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Capítulo cinco

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Después de hablar con Fitz, Harper regresó a la redacción para actualizar su artículo y ponerse con las llamadas. La historia avanzaba con rapidez. A mediodía, la policía identificó oficialmente a Wilson Shepherd como sospechoso a la fuga. Durante una conferencia de prensa convocada a prisa y corriendo, el jefe de policía lo describió como «armado y peligroso». En un mensaje expresamente dirigido a las cámaras de televisión, el jefe pidió a Wilson que se entregara.

—Hazlo por tu familia —dijo el jefe, serio—. No es necesario que nadie más salga mal parado.

Con los canales de televisión dando la noticia a bombo y platillo, llegaron varios informes falsos de avistamiento del sospechoso por toda la ciudad; pero a las ocho de la tarde, cuando las cosas parecían haberse calmado un poco, su paradero seguía siendo un misterio.

Todavía quedaban cuatro horas para el cierre de edición del periódico, pero Harper ya había hecho todo lo que podía hasta el momento. Había trabajado once horas seguidas, apenas había dormido, y el agotamiento más absoluto estaba pasándole factura. Se estiró intentando deshacer las contracturas de su espalda y echó un vistazo a su alrededor, soñolienta. La sala de redacción se había ido vaciando sin que se diera cuenta. A través de los ventanales, los últimos rayos de sol se iban tiñendo de rosa y dorado cuando echó un ojo, arqueando una ceja, a su reloj de pulsera. Había estado tan liada que no había tenido tiempo siquiera de llamar a Bonnie para ver cómo estaba. Cogió el teléfono; Bonnie contestó al primer tono.

—¡Harper! Te escabulliste mientras dormía, como un lío de una noche.

—Hola. —Harper se esforzó por contener un bostezo—. Necesitabas dormir.

—Si me hubieras despertado, te habría dado las gracias por cuidar de mí —dijo Bonnie—. Siento haber perdido el control de esa manera mientras hacías tu trabajo.

—No hay problema. Fue todo un shock verla allí.

—Todavía no me lo creo. —El tono de Bonnie era serio.

Harper detestaba ser portadora de más malas noticias, pero tenía que saberlo.

—¿Has estado siguiendo el caso? ¿Estás al tanto de lo que está ocurriendo?

—Me he enterado de lo de Wilson, si es a eso a lo que te refieres. —Bonnie dio un profundo suspiro—. No tiene sentido, Harper, es un tío supermajo.

Harper hizo un gesto despreciativo.

—Los tíos supermajos también matan a la gente.

La forma en que lo dijo sonó más áspera de lo que pretendía.

—Lo siento —continuó, presa de un súbito arrepentimiento—. Ha sido un día muy largo.

—Me lo imagino —dijo Bonnie—. Mira, Fitz va a cerrar el bar durante un par de días, así que aquí estoy para lo que necesites.

—Hoy he hablado con él —le contó Harper—. Estaba muy borracho.

—Ya… —suspiró Bonnie—. Eso me pareció cuando me llamó. No le culpo. A mí tampoco me importaría estar borracha ahora mismo. Me encantaría comprender qué demonios hacía Naomi en River Street. Cuando se marchó del bar, dijo que se iba a casa. Llevo todo el día dándole vueltas. La forma en que se marchó, como si tuviera muchísima prisa, como si fuese a llegar tarde a algún sitio. ¿A qué estaría llegando tarde en mitad de la noche?

Eso sonaba muy parecido a la historia que le había contado Fitz acerca de aquella otra noche en la que Naomi también se había marchado a toda prisa.

Harper se irguió.

—¿Te dijo algo cuando se marchó? ¿Iba a quedar con Wilson Shepherd?

—Todo lo que dijo fue que tenía que marcharse de inmediato, que le había surgido algo. Insistía mucho en la urgencia de la situación. —Hizo una pausa—. Lo único es que, ahora que lo pienso, me pareció que…, no sé. Como que algo no encajaba.

—¿A qué te refieres? —Harper tomó un bolígrafo.

—Estoy haciendo memoria y ahora sé lo que pasó a continuación —señaló Bonnie—. Parecía asustada, como aparentando que todo iba bien cuando en realidad estaba bastante alterada. Como si le tuviera miedo a algo.

Aquellas palabras le recordaban a la historia de Fitz, punto por punto.

—Lo cierto es que Fitz me ha contado algo parecido hoy. La misma historia. Naomi largándose en mitad de una noche con el bar a tope, sin avisar, asustada. Me dijo que había ocurrido hace unas semanas. ¿Lo recuerdas?

—No —Bonnie sonaba sorprendida—. Debió de ser en una de mis noches libres. Ni me lo mencionó.

—Me dijo que después de aquella noche casi se le olvidó todo el asunto, pero algo debía de estar ocurriendo en la vida de Naomi. Alguien la tenía aterrorizada hasta tal punto que no compartió su miedo con nadie.

Harper hizo una pausa mientras mantenía el bolígrafo suspendido sobre una hoja de papel en blanco.

—¿Alguna vez te dijo que Wilson le diera miedo? ¿Se peleaban?

—Nunca me comentó nada de eso —dijo Bonnie—. Siempre he pensado que eran felices, pero, tal y como le dije anoche a la detective, últimamente no he visto mucho a Wilson. Pensaba que se estaban dando un tiempo, porque las clases y el trabajo la tenían superocupada.

—Puede que Wilson no quisiera darse un tiempo —puntualizó Harper.

—¿Crees que podía estar tan enloquecido ante la posibilidad de una ruptura como para matar a la chica que amaba? —Bonnie se mostraba bastante escéptica.

—Tampoco sería la primera vez.

—Es que no me lo creo —añadió Bonnie—. No es ese tipo de tío.

—Todos lo pueden ser.

—Madre mía, Harper. Mira que eres desconfiada —la reprendió Bonnie—. Esa es la razón por la que no tienes novio.

—No, es la razón por la que sigo con vida —respondió Harper sin perder comba.

Mientras hablaba, escribió una única palabra en su libreta y la subrayó: Móvil.

—La cuestión es la siguiente: si Wilson es inocente, ¿quién lo hizo? —preguntó—. Porque es imposible que estuviera metida en líos de drogas o bandas, ¿no?

Bonnie soltó una carcajada ronca.

—Ni de broma, Harper, qué va. Naomi era una niña buena. Apenas conseguía liarla muy de vez en cuando para que se tomara una cerveza.

Tras dejar el bolígrafo, Harper se pasó la mano por la frente. Nada tenía sentido. Las niñas buenas no van a River Street a las dos de mañana para que les peguen dos tiros. Lo que cada vez estaba más claro era que Naomi tenía secretos: sabía guardarlos muy bien y, por algún motivo, la habían matado por ellos.

—Mira —dijo Harper—, si se te ocurre alguna cosa más, me llamas.

—Lo haré —le prometió Bonnie, y añadió por los pelos—: Dios mío, casi me olvido de decírtelo. He ido a ver al padre de Naomi. Quiere hablar contigo.

A Harper casi se le cae el teléfono de las manos.

—¿Que has visto a su padre? Llevo todo el día intentando contactar con él por teléfono. Todos los periodistas de la ciudad quieren hablar con él.

—Ya, bueno, es que fui a su casa a darle mis condolencias. No había manera de que me cogiera el teléfono —dijo Bonnie—. Su dirección estaba entre los papeles del bar; a Naomi todavía le enviaban las nóminas a casa de su padre. Me dijo que había apagado el teléfono porque no dejaba de sonar.

Harper no sabía si reír o llorar. Había intentado sin éxito hablar con Jerrod Scott durante todo el día, cinco veces por lo menos, y Bonnie solo había tenido que ir hasta su casa.

—¿Qué te ha dicho? ¿Que quiere hablar conmigo? —No podía contener el entusiasmo que denotaba su voz.

—Sí. Está muy disgustado con todo el tema de Wilson —dijo Bonnie—. Dice que es imposible que esté implicado, pero que la policía no le hace ni caso. Le he dicho que debería hablar contigo y le he dado tu número, espero que no te importe.

Harper le habría estampado un beso en la cara. Le acababa de servir la entrevista del momento en una bandeja de plata.

Cuando colgó el teléfono, Harper se puso de pie. Hacía ya doce horas que no comía nada más sustancioso que una barrita energética y notaba el estómago vacío. Después de meter el detector y el teléfono en el bolso, cruzó la sala de redacción vacía. Baxter seguía en su mesa, tecleando con furia y con el ceño fruncido a causa de la concentración. Dells, por fin, se había ido a casa hacía un par de horas.

—Voy a por algo de comer —anunció Harper—. Parece que todo está más tranquilo ahora.

—Por una vez en la vida, ¿podrías no apagar el teléfono? —El tono de Baxter era de irritación—. Te juro que me encargaré yo misma de despedirte si no puedo localizarte.

—Siempre tienes palabras bonitas para mí —dijo Harper mientras se dirigía hacia la puerta.

No tenía ningún sentido ponerse a discutir. Ambas sabían que Harper mantendría todos los dispositivos encendidos esa noche. El guarda la miró sin interés mientras presionaba el botón que abría las puertas dobles de cristal de acceso al edificio y se adentraba en la noche. Fuera, el húmedo aire del atardecer la golpeó como un puñetazo mullido y cálido. Incluso a aquella hora no hacía ni una pizca de fresco. La noche casi no había mitigado el calor. Por fin las calles estaban tranquilas. El aire transportaba el lejano sonido de la música procedente de alguno de los bares de River Street, que a aquella hora estaban llenos de gente cuyas noches se centraban en asuntos que nada tenían que ver con asesinos.

Harper había aparcado su viejo Camaro rojo enfrente del edificio del periódico; cuando lo arrancó, el motor emitió un agradable ronroneo. El coche tenía casi doscientos mil kilómetros a sus espaldas, pero Harper lo mantenía en perfectas condiciones. Amaba un puñado de cosas en este mundo, y una de ellas era su coche. Mientras conducía mantuvo la ventanilla bajada con la esperanza de que el aire fresco la reanimara. El detector, que había colocado en una sujeción en el salpicadero, no paraba de lanzar zumbidos y crujidos como resultado del fluir constante de información. Su mente procesaba lo que escuchaba más allá del ruido, atenta a cualquier detalle acerca del paradero de Wilson Shepherd. Después de tantos años escuchándolo sin parar, era capaz de interpretar los códigos que utilizaba la policía de manera automática.

—Unidad 498 —dijo una voz.

Un segundo después respondió la centralita.

—Adelante, Unidad 498.

—Aquí Unidad 498, tenemos un Código 5 en Veterans.

«Código 5 = accidente de coche», tradujo Harper para sí misma.

—Todos parecen bastante hechos polvo —dijo el policía con una lenta y profunda dicción sureña—. Mejor envíen un Código 10 para comprobar que todos están bien.

Un Código 10 era una ambulancia; Harper aguzó el oído durante un minuto, pero la voz no volvió a escucharse pidiendo refuerzos. Estaba hambrienta y cansada, y no estaba por la labor de acercarse hasta allí para ver un montón de chatarra y gente histérica. Necesitaba algo más que aquello.

—Muerte y destrucción —murmuró para sí misma mientras maniobraba para entrar en un hueco del aparcamiento del restaurante veinticuatro horas Eddie’s—. No muevo un dedo por nada menos importante.

Cuando atravesó la puerta, una campanilla anunció con alegría su presencia, pero el tintineo quedó ahogado por la música de los Everly Brothers, que sonaba a todo volumen. Eddie’s era un restaurante retro amueblado con mesas cromadas de banco corrido y vinilo, y camareras con el pelo recogido en simpáticas coletas y ataviadas con blusas de cuello alto y vaqueros ajustados. Harper le hizo una seña a una de ellas, que se acercó dando saltitos, con su melena oscura y ondeante.

—¿Mesa para uno?

Sus ojos brillantes echaron un vistazo al rostro de Harper y chispearon compasión. De repente, Harper se dio cuenta de que debía de tener un aspecto horrible. No se había preocupado de peinarse desde que había salido de casa aquella mañana. La camarera era joven; su carmín escarlata lucía irritantemente perfecto, cómo no. Aquella chica todavía no tenía ni idea de lo duro que podía ser un día.

—Quiero comida para llevar —le dijo Harper—. Un sándwich de pavo sin mayonesa y patatas fritas. ¡Ah! Y el café más grande que tengáis, todo lo cargado que pueda ser.

—Eso está hecho. —Sacó un bolígrafo de detrás de la oreja y garabateó el pedido en un pedazo de papel.

—Tome asiento —dijo canturreando—. La comida estará lista en un pispás.

Cuando desapareció en el interior de la cocina, Harper se sentó en un banco acolchado junto a la puerta. El restaurante estaba casi vacío; la música sonaba a semejante volumen para nadie. El banco no era especialmente cómodo, pero, a esas alturas, podría haber dormido en mitad de la autopista en hora punta. Se recostó contra la pared y de vez en cuando se le cerraban los ojos. Incluso le daba la impresión de que sus manos eran más pesadas. Como notaba que estaba a punto de quedarse dormida, se irguió en su asiento. Ocupada, tenía que mantenerse ocupada. Sacó el detector del bolso, conectó los auriculares y subió el volumen lo suficiente como para escuchar lo que se decía por encima de la música. La cháchara habitual llenó su cabeza y se obligó a prestarle atención. Estaba ya medio dormida cuando una voz de mujer dijo:

—Unidad 364.

—Adelante, Unidad 364 —respondió la voz nítida de la operadora.

—Alerta 25 en el bloque 34000 de Abercorn Street. Hemos localizado una camioneta Ford blanca, atentos a la matrícula.

«Alerta 25», pensó Harper, distante, mientras se le cerraban los ojos. «Control de tráfico».

Otras voces iban y venían. Entonces, sin previo aviso, la voz de la mujer se escuchó de nuevo, sin aliento y más aguda, las palabras le salían a borbotones.

—Necesitamos refuerzos en Abercorn Street. Rápido. Tenemos al sospechoso del tiroteo de River Street en una camioneta Ford. Está armado.

Un bonito cadáver

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