo? Ésta era su vida, ésta su feliz condición: ser en libertad igual a los demás, el primero en dignidad. Así pues, pasando por alto los éxitos de tu abuelo, preferiría yo su penosísimo último día a la tiranía de Lucio Cina, quien con toda crueldad lo asesinó66. Pero ¿cómo [35] voy a hacerte cambiar con mi discurso? Si el final de Gayo César no puede lograr que prefieras ser querido a ser temido, de nada servirá ni valdrá el discurso de nadie. Y los que consideran que éste fue dichoso, ésos son los más desgraciados. No es dichoso nadie que vive bajo la ley de que puede ser asesinado no sólo impunemente, sino con todo el reconocimiento para el asesino. Por lo cual, te lo ruego, cambia y mira a tus antepasados y gobierna la República de tal forma que tus conciudadanos se alegren de que hayas nacido. Sin esto de ninguna manera puede alguien ser ni dichoso ni querido ni estar tranquilo.
Los dos conocéis, desde luego, muchas opiniones del [36] [15] pueblo romano que me duele mucho que no os conmuevan suficientemente. ¿Qué quieren decir los gritos de innumerables ciudadanos en las luchas de gladiadores? ¿Qué los versos del pueblo? ¿Qué los interminables aplausos a la estatua de Pompeyo67? ¿Qué los dedicados a los dos tribunos de la plebe68, que son vuestros adversarios? ¿No demuestran sobradamente estas cosas una voluntad increíblemente unánime del pueblo romano? ¿Y qué? ¿Los aplausos de los juegos Apolinares69 o, mejor dicho, los testimonios y opiniones del pueblo romano os parecían poco importantes? ¡Dichosos aquellos que, aunque no les estaba permitido asistir por causa de la fuerza de las armas, sin embargo asistían y estaban presentes en el corazón y en las entrañas del pueblo romano! A menos que creyerais que se aplaudía a Accio y se le daba la palma sesenta años después70, y no a Bruto, quien no estuvo presente en sus juegos, de modo que el pueblo romano, en aquel espectáculo tan magnífico, con su prolongado aplauso y clamor tributó su afecto al ausente y calmó [37] el deseo de ver a su libertador. Ciertamente yo soy de los que siempre he despreciado esos aplausos, cuando se tributaban a ciudadanos populistas; pero, de la misma manera, cuando esto surge de los de la clase más alta, de los de la media y de los de la más baja, cuando —en fin— surge de todos a una, y cuando aquellos que antes solían seguir el consenso del pueblo lo rehúyen, esto no lo considero un aplauso, sino un juicio. Si todo esto, que es gravísimo, os parece poco importante, ¿entonces también despreciáis el haber comprobado que la vida de Aulo Hircio71 era tan querida al pueblo romano? En efecto, ya era bastante que él fuera apreciado por el pueblo romano, como lo es; que fuera encantador para sus amigos, en lo que supera a todos; querido por los suyos, para los que es el más querido; pero ¿recordamos a alguien que haya despertado tanta preocupación por parte de los hombres honrados, tanto temor por parte de todos? A ninguno. Entonces ¿qué? ¿No comprendéis, por [38] los dioses inmortales, lo que esto significa? ¿No tenéis en cuenta que reflexionan sobre vuestra vida los que tienen tanto aprecio a la vida de aquellos en los que confían para velar por la República?
He recogido, padres conscriptos, el fruto de mi regreso, puesto que no sólo he pronunciado estas palabras para que —sea cual sea la suerte que me espera— permanezca el testimonio de la firmeza de mis principios, sino que, además, me habéis escuchado amable y atentamente. Y si esta posibilidad se me presenta en otra ocasión, sin peligro para vosotros ni para mí, la aprovecharé. Si no, en lo que pueda, seré precavido no tanto por mi propio interés cuanto por el de la República. A mí prácticamente me basta lo que he vivido, tanto en lo que se refiere a mi edad como a la gloria conseguida; todo lo que viva a partir de este momento, lo viviré no tanto para mí como para vosotros y la República.
1 Se refiere Cicerón al 17 de marzo del 44 a. C., día en el que se celebró la primera sesión del Senado tras la muerte de César, ocurrida dos días antes; el Senado se reunió en el templo de la diosa Tierra, situado en el Esquilino, cerca de la casa de Marco Antonio. Exagera el orador en estos primeros momentos del discurso su preocupación, pues en realidad —como él mismo reconocerá a continuación— se ausentó de Roma más de cuatro meses, desde el 17 de abril hasta el 31 de agosto.
2 En su discurso del 17 de marzo Cicerón puso como exemplum a seguir para lograr la concordia la amnistía concedida en Atenas bajo Trasibulo tras la caída de los Treinta Tiranos en el 403 a. C.
3 Usa Cicerón el plural liberos para referirse a Antilo, el hijo de Marco Antonio y de Fulvia, que tenía entonces tan sólo dos años, y a quien su padre ofreció como prenda y garantía de que los conjurados en la muerte de César podían asistir sin miedo al Senado; en este mismo discurso (31) Cicerón se refiere de nuevo al niño ya en singular (tuus paruus filius); cf. también Fil. II 90.
4 Se trata de Sexto Clelio, que había sido condenado al exilio en el 52 a. C. por haber prendido fuego al Senado al incinerar públicamente el cadáver de Publio Clodio. El regreso de Sexto habría sido aprobado incluso por el propio orador, según hace notar éste en Fil. II 9 y se recoge en su correspondencia (Cartas a Ático XIV 13a; 13b; 14).
5 Servio Sulpicio Rufo había sido cónsul en el año 51 a. C. y era un destacado jurisconsulto, de quien hace Cicerón un elogio en la Filípica IX.
6 El 15 de marzo del 44 a. C., fecha de la muerte de César.
7 Con la Lex Antonia Cornelia de dictatura in perpetuum tollenda. La dictadura era una magistratura extraordinaria mediante la cual en tiempos de crisis se concentraba todo el poder en una sola persona durante seis meses; ahora bien, en el año 44 a. C. César había conseguido, tras detentar tal magistratura en diversas ocasiones, que se le concediera la «dictadura perpetua».
8 Existía la costumbre en Roma de arrastrar hasta el Tíber con un bastón terminado en un gancho de hierro a los condenados, para después arrojarlos al río.
9 Se trata de Herófilo, un griego que se hacía pasar por nieto de Mario, el célebre jefe del partido popular y que además estaba emparentado con César al haberse casado con una tía de éste. En abril del 45 a. C. César había desterrado al impostor, pero al morír el dictador volvió a Roma e intentó provocar una revuelta contra los responsables de su muerte; Marco Antonio lo arrestó y ejecutó sin juicio.
10 Publio Cornelio Dolabela, que había sido yerno de Cicerón, era ese año colega de Marco Antonio en el consulado. Sobre él y su actuación posterior como gobernador de Siria, tratará Cicerón en la Undécima Filípica.
11 Marco Antonio había partido de Roma hacia Campania en torno al 25 de abril (cf. Fil. II 100). Frente a la idea, presentada aquí por CICERÓN, del común acuerdo entre Dolabela y Antonio, en la Filípica II (107) el orador expresa exactamente lo contrario.
12 Cicerón califica de ‘exequias’ o ‘funerales’ a los honores divinos (y de ahí la calificación de ‘no fúnebres’) que se le rindieron a César en el foro, lugar en el que no estaba permitido celebrar funerales; en la Filípica II (90) reprochará a Antonio el haber presidido esta ceremonia sacrílega y, de nuevo, mostrará sus dudas sobre la naturaleza de este funeral.
13 En honor de César se levantó en el foro una columna de mármol con la inscripción «Al padre de la patria», al pie de la cual se hacían a diario sacrificios (SUET., Jul., 85).
14 Los esclavos fueron crucificados, y los hombres libres arrojados desde la roca Tarpeya (CIC., Cartas a Ático XIV 15, 1; APIANO, III 3).
15 El 1 de junio se reunió el Senado en el templo de la Concordia, en torno al cual Antonio había apostado hombres armados que había reclutado entre los veteranos de César durante su viaje a Campania.
16 Aulo Hircio y Gayo Vibio Pansa habían sido elegidos ya cónsules para el año 43 a. C.
17 Marco Junio Bruto y Gayo Casio Longino, los célebres asesinos de César; en este momento eran pretores y no podían ausentarse de Roma más de diez días, pero ante lo peligroso de la situación, pese a que se les había otorgado el perdón en la sesión del Senado del 17 de marzo, se habían retirado a sus quintas de Lanuvio y Ancio.
18 En la sesión del 17 de marzo el Senado había ratificado los repartos de tierras previstos por César para sus veteranos.
19 En Roma existía la ‘legación directa’ o normal, concedida por un magistrado a una persona concreta para una embajada concreta; y, además, a fines de la República hay una ‘legación libre’ que detentaban los senadores durante un año a cargo del erario público y sin misión determinada. Cicerón parece querer mantener el equívoco sobre si se sirvió de un tipo u otro, pues sabemos que él aceptó una legación ofrecida directamente por Dolabela, como lo afirma en sus cartas (Cartas a Ático XV 11, 4), aunque aquí haga alusión al tipo de ‘legación libre’.
20 Es decir, el 1 de enero del 43 a. C.
21 El 1 de agosto.
22 Cicerón había sido cuestor en el 75 a. C. en Sicilia y en el 70 a. C. había defendido a los sicilianos contra Verres, razones por las cuales mantenía buenas relaciones en la ciudad siciliana.
23 En Cartas a Ático XVI 7, 1 hace referencia Cicerón a esta visita.
24 Aunque no se tienen noticias precisas sobre este discurso de Antonio ante el pueblo, es fácil concluir que se trataba de un discurso de tono conciliador; probablemente en él Marco Antonio proponía medidas especiales para Bruto y Casio, a quienes previamente se había asignado para el año siguiente el gobierno de dos provincias poco importantes: Creta y la Cirenaica, respectivamente; a esas medidas extraordinarias se referiría Cicerón en la Filípica II 31.
25 Marco Bruto y Gayo Casio enviaron, a finales de julio, a Marco Antonio un edicto —pues, como pretores que eran, tenían tal facultad— con la intención de regularizar su situación.
26 César, antes de morir, había designado a Décimo Bruto como gobernador de la Galia Cisalpina para el año 43 a. C., y de Macedonia, a Marco Antonio; pero éste consiguió mediante los tribunos de la plebe revocar el reparto de César y que con la Lex de permutatione prouinciarum se le concediese el gobierno para cinco años tanto de la Galia Cisalpina como de la Transalpina (cf. Fil. V 7). A lo irregular de esta concesión, que motivará el enfrentamiento armado entre Bruto y Antonio, se refiere Cicerón varias veces en estos discursos (Fil. I 19; II 109; V 7; VII 3); posteriormente, a fines del 44, el Senado anuló los diversos repartos hechos por Marco Antonio tras la muerte de César (cf. Fil. III 38; V 3; VII 3; X 10).
27 Lucio Calpurnio Pisón Cesonino, suegro de César, había sido cónsul en el año 58 a. C. y gobernador de Macedonia en el 57-58; por su mala administración en el gobierno de esta provincia fue atacado por Cicerón en De prouinciis consularibus y especialmente en In Pisonem. El 1 de agosto había pronunciado el discurso aquí mencionado, sin conseguir el apoyo de ningún consular, razón por la cual no se atrevió a volver al día siguiente (cf. I 14; V 19; X 8; XII 14; Cartas a Ático XVI 7, 5-7; Cartas a los fam. XII 2, 1). Cicerón, pese a la oposición que le mostró anteriormente, alabará su proceder, por haberse mostrado defensor de la libertad.
28 Parece referirse aquí Cicerón al buen trato que recibió por parte de Antonio en Brindis, cuando el orador volvió a Italia tras haber sido vencido Pompeyo en la batalla de Farsalia.
29 Cicerón hace uso de la ironía mediante la comparación y alusión a dos de los momentos cruciales de la historia de Roma: uno, cuando los romanos temían la llegada de Aníbal a Roma, en el 211 a. C. —a raíz de lo cual la expresión Hannibalem ad portas llegó a convertirse en proverbial ante una situación peligrosa—; y el otro, cuando tras la derrota sufrida en Heraclea (280 a. C.) ante Pirro, rey del Epiro, se reunió el Senado para tratar sobre el acuerdo de paz; Apio Claudio, viejo y ciego, convenció al Senado para que no lo aceptara.
30 La supplicatio era una ceremonia de acción de gracias tributada a los dioses, pero en favor o en honor de alguien; en este caso, de César. Cicerón va a silenciar en todo momento el nombre del dictador.
31 Los senadores que no asistían tenían que entregar una fianza, un depósito en garantía, que sólo se les devolvía si justificaban su falta.
32 Cuando Cicerón partió al exilio, su casa del Palatino fue destruida, y, cuando volvió en el 57 a. C., logró del Senado que fuera reconstruida a expensas del Estado (cf. Sobre la casa).
33 Cicerón parece oponerse a que se celebren supplicationes (cf. nota 30) en honor de César, quien, una vez muerto, tan sólo debe ser honrado en los Parentalia, las ceremonias privadas que celebraban los familiares en honor de sus muertos desde el 13 al 21 de febrero; en este sentido se expresa Cicerón un poco más adelante: «yo no podría ser obligado a asociar a un muerto con el culto a los dioses inmortales». Además, el de Arpino se opondrá expresamente en la Filípica siguiente (II 110) a la divinización de Julio César.
34 El fundador de la República en el 509 a. C., que expulsó del trono a Tarquinio el Soberbio y que era antecesor de Marco Bruto, quien también había librado a la República de la tiranía de César.
35 El 1 de agosto.
36 Cf. nota 27.
37 Bajo la tiranía de César.
38 Cicerón pensaría, especialmente, en Lucio Julio César, tío de Marco Antonio (cf. Fil. VIII 1; XII 18).
39 Emplea el de Arpino burlonamente el término jurídico aduocatus para referirse a los sicarios que acompañaban a Marco Antonio.
40 Se sirve el orador de la ironía al comenzar esta segunda, y fundamental, parte del discurso con la mención de Antonio.
41 Se refiere Cicerón a setecientos millones de sestercios del erario público, que en parte eran fruto de la confiscación de bienes a los pompeyanos y que César había depositado en dicho templo. Muerto César, Antonio los había despilfarrado pagando con ellos sus deudas. Éste será un motivo recurrente en el ataque a Antonio (cf. II 35 y 93; V 11 y 15; VIII 26; XII 12).
42 Estas palabras son buena muestra del tono conciliador, o cuando menos de la contención, de Cicerón en este primer discurso, y contrastan con la idea frecuentemente repetida y defendida en los siguientes discursos de que Antonio se había apoderado fraudulentamente del dinero del templo de la Abundancia (cf. Fil. II 35, 93; III 30; V 11, 15; VIII 26; XII 12).
43 Gayo Sempronio Graco fue tribuno de la plebe en el 123 y el 122 a. C., y, entre otras, fue suya la lex Sempronia de provinciis consularibus del 123, que otorgaba al Senado la asignación anual del gobierno de las provincias, una asignación que debía hacerse antes de la celebración de los comicios consulares para evitar así la injerencia de los nuevos cónsules en el reparto.
44 Son las leyes promulgadas por Lucio Cornelio Sila (138-78 a. C.), líder del partido aristocrático y dictador, tras haberse enfrentado con Mario en guerra civil. Con estas leyes aumentó, por ejemplo, el número de senadores de 300 a 600 y limitó los poderes de los tribunos de la plebe.
45 Pompeyo fue cónsul por tercera vez en el año 52 a. C., aunque esta vez en solitario y con plenos poderes.
46 Estas fueron las disposiciones que César promulgó en el 46 a. C. mediante la lex Iulia de prouinciis, pero Marco Antonio la reformó ampliando el plazo de gobierno a dos años para las provincias asignadas a los propretores y cinco años para las de los procónsules.
47 En el 70 a. C. había sido aprobada por la lex Aurelia la existencia de tres ‘decurias’ o categorías de jueces, sumando a la decuria de los senadores —la única existente hasta entonces— otras dos: una de caballeros y otra formada por los tribunos del tesoro. En el 46 a. C. César promulgó la ley Iulia iudiciaria por la que se suprimía este último grupo (cf. SUET., Jul. 41); pero Marco Antonio había logrado restablecer una tercera decuria, con el fin, por una parte, de ganarse el favor de los soldados permitiendo a los centuriones e incluso a los soldados ser jueces sin discriminación de renta, y, por otra, de crear un tribunal de justicia ‘a la medida’ para él mismo y sus amigos.
48 En el 55 a. C. Pompeyo había ratificado la existencia de las tres decurias establecidas por la ley Aurelia, pero exigiendo una renta previa para poder formar parte de cada una.
49 La quinta legión se denominaba ‘de las Alondras’ porque estaba formada por galos que llevaban en su casco un penacho de plumas que recordaba a dichos pájaros; a estos soldados, reclutados y pagados por el propio César, el dictador les había concedido el derecho de ciudadanía por su fidelidad.
50 Se revocaban con esta ley dos leyes de César, según las cuales las condenas por delitos de violencia y de lesa majestad no podían ser apeladas.
51 Cicerón exagera, pluralizando tres hechos concretos, como fueron, respectivamente, el regreso del exilio de Sexto Clelio (cf. nota 4), la concesión de la ciudadanía a los sicilianos y la exención de impuestos a los cretenses; con todo, el orador hará mención en sucesivos discursos de estas medidas (Fil. II 92; III 30; V 12; VII 15).
52 Utiliza Cicerón aquí de nuevo la ironía; por una parte califica a Antonio de ser ‘el mejor garante’, el más digno de crédito y confianza, y, por otra, consigue destacar el tono irónico con la chocante utilización de la conjunción ergo («así pues», en nuestra traducción) que, lejos de marcar una conclusión lógica, se opone totalmente a la idea que va a desarrollar, convirtiéndola en ‘un absurdo, un imposible’.
53 En estos momentos eran tribunos de la plebe Tiberio Canucio y Lucio Casio Longino.
54 Marco Antonio, el abuelo paterno, cónsul en el 99 a. C. era tan admirado por Cicerón que el de Arpino lo presenta como interlocutor en el Bruto y el Sobre el orador; y Lucio Julio César Estrabón, cónsul en el 90, era el abuelo por parte de madre.
55 Lucio Julio César, cónsul en el 64.
56 Recuerda Cicerón la intervención de Dolabela por la que mandó destruir la columna levantada en el foro en honor de César, hecho al que ya se ha referido en este mismo discurso (cf., supra, § 5).
57 En el 47 a. C., siendo tribuno de la plebe, Dolabela propuso una ley para abolir las deudas de los ciudadanos, que fue vetada por su propio colega Lucio Trebelio y desencadenó incluso un violento enfrentamiento (cf. Cartas a Ático XI 23; Cartas a los fam. XIV 13).
58 El día 17 de marzo, reunión que Cicerón recordó al principio de este discurso (§ 1).
59 En su discurso del 17 de marzo Antonio reconoció por primera vez a Dolabela como su colega en el consulado para el año 44, pues con anterioridad se había opuesto a tal nombramiento.
60 Cf. nota 3.
61 Se refiere, naturalmente, a Marco Bruto y a Gayo Casio.
62 Marco Manlio fue acusado de querer restablecer la monarquía y condenado en el 384 a. C. por decisión del pueblo a ser arrojado desde la roca Tarpeya. En otras dos ocasiones será citado por Cicerón como ejemplo reprobable (Fil. II 87; 114). TITO LIVIO (VI 20) relata la decisión de la familia Manlia.
63 Parece aludir Cicerón especialmente a Fulvia, la esposa de Marco Antonio, a la que se refiere también en otros momentos (Fil. II 11, 113; V 11; VI 4).
64 Palabras puestas en boca de Atreo por Accio en su tragedia Atreus; esta sentencia es también utilizada por CICERÓN en Sestio 102 y Sobre los deberes I 97.
65 Se refiere en este caso a Marco Antonio, el abuelo paterno (cf. n. 54).
66 Cina fue cónsul cuatro veces seguidas, del año 87 al 84 a. C. El abuelo de Marco Antonio fue asesinado en el 87, cortándosele la cabeza, que luego fue colocada en los Rostra del foro, al igual que después ocurriría en el caso de Cicerón; resulta una coincidencia curiosa, y algo macabra, el que conservemos aquí la opinión que para el orador merece el tipo de muerte que él mismo iba a sufrir.
67 Una estatua del rival político y enemigo de César se erigía delante de su teatro en el Campo de Marte.
68 Tiberio Canucio y Lucio Casio Longino (cf. nota 53).
69 El 6 de julio del 44 a. C. se celebraron estos juegos en honor de Bruto, como pretor urbano que era, aunque éste no asistió (cf. también II 31; X 7-8).
70 En julio de este año 44 a. C. se repuso el Tereo de ACCIO, tragedia que había sido estrenada en el 104 a. C.
71 Aulo Hircio era, como ya se ha dicho (cf. nota 16), uno de los cónsules designados para el año siguiente y, aunque en principio era un cesariano convencido, se oponía a la actuación de Marco Antonio; Cicerón alude aquí en concreto a que en esos momentos sufría una larga y grave enfermedad, a la que hará referencia en posteriores discursos (cf. Fil. VII 12; VIII 5; X 16; XIV 4).