Читать книгу La democracia a prueba - Ciro Murayama - Страница 8
Introducción
ОглавлениеA las 11 de la noche de 1° de julio de 2018, en un mensaje difundido a todo el país por cadena nacional, el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, dio a conocer los resultados del conteo rápido para la elección a presidente de la república: Andrés Manuel López Obrador, candidato postulado por Morena, el Partido del Trabajo (PT) y el Partido Encuentro Social (PES), obtendría el triunfo con 53% de la votación; su más cercano competidor, Ricardo Anaya, de la coalición encabezada por el Partido Acción Nacional (PAN), habría recibido alrededor de 22% de los sufragios, mientras que el abanderado del todavía gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), José Antonio Meade, se ubicaría en tercer lugar con 16% de los votos. Esas cifras fueron confirmadas por los cómputos finales. Los candidatos derrotados felicitaron al ganador. Enseguida del mensaje del INE, el presidente constitucional en funciones, Enrique Peña Nieto, ocupó las ondas de las radios y las pantallas de los televisores para reconocer, también en cadena nacional, la victoria del candidato opositor.
El resultado electoral fue novedoso: era la primera vez que llegaba a la Presidencia un candidato identificado con la izquierda, quien además había conseguido el más alto porcentaje de votos desde 1982, lo que habría de convertirlo en el de mayor respaldo en la historia de las elecciones competidas en el país.
A la mañana siguiente de la elección, el 2 de julio, y en los días posteriores, la prensa nacional consignó la magnitud del vuelco político.1 La prensa internacional tampoco fue ajena a la relevancia del resultado de las elecciones mexicanas.2
Con la elección de 2018 se producía en México la tercera alternancia en el gobierno de la república a lo largo de las dos décadas iniciales del siglo XXI, en las que se han celebrado cuatro elecciones presidenciales. En el año 2000, después de 70 años de hegemonía del PRI, ocurrió el primer cambio, hacia la centro-derecha, con el triunfo de Vicente Fox, postulado por el PAN; en 2012 se le dio una nueva oportunidad al PRI, y en 2018, con claridad, el electorado se decantó por la opción identificada con la reivindicación de la bandera de la igualdad social. En apenas 18 años el sistema electoral mexicano había permitido que todo el espectro político se hiciera con el Ejecutivo federal a través de vías institucionales y pacíficas.
Para estos comicios fueron convocados a las urnas 89.1 millones de mexicanos. Se elegían, además del Presidente de la República, 500 diputados federales y 128 senadores, ocho gobernadores, el titular de la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, 27 congresos locales –con 1 597 legisladores– y 1 601 alcaldías. Se trató del mayor ejercicio democrático de la historia nacional, pues nunca tal cantidad de electores había podido decidir tantos cargos de gobierno y de representación en una sola jornada. La autoridad encargada de organizar la votación –el INE– instaló 156 000 casillas en todo el territorio nacional, para lo que debió visitar en los meses previos a 12 millones de electores en sus domicilios (13% del padrón electoral nacional) a efecto de invitarlos a desempeñarse como funcionarios de casilla; luego capacitó a 2.9 millones y, finalmente, 908 000 ciudadanos se hicieron cargo de instalar las mesas directivas de casilla, recibir la votación de sus vecinos y contar el veredicto de las urnas. En total, acudieron a sufragar 56 millones de ciudadanos, lo que constituyó una participación de 64%. Los partidos políticos contaron con 600 000 representantes el día de la jornada electoral. Ocurrió, en suma, una enorme movilización protagonizada por millones de personas para definir el futuro político del país.
Además de generar la alternancia en el Ejecutivo federal, las elecciones de 2018 modificaron el mapa de la representación en el Congreso de la Unión. Mientras López Obrador obtuvo la Presidencia con 53% de los sufragios, hubo una mayoría aún más amplia, del 56%, que votó para el Congreso de la Unión por partidos distintos a los que conformaron la coalición Juntos Haremos Historia, encabezada por Morena. Fueron más los mexicanos que a través de su voto optaron por construir un contrapeso legislativo al actual titular del Ejecutivo (28.9 millones en la Cámara de Diputados y 28.5 millones al Senado) que aquellos que otorgaron su respaldo a la coalición ganadora en el Congreso (24.5 millones y 24.7 millones, respectivamente). Hubo más de cinco millones de votantes por López Obrador que, al mismo tiempo, sufragaron por partidos opositores en la Cámara de Diputados y el Senado.
No se ha dedicado análisis suficiente al hecho de que aun cuando los partidos de la coalición ganadora no reunieron la mayoría de votos al Congreso de la Unión, terminaron por contar con la mayoría de los asientos en ambas Cámaras. Ello permite que las iniciativas del presidente se aprueben sin necesidad de negociar con la oposición; es el caso, por ejemplo, de la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación.
El que exista mayoría en el Congreso sin haber cosechado la mayoría en las urnas implica que los partidos del gobierno estén sobrerrepresentados en el Poder Legislativo, mientras que la oposición esté subrepresentada; esto es, que se dé una disonancia entre la voluntad popular expresada a través del sufragio y el reflejo de ese mandato en la conformación del parlamento. O, para decirlo de forma más llana, la minoría de votos acabó convirtiéndose en mayoría parlamentaria y viceversa: la expresión mayoritaria de los ciudadanos terminó por ser minoría en el Congreso.
El porqué de esta alteración entre votos y escaños se explica, en la Cámara de Diputados, por dos razones: primera, porque la Constitución (artículo 54, párrafo V) permite una diferencia de hasta ocho puntos entre el porcentaje de diputados y el porcentaje de votos recibido y, segunda, porque los convenios de coalición dan pie –como se explica en el capítulo sobre resultados electorales de este libro– a que se vulnere el tope de 8% de sobrerrepresentación previsto en la carta magna. En el Senado, que se conforma por 96 senadores electos en las 32 entidades y 32 legisladores más de representación nacional, la fuerza política más votada en cada entidad federativa recibe dos de tres senadores (el 66.7%), lo que favorece la sobrerrepresentación del primer lugar en detrimento de la expresión de las minorías. La lista nacional atempera esa sobrerrepresentación, pero vulnera la esencia del pacto federal al desviar el propósito de que cada entidad federativa tenga el mismo número de senadores.
La última reforma sobre la conformación del Congreso de la Unión se hizo en 1996. Tras dos décadas de vida democrática, es pertinente retomar la propuesta que planteó de forma sistemática la izquierda para asegurar la mejor traducción de votos en escaños sin crear de forma artificial mayorías ni minorías parlamentarias, como ocurre en la LXIV Legislatura (2018-2021).
En los comicios locales celebrados en 2018, los significativos cambios políticos, fruto de la voluntad del sufragio, tampoco se hicieron esperar: de las nueve gubernaturas en juego en las entidades federativas, en siete triunfaron las oposiciones. El cambio también se expresó con contundencia a nivel municipal: en 970 ayuntamientos, de los 1 601 que se renovaron, ganaron candidatos opositores de distintos partidos.
Las elecciones de 2018 habían cumplido con su cometido más importante: permitir la renovación pacífica del poder político. Por la vía institucional la ciudadanía expresó mayoritariamente un voto de castigo, removió gobernantes y dibujó un nuevo mapa de la representación popular.
La posibilidad de acceder y salir del gobierno a través del mandato de las urnas venía siendo una realidad profundamente extendida y enraizada en el México contemporáneo: de las 32 entidades federativas, sólo en cinco no se habían dado cambios en el partido gobernante hasta antes de 2018, y en tres decenas de elecciones celebradas para renovar gubernaturas entre 2015 y 2018, en el 64% de los casos habían ganado candidatos postulados por partidos de oposición. En el ámbito municipal ocurría lo mismo: el índice de alternancia en los gobiernos se sitúa en seis de cada 10 en los últimos años.
Es así que el domingo 1º de julio de 2018 el resultado electoral no alumbró una desconocida realidad democrática: ésta ya estaba ahí para permitir alternancias que en el autoritarismo están vedadas, pues en México el sufragio libre decide el cambio de gobernantes y la formación de nuevas mayorías. Fue la preexistencia de normas e instituciones electorales democráticas lo que permitió el resultado electoral, y no al revés.
Reivindicar que México ya era una democracia desde antes de las elecciones de 2018 no es un prurito analítico ni una obcecación académica: se trata, por el contrario, de una definición política imprescindible para establecer un mínimo piso común que nos permita discutir nuestra historia reciente, con sus logros e insuficiencias y, sobre todo, el presente y el porvenir del país. Esta definición entiende a la democracia como una amplia construcción social, colectiva, no como una aparición debida a un resultado electoral específico, al mero triunfo de un actor político.
El reconocimiento de la realidad democrática también implica reivindicar conquistas y logros de muchos ciudadanos y organizaciones en múltiples frentes, que costaron esfuerzos de no pocos años para acotar al poder y trascender el sistema autoritario. Se hace cargo de un dilatado proceso histórico que comenzó, por lo menos, a partir del movimiento estudiantil de 1968 con un claro reclamo antiautoritario, que se aceleró a raíz de las movilizaciones sociales de los años setenta, se ahondó con la crisis económica de los ochenta y tuvo desde los noventa avances graduales, librados en gestas persistentes protagonizadas por ciudadanos y partidos políticos de izquierdas y derechas que permitieron la creación de un sistema plural de partidos para dejar atrás el régimen de partido hegemónico que pretendió encarnar y representar por sí solo a una sociedad diversa, compleja y plural.
La lucha por la democratización no fue sólo electoral: abarcó la ampliación de derechos y libertades básicos que hacen posible un ecosistema democrático, como son la libertad de expresión y de prensa, de reunión y organización, junto con otros de más reciente data, como el derecho a la información y la transparencia, así como la rendición de cuentas de los gobernantes.
La democratización permitió que sólo mediante el sufragio se llegara al poder y se saliera de él, pero también cambió de forma drástica cómo se está en él: se hizo efectiva la división de poderes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de manera tal que el hiperpresidencialismo de antaño dio lugar a un presidencialismo acotado; se multiplicaron los gobiernos locales y municipales emanados de diversas fuerzas políticas, por lo que el presidente de la república se vio forzado a coexistir y convivir con gobernantes que dejaron de ser sus subordinados. El presidente no fue más el gran elector, perdió la facultad metaconstitucional de designar a su sucesor, y su partido se volvió uno más entre la variedad de opciones políticas existentes. Con la democratización se crearon, asimismo, órganos autónomos a partir de los cuales funciones clave del Estado dejaron de estar controladas por el Ejecutivo; entre ellas, por ejemplo, la política monetaria, la vigilancia no jurisdiccional del respeto a los derechos humanos y la organización de las elecciones.
La prensa se hizo cada vez más plural y crítica, de modo que no hay una sola figura política que pueda gozar de la unanimidad y menos aún de la obediencia mediática. Por otra parte, incluso con los bajos niveles de asociación que se registran en la sociedad mexicana, las organizaciones civiles vinculadas a muy diversos temas –derechos humanos, igualdad de género, medio ambiente, transparencia y anticorrupción, entre muchos otros– han hecho visibles e infaltables sus agendas para el poder político, que encuentra desde la sociedad organizada un incesante monitoreo a la gestión de gobierno, legislativa y judicial.
Que el presidente se halle acotado por los poderes constitucionales, que cambie el gobierno a través de elecciones genuinas y competidas, implica un hecho histórico sin precedentes: nunca, en sus dos siglos de vida independiente, México había hilvanado dos décadas consecutivas de renovación plenamente democrática y pacífica del poder. Se escribe y se dice rápido, mas la propia excentricidad histórica del hecho daría para que fuera plenamente valorado: la democracia no ha sido el estado natural de cosas de la república, sino una lenta y frágil construcción, siempre en riesgo, que por tanto merecería ser justipreciada y protegida sin ambages.
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Afirmar que México ha vivido importantes logros democráticos no es una invitación a la autocomplacencia política o a la holgazanería intelectual. Al contrario, se trata de no olvidar y de mantenerse alertas: a las democracias –y la historia del siglo XX arroja ejemplos que erizan la piel– les acecha a la vuelta de la esquina, sobre todo en épocas de profunda insatisfacción social como la actual, el peligro de los retrocesos autoritarios. Reconocer los avances democráticos no implica hablar desde el conformismo, sino expresar en voz alta la preocupación: hay mucho que perder.
Y es que, en efecto, las conquistas de la agenda democratizadora en México se ven eclipsadas por la persistencia de los añejos problemas, como la pobreza masiva y la impresentable desigualdad social, a los que se añade el agravamiento de otros lastres, en especial el de la inseguridad pública, que hace del miedo y el hartazgo el estado anímico habitual entre la población.
La fragilidad de la democracia no es un asunto exclusivo de México. Al contrario, en la segunda década del siglo XXI se extiende a escala global una ola de erosión de los valores de la democracia y de resurgimiento de partidos, candidatos y gobiernos autoritarios, que incluso llegan al poder con amplio respaldo popular a través del voto. Los discursos nacionalistas, xenófobos, de desprecio a los derechos de la mujer y de las minorías, contrarios a las garantías individuales y proclives al uso de la violencia para dirimir conflictos y resolver problemas, reproducen sus adhesiones y ganan elecciones, lo mismo en Estados Unidos de América que en Brasil, Filipinas o Polonia, y crece el respaldo político al extremismo en Alemania, España, Francia, Italia, Grecia y el norte de Europa.
En México las elecciones están sirviendo para su propósito fundamental de permitir la renovación periódica y pacífica de los puestos de gobierno y de representación popular, pero los más diversos estudios de opinión confirman un bajo aprecio social por la democracia. Ello se explica porque la valoración de la democracia no se reduce al desempeño electoral. El estudio Latinobarómetro 2018 alerta que, si ya en América Latina el grado de satisfacción con la democracia es bajo (24%), en México es aún peor (16%). Nuestro país se encuentra en el tercio inferior de la región con respecto a la idea de que, a pesar de sus dificultades, la democracia es la mejor forma de gobierno, pues esa opinión la comparte el 65% de los latinoamericanos (81% en el caso de Colombia) y sólo el 55% de los mexicanos. Pero ello, a su vez, no puede disociarse de la evaluación que se hace de la situación económica: mientras que en América Latina 12% de la población considera que la situación económica actual de su país es buena o muy buena, sólo el 9% comparte ese punto de vista en México.3 Para decirlo en una nuez: los malos resultados económicos lastran el aprecio por la democracia.
En lo que va del siglo XXI la política formal y el desempeño económico en México no han generado sinergias positivas. Si bien ocurren una y otra vez fenómenos que sólo pueden suceder en democracia –como las alternancias, la existencia de «gobiernos divididos» o de Ejecutivos sin mayoría en el Legislativo–, que permiten la expresión plena de la división de poderes y confirman el estatus democrático del sistema político nacional, también han sido años marcados por el pobre desempeño económico y saldos negativos en materia de bienestar social.
La tasa media de crecimiento anual de la economía mexicana, con base en datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), resultó de apenas 1.9% entre 2000 y 2017, los años que van de la primera alternancia a la antesala de la elección de 2018. Pero si se considera a la población, el crecimiento per cápita al año es del 0.62%. En suma, desde el punto de vista del bienestar social, México tiene una economía prácticamente estancada.4
Por su parte, la población en situación de pobreza en el año 2000 representó el 53.6% del total y en 2016 –última medición oficial disponible– el 52.9%, pero como el número total de habitantes se incrementó, la cantidad de mexicanos en pobreza aumentó de 52.7 millones a 64.6 millones, de lo que se concluye que durante la democracia el país ha sumado al menos 12 millones de pobres.5
Tras dos décadas de contar con un sistema plural de partidos políticos y de que la alternancia en los distintos órdenes de gobierno haya cobrado carta de naturalidad, las condiciones de existencia de la mayoría de la población no han mejorado de manera significativa.
Ha cambiado la política de México, permitiendo la expresión formal de la pluralidad política real. Pero las condiciones estructurales sobre las que transcurre la vida de millones de mexicanos no se han modificado. Las expectativas que despertó la democratización no se han colmado y, por el contrario, se deteriora la confianza en partidos, congresos, políticos e instituciones públicas.
Ahora bien, reconocer todo lo que la democracia no ha dado o no ha resuelto para las mayorías, ¿puede dar pie a conceder que hemos tenido una mera «democracia electoral» en demérito del empeño por edificar una «democracia sustantiva»? Más aún, ¿hay ciertos mecanismos y procedimientos legales de la «democracia formal» realmente existente que deberían trascenderse para poder avanzar hacia una deseable «democracia social»? Mi respuesta es clara: no hay atajos legítimos en la búsqueda de la equidad social que prescindan de las libertades y derechos que son inherentes a un sistema político democrático.
Para argumentar mi disenso, desde una perspectiva de izquierda democrática, respecto a la minusvaloración de los avances políticos conseguidos por México, me auxilio de los argumentos del filósofo Carlos Pereyra, cuya elaboración intelectual sobre la democracia hace que su obra, como ocurre con los clásicos, sea más que pertinente para intentar comprender los desafíos y las insuficiencias de la democracia en nuestros días. La crisis de las democracias puede entrañar y explicarse también por una crisis en la reflexión que implica la carencia de una idea mínimamente compartida sobre qué es, para empezar, la democracia.
En diversos ensayos escritos mucho antes de que la transición concluyera, reunidos en un volumen titulado Sobre la democracia,6 Pereyra define que la democracia siempre y necesariamente ha de ser: política, formal, representativa y pluralista. En los años ochenta del siglo pasado, Pereyra debatía con y desde la izquierda, con la convicción de que no debía caerse en el engaño conceptual de la «democracia burguesa», pues en realidad las conquistas democráticas «desde el sufragio universal hasta el conjunto de libertades políticas y derechos sociales han sido resultado de la lucha de clases», reivindicando que «las clases dominadas han sido la fuerza motriz de la democratización».7 Es decir que la democracia históricamente se nutrió por la movilización popular y que debe ser una causa irrenunciable de la izquierda.
Para nuestro autor, la democracia «es una forma de relación política que vale en y por sí misma».8 Ahora bien, al subrayar la característica política de la democracia (en contraposición con la idea de «democracia social»), Pereyra no descuida ni por un instante la propia cuestión social:
En nuestros países la realidad está marcada por la miseria de muchos. Millones de personas viven su existencia toda en medio de la presencia dramática del hambre y la desnutrición, sin empleo regular, al margen de las instituciones de salud, sin acceso a vivienda, con mínimos servicios de agua, drenaje, luz, etcétera; sin posibilidad de ir, en el mejor de los casos, más allá de los niveles básicos de escolaridad que apenas permiten mal insertarse en el tejido laboral.9
A partir de ahí entiende, sin justificar, que las izquierdas lleguen a ver que «la democracia desempeña un papel de segundo orden, pues resulta prioritario luchar por un orden que garantice igualdad y justicia social»,10 pero de inmediato advierte sobre las implicaciones negativas de hacer a un lado la característica formal de la democracia: «La sustitución de la democracia formal representativa por la democracia sustancial directa ha sido un juego de palabras para ignorar el pluripartidismo, autonomía de las organizaciones sociales, libre difusión de ideas e información, libertades políticas, garantías individuales, es decir, el contenido efectivo de la democracia, cuya realidad no desaparece porque se le llame formal».11 Es un hecho histórico comprobado que el «igualitarismo prescinde sin dificultad de la democracia».12 Por eso, desprenderse de la democracia formal implica deshacerse de la democracia toda.
De acuerdo con Pereyra, la democracia en las sociedades contemporáneas de manera obligada tiene que ser representativa: «en ningún caso los avances en la democracia directa […] eliminan la necesidad de pugnar por una sólida democracia política (formal y representativa)».13 Y añade: «Las cuestiones puntuales, locales e inmediatas que están en juego en los mecanismos de la democracia social directa, pertenecen a un orden de problemas que no incluye, ni puede incluir, cuestiones sustantivas sobre el funcionamiento global de la sociedad y el Estado».14 Es más: «Rechazar formas democrático-representativas en nombre de quién sabe qué democracia directa significa rechazar la democracia sin más y optar por mecanismos que no pueden sino generar caudillismo, clientelismo, paternalismo, intolerancia, etcétera».15 Por ello, sostiene enfático: «La democracia es siempre democracia representativa».16
Pereyra alertaba a la izquierda, dada la experiencia autoritaria del mal llamado socialismo real («desde los procesos de Moscú en los años treinta hasta el aplastamiento de la movilización obrera en Polonia a comienzos de los ochenta»), sobre «los riesgos inherentes al desprecio de la democracia formal».17 Y aquí cobra plena relevancia el pluralismo: «Con base en dicotomías confusas como democracia formal/democracia sustancial se tendió a dejar de lado el asunto central de las libertades políticas y el tema no menos fundamental del pluralismo».18 Éste es clave porque Pereyra tenía «la convicción de que no importa cuál partido gobierne, en ningún caso puede garantizar la inclusión de todos los intereses, aspiraciones y proyectos sociales».19 Más aún en las sociedades masivas y complejas: «Es inconcebible la homogeneidad absoluta. Es obligado reconocer la presencia del otro, es decir, de otro con intereses particulares, con proyectos específicos. La democracia opera como el único régimen político que no supone la supresión del otro».20 De ahí su tesis: «La democracia es siempre democracia pluralista».21
Ahora que se minusvalora la «democracia electoral» –como si pudiera haber una democracia que no fuera necesariamente electoral, aunque no sólo eso–, conviene subrayar lo que sostenía Pereyra: «Ninguna democracia sustancial es posible sin el respeto riguroso a los mecanismos de la democracia formal».22
La lucha por una sociedad más justa es una lucha democrática, pero prescindir de la representación formal del pluralismo político de la sociedad puede cancelar ese anhelo de justicia, hoy como ayer.
He acudido a un intelectual riguroso de la izquierda mexicana para subrayar que en México ha habido una consistente tradición democrática desde la izquierda, incluso años antes de la caída del Muro de Berlín. La izquierda no sólo aportó partidos y movilizaciones a la democratización mexicana, sino también ideales de libertad y compromisos con la legalidad. Carlos Pereyra y muchos otros intelectuales y compañeros insistieron en que la legítima aspiración de justicia social no puede separarse de la causa de la libertad. Pereyra formuló sus tesis cuando la posibilidad de que la izquierda mexicana llegara al gobierno era remota, pero desde entonces subrayó que debería ser por la vía pacífica y democrática como se diera el cambio político, y desde temprano advirtió que la izquierda no puede despreciar desde el poder el pluralismo y las libertades, a riesgo de volverse autoritaria, como ocurrió en distintos países en el siglo XX.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde que Pereyra escribió, y tanto los acontecimientos históricos como rigurosas elaboraciones conceptuales en el campo de la filosofía, la ciencia política y el derecho –por ejemplo, las desarrolladas por la Escuela de Turín– le han dado la razón y confirman que la democracia, más que un mero procedimiento, es todo un marco de garantías de derechos.
Más aún, hoy se entiende que la democracia es el único sistema que puede garantizar tanto las libertades como los derechos sociales. Lo dice con claridad Luigi Ferrajoli en La ley del más débil, cuando apunta:
… los derechos fundamentales se configuran como otros tantos vínculos sustanciales impuestos a la democracia política: vínculos negativos, generados por los derechos de libertad que ninguna mayoría puede violar; vínculos positivos, generados por los derechos sociales que ninguna mayoría puede dejar de satisfacer. […] Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede legítimamente decidir la violación de un derecho de libertad o no decidir la satisfacción de un derecho social.23
Así que «democracia formal» y «democracia sustantiva» no sólo están muy lejos de contraponerse o resultar escindibles, sino que constituyen partes inseparables de un mismo sistema político. Los derechos fundamentales, todos, forman parte de un solo bloque indivisible de derechos: la búsqueda de los derechos sociales no puede hacerse a costa de los derechos de la libertad, ni viceversa. México mantiene sin resolver el viejo reto de hacer efectivos los derechos sociales, pero ahora sin sacrificar las conquistas que hacen efectivos los derechos políticos.
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Este libro tiene el propósito de explicar, sin rehuir el debate, cómo fue posible, en un contexto marcado por la desconfianza hacia las instituciones públicas y de bajo aprecio por la democracia, llevar a buen puerto las elecciones de 2018. Busca documentar, en sus distintos capítulos, que México contaba con un sistema electoral que hacía posible el irrestricto respeto al sufragio además de ofrecer una base de equidad en la contienda para que los comicios fueran tan legales como competidos y genuinos.
Alimentada por la inteligencia de la Ilustración, la Constitución mexicana tiene una certera definición del criterio que debe orientar la educación en México, que se basará «en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios». Ojalá que nuestra deliberación pública siguiera esa prescripción: sin extremismos ni juicios sumarios; que, en cambio, buscara la objetividad al verificar hechos y datos; en donde lo habitual fuese rebatir las ideas que no se comparten, en vez de combatir a las personas que las expresan. Ése es el ánimo del que quiere contagiarse este libro: ofrecer argumentos que se basen en cifras siempre constatables, poner sobre la mesa explicaciones que puedan, si no compartirse, sí comprobarse.
De alguna manera, este texto trata también de ser un desmentido a la noción, tantas veces reiterada, de que aún era posible que ocurriera una elección controlada por el gobierno o incluso que se diera un fraude electoral, y refuta a quienes reconocen la limpieza de la elección sólo porque los resultados coincidieron con sus preferencias políticas. Este libro sale al paso de la posverdad –entendida como la propagación de versiones falsas que se magnifican en las redes sociales–,24 para lo cual se sustenta en hechos y datos verificables sobre el sistema electoral mexicano. En este sentido, se hace aquí un recuento de las garantías de imparcialidad, independencia y legalidad en cada tramo de la organización y desahogo de las elecciones, atributos que es indispensable defender y mantener para que el poder se siga renovando de forma democrática.
El primer capítulo presenta los resultados de las elecciones de 2018 y recupera los resultados de comicios previos, con el propósito de documentar cómo desde hace años el voto libre y una cada vez mayor competencia electoral cambiaron el mapa del poder y de la representación política, tanto a escala nacional como en las entidades federativas y en el plano de los municipios, con lo que se ha generado una auténtica era política caracterizada por las alternancias.
El segundo capítulo explica cómo se organizan las elecciones, de qué manera la presencia de una autoridad electoral que cuenta con un sólido servicio civil de carrera –el Servicio Profesional Electoral Nacional– se conjuga con la actuación de consejeros electorales en 300 consejos distritales y 32 consejos locales, en los que se toman las decisiones clave: desde la ubicación de cada lugar de votación hasta la conformación de las mesas directivas de casilla por ciudadanos que serán los responsables, en la jornada electoral, de contar los votos y elaborar las actas de escrutinio y cómputo, que son el documento legal a partir del que se construye el resultado de cada elección. Se describen, también, los múltiples candados de seguridad que se han establecido para garantizar el voto secreto y que un ciudadano solamente pueda emitir un sufragio por cada cargo de elección. Además, muestra cuál es el papel que le corresponde al INE –a diferencia del que en su momento tuvo el Instituto Federal Electoral, IFE– tras la reforma electoral de 2014, en la organización de las elecciones locales.
La base de toda elección confiable pasa por tener un padrón confiable. En México el censo electoral no es controlado por el gobierno, sino que lo elabora el INE bajo la supervisión permanente de todos los partidos políticos. Además de confeccionar y actualizar el padrón electoral, que ya alberga a nueve decenas de millones de ciudadanos, el INE está a cargo de diseñar la geografía político-electoral a fin de permitir que la representación de los habitantes del país no esté distorsionada ni diseñada para favorecer intereses partidistas. El tercer capítulo se dedica, así, al padrón y la distritación.
Las horas que siguen al fin de una votación son claves para la credibilidad de todo el proceso. México vivió en 1988 la traumática experiencia de la «caída del sistema» que interrumpió la emisión de resultados oficiales, así que las normas e instituciones electorales de la democracia se han propuesto ofrecer información oportuna, precisa y verificable de las preferencias de la ciudadanía la misma noche de la jornada electoral. Cómo operan los conteos rápidos y el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) es el propósito del capítulo cuarto, que también explica cómo se realizan los cómputos distritales y de qué manera se hacen los recuentos de votos a partir de los cuales se conforman los resultados finales de los comicios.
México permite el ejercicio del sufragio para los connacionales que viven fuera del territorio nacional. La primera vez que se votó desde el exterior fue en 2006, y tras la experiencia de 2012 se aprobó, en la reforma electoral de 2014, que el INE emitiera la credencial para votar con fotografía para los mexicanos residentes en el extranjero. Gracias a ello, el número de votos desde el exterior se ha triplicado. Cómo se vota desde el exterior y cuáles son los retos para fomentar una mayor participación de los compatriotas que viven fuera del país es la materia del quinto capítulo.
No hay democracia sin partidos políticos. México cuenta con un sistema de partidos abierto, al que pueden llegar nuevas organizaciones y del que también pueden salir aquellas fuerzas que no tienen un respaldo mínimo de la ciudadanía. Merced a ese diseño, un partido político que no existía un lustro atrás –Morena– se hizo con la victoria en la elección de 2018. El nacimiento, muerte e incluso la resurrección de los partidos políticos son los temas del capítulo sexto.
A partir de 2014, la Constitución y las leyes electorales hicieron posible que se presentaran candidaturas independientes para competir por cargos de elección popular. Hasta entonces, la postulación de candidatos había sido un monopolio de los partidos políticos. El auge de las candidaturas independientes, que inyectaron aire fresco a la competencia electoral, se hizo patente en 2018. El séptimo capítulo se hace cargo de las tareas de registro de las candidaturas independientes, examina hasta dónde hubo una renovación de las prácticas políticas, dando cuenta puntual de los intentos de fraude en la presentación de apoyos ciudadanos en que incurrieron distintos aspirantes a una postulación por la vía independiente, y refiere cómo les fue a los distintos candidatos sin partido al pasar por el tamiz de las urnas.
No hay política contemporánea sin el concurso de los medios de comunicación de masas, cuya importancia en la cobertura de los procesos electorales resulta innegable. México cuenta con un modelo de comunicación política que permite el acceso de partidos y candidatos a la radio y la televisión de forma gratuita, con cargo a los tiempos del Estado, y que prohíbe la compra de publicidad política en esos medios electrónicos para evitar que las preferencias de los concesionarios y el encarecimiento de la contratación de espacios incidan en la equidad de la contienda. A la par, la ley electoral dispone que el INE realice un monitoreo de la cobertura de los noticiarios sobre las campañas, a efecto de crear un contexto de exigencia con información pública acerca del trabajo de los medios. Ese monitoreo es realizado por la Universidad Nacional Autónoma de México. El capítulo octavo explica de qué manera se regulan los medios en los procesos electorales y cómo hay un trato cada vez más parejo a las distintas opciones electorales por parte de la prensa.
Junto con las elecciones competidas llegaron los debates entre candidatos. En México la historia de los debates se remonta a 1994, pero en 2018 se vivió el ejercicio más frecuente de estos encuentros entre candidatos, pues se celebraron tres debates presidenciales. Fue importante trascender la rigidez de anteriores debates y permitir que los moderadores interpelaran y cuestionaran a los candidatos. Contar cuáles fueron las novedades de los debates y cómo se planearon es la intención del noveno capítulo.
Dinero y política conforman una tensa e ineludible relación en toda democracia. Partidos y candidatos requieren recursos económicos para desplegar sus tareas y campañas, pero el dinero puede ser disruptivo del propio proceso democrático si genera asimetrías en las condiciones de la competencia electoral. Además, no hay donaciones privadas desinteresadas a los actores políticos, y distintas democracias contemporáneas se han visto manchadas y debilitadas por escándalos de financiamiento político irregular. México cuenta con una legislación avanzada, incluso en la comparación internacional, para regular el financiamiento a la política, poniendo énfasis en los recursos de origen público y en una distribución que genera un piso de equidad, además de que contempla obligaciones de rendición de cuentas de los actores políticos que son de las más rigurosas del orbe. Aun así, el tema del dinero se ha vuelto la manzana de la discordia en los procesos electorales e incluso la Constitución señala que el gasto excesivo en una campaña puede dar lugar a la nulidad de una elección. A explicar mitos y realidades de la relación entre dinero y política en México se aboca el capítulo décimo.
La existencia de tribunales especializados en la materia electoral permitió dejar atrás una época en la que los actores políticos eran juez y parte en las elecciones, pues hasta 1994 la calificación de la elección presidencial quedaba a cargo de la Cámara de Diputados. Ahora esa tarea está en manos de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Junto con la loable creación de la justicia electoral, también se ha dado una sobrerregulación del sistema electoral mexicano, que ha producido una abultada litigiosidad alrededor de los comicios. El capítulo decimoprimero se ocupa de explicar críticamente cómo funciona la justicia electoral y de qué manera se multiplican los litigios e impugnaciones electorales.
Con la reforma electoral de 2014 se dieron al INE atribuciones que antes correspondían a las autoridades electorales locales. Se trató de una reforma que respondió a una lógica centrípeta y centralista. Desde entonces gravita en el ambiente la idea de desaparecer a las autoridades locales. A explicar en qué consistió el cambio en las atribuciones de la autoridad nacional y las locales, así como a defender que el desarrollo del federalismo y de la democracia pasen por el fortalecimiento de las instituciones de las entidades de la república y no por su amputación, se destina el capítulo final de este volumen.
Por último, se presenta un breve epílogo, escrito a partir de las preocupaciones sobre el porvenir del sistema electoral y de la democracia mexicana. Una democracia que sigue estando a prueba.
No está de más reconocer que estas páginas son una no disimulada defensa del honesto trabajo de miles de funcionarios públicos que laboran en el INE, pero también de los millones de personas que con su participación hicieron posible el proceso que produjo en un día el ejercicio democrático más amplio de la historia del país: los capacitadores y supervisores electorales, así como los funcionarios de casilla, ciudadanos de a pie, vecinos de los votantes, que voluntariamente se asumieron como autoridades electorales e hicieron posible el 1º de julio de 2018 una jornada abrumadoramente pacífica, una demostración de civismo y compromiso democrático.
Este libro es fruto de incontables jornadas de reflexión y trabajo en el INE, donde fui designado consejero electoral del Consejo General por un periodo de nueve años en abril de 2014. Los capítulos que conforman este volumen se nutrieron de la conversación con quienes han sido en distintos momentos mis colaboradores en el Instituto –Fernando Arruti Hernández, Elena Cruz Sauza, Rosa Gómez Tovar, Maribel Martínez González, Farah Munayer Sandoval, Gonzalo Olivares de la Paz, Ángeles Plascencia Acosta y Bárbara Torres Méndez–, quienes participaron en la elaboración de los primeros borradores y a quienes se otorga el respectivo y merecido crédito en cada texto. A ellos, mi reconocimiento profesional como servidores públicos ejemplares y mi inagotable agradecimiento personal por su apoyo, dedicación y paciencia. Hay una ausencia presente en estas páginas: Adolfo Sánchez Rebolledo (1942-2016), lúcido e íntegro intelectual de la izquierda mexicana, quien me obsequió, en los primeros años de mi responsabilidad en el INE, ricas conversaciones y valiosos consejos con su profundo conocimiento sobre la democracia y los problemas de México. Mi agradecimiento también para Bertha Trejo Delarbre, por su profesional y esmerado trabajo en la revisión del manuscrito de este libro. Asumo en lo individual, eso sí, la responsabilidad por entero en las tesis y afirmaciones que aparecen en estas páginas. Para sustentarlas, el libro se nutre de la amplia información pública que hay sobre las elecciones y la manera como se toman las decisiones en el INE; con ese propósito, he recurrido a datos que son públicos y verificables, evitando que éste sea un libro de memorias o de anécdotas personales privadas. He querido ofrecer un conjunto de ensayos políticos sobre los temas más relevantes de la vida electoral del país y acerca de las causas con las que me siento tan identificado como comprometido.
De la experiencia de laborar en el INE y de las horas que dediqué a escribir estas páginas sólo hay algo que lamento: el tiempo que hurté a la compañía de Marta, María y Julia, pues son ellas quienes dan sentido a lo que hago y a lo que soy.
CMR
Coyoacán, marzo de 2019