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Capítulo tres

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Cinco horas más tarde, Harper entró en la oficina del periódico con un café solo gigante en la mano, deslumbrada por la luz del sol que atravesaba como una riada los altos ventanales. Después de salir de la comisaría, pudo aprovechar unas pocas horas de descanso en la habitación de invitados de color rosa chillón de Bonnie. Sin embargo, sentía como si no hubiera dormido nada en absoluto, porque se escabulló pronto por la mañana y se fue a casa para darse una ducha y cambiarse de ropa antes de ir a trabajar.

La sala de redacción era un hervidero; había doce periodistas y varios editores tecleando, todos hablando al mismo tiempo.

Con su aspecto de madriguera laberíntica, llena de pasillos y escaleras estrechas, el desproporcionado edificio centenario fue diseñado para ser más bien una pensión y no la oficina de un periódico, pero, a pesar de su estado deteriorado, tenía algo de grandioso. Esto se evidenciaba sobre todo en la sala de redacción, con sus imponentes columnas blancas y sus enormes ventanales con vistas al río.

Las mesas de los periodistas estaban dispuestas en hileras, encabezadas por las tres mesas de los editores, situadas en el extremo más alejado de la sala. Detrás de ellas, se encontraba el despacho de paredes acristaladas del director del periódico, Paul Dells. La mesa de Harper se hallaba hacia la mitad de la hilera más próxima a las ventanas. Había logrado establecerse en esa ubicación privilegiada después de que la última ronda de despidos se deshiciera de muchos de los reporteros senior del periódico hacía dos años y de que la sala de redacción se quedara medio vacía.

Tan pronto como puso su café sobre la mesa, D. J. Gonzales giró en su silla de escritorio y la encaró. El cabello negro y ondulado de su compañero se veía más rebelde de lo normal.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —le preguntó de manera acusadora—. Pensaba que te abrasabas si te daba la luz del sol.

—No soy un vampiro, D. J. —respondió, dejándose caer sobre su silla—. Trabajo de noche. Ya hemos hablado de esto.

Encendió el ordenador con un movimiento tan automático que le resultó imposible recordar haberlo hecho dos segundos más tarde, y le dio un sorbo a su café.

—Dios, estoy agotada —dijo, frotándose los ojos.

D. J. se acercó a ella con un rápido impulso de la silla giratoria.

—¿Estuviste toda la noche con ese asesinato del que habla todo el mundo?

Harper movió la taza de café en señal de afirmación.

D. J. ni siquiera trató de ocultar sus celos. Él cubría temas de educación y le parecía que el trabajo de Harper era de lo más glamuroso.

—Tiene toda la pinta de tratarse de un artículo jugoso. Desde esta mañana en la tele no hablan de otra cosa. La portada de mañana va a ser tuya. —Su tono era melancólico—. No me puedo creer que hayan liquidado a una tía de un tiro en el mismo centro de River Street.

—Y yo no me puedo creer que todavía se utilice «liquidar» —respondió ella.

—¿No está de moda? —D. J. sonó sorprendido—. Y yo que pensaba que estaba a la última.

—¡Harper!

Al escuchar el agudo grito de Emma Baxter procedente del otro lado de la sala, D. J. giró de nuevo la silla, esta vez en dirección a su mesa, con precisión milimétrica, y se agazapó tras la pantalla de su ordenador como si fuera un escudo. La editora atravesó la sala a zancadas, haciendo que su media melena negra de corte recto y afilado oscilara contra los hombros de la chaqueta cruzada de color azul marino que llevaba puesta. Dells caminaba justo detrás de ella.

—Mierda —dijo Harper en un susurro.

Por lo general, el director no se inmiscuía en la sección de sucesos, pero esta historia debía de ser lo suficientemente grande como para atraer su atención.

—¿Qué tienes de lo ocurrido en River Street? —preguntó Baxter mientras se acercaba a la mesa de Harper—. ¿Por qué me ha contado Miles que conoces a la víctima?

Por el rabillo del ojo, Harper vio cómo la cabeza de D. J. emergía por encima de la pantalla-escudo.

—En realidad no la conozco. Solo dio la casualidad de que anoche yo estaba en el bar en el que trabaja —explicó Harper dirigiendo una mirada a Dells.

—Perfecto —la interrumpió Baxter—. Escribe algo emotivo en primera persona: «Escarceo con la muerte». Lo publicaremos junto a tu artículo principal acerca del tiroteo.

Dells se adelantó. Como siempre, iba impecablemente vestido con un traje azul y una camisa blanca bien almidonada, que bien podía valer más que el coche de Harper, y una corbata de seda en un azul más claro. Llevaba el pelo oscuro cuidadosamente peinado.

—¿Qué sabemos por el momento? —preguntó el director—. Los canales de televisión no tienen mucho.

—La mujer fallecida es Naomi Scott, estudiante de Derecho de segundo año. —Harper abrió su libreta con un solo movimiento—. Parece que se trata de la típica buena chica. Salió del trabajo a la una y media, y murió a causa de dos disparos. La encontraron con su bolso, pero falta el teléfono móvil. La poli no suelta prenda respecto a si se trata de un robo. Nadie sabe qué demonios estaba haciendo en la zona del río.

—¿Sabemos algo de su familia? —preguntó Dells—. ¿Son de por aquí?

—Eso creo —dijo Harper—. Su padre se llama Jerrod Scott, y ahora mismo estaba intentando dar con él.

Baxter echó un vistazo a la libreta medio vacía.

—¿Eso es todo lo que tienes?

—Venga, ya. —Harper se puso un poco a la defensiva—. Me he pasado la mitad de la noche en comisaría.

—Estamos reservando gran parte de la portada para esta historia —dijo Dells—. Los canales de televisión van a darle extraordinaria visibilidad e importancia.

—Me pondré con las llamadas —dijo Harper.

—Bien. —Ahora el tono de Baxter era enérgico—. Quiero saberlo todo de esa chica. Si era tan perfecta, ¿cómo pudo terminar asesinada en la calle a las dos de la madrugada? Llama al despacho de la alcaldesa y pregúntale qué va a hacer con esto de que ahora maten a la gente a tiros en el mismo centro del puñetero distrito turístico.

Dells regresó a su despacho. Baxter le siguió girándose a tal velocidad que la chaqueta se le escurrió de uno de sus huesudos hombros.

Sus últimas palabras flotaron tras ella como una bomba de racimo:

—Hazlo rápido. Necesitamos tener algo para la web ya.

Cuando ambos se hubieron marchado, D. J. volvió a girar la silla hacia Harper y la miró con unos ojos marrones abiertos de par en par tras el cristal lleno de huellas de sus gafas de montura metálica.

—Joder. ¿Te tomaste algo en su bar y luego la palmó?

Harper asintió con la cabeza. D. J. parecía impresionado.

—Dime una cosa, ¿alguna vez te has planteado la posibilidad de que seas gafe?

Harper lo fulminó con la mirada, y luego inició sesión en el ordenador.

—Estoy ocupada, D. J.

—Solo digo que vale la pena darle una vuelta —dijo mientras hacía girar de nuevo la silla en dirección a su mesa.

Era un mal chiste, pero, mientras Harper repasaba con rapidez los artículos acerca del tiroteo en las webs de los canales de televisión locales, terminó pensando en ello. Después de todo, Naomi no era la primera víctima de asesinato de su vida. La primera había sido su madre. Harper había descubierto el cuerpo en el suelo de la cocina cuando tenía doce años. Ese asesinato todavía sin resolver desencadenó una serie de acontecimientos que le llevaron a establecer una estrecha relación con el cuerpo de policía y, más tarde, cuando apenas contaba veinte años, a convertirse en periodista. También fue el origen de todo lo ocurrido el año anterior, cuando el teniente Smith fue encarcelado por un homicidio que había reproducido punto por punto el asesinato de su madre.

Al publicar esa historia y formar parte de ella como víctima del disparo que había asestado Smith, la notoriedad de Harper había aumentado y su posición en el periódico se había afianzado, incluso en aquellos tiempos de inestabilidad financiera. Aun así, para Baxter todo aquello era agua pasada. Necesitaba que siempre hubiera jugosas remesas de artículos de sucesos para publicar en primera plana. Incluso sin la cooperación de la policía, Harper podía encargarse de proporcionarle lo que quería. Tenía sus métodos y conocía el sistema mejor que nadie. Siempre y cuando pudiera tener un titular bajo la manga, su trabajo estaba a salvo. O eso esperaba.

Harper cogió el teléfono y marcó el número de la oficina de la alcaldesa. Después de cinco tonos, su asistente respondió.

—Gracias por llamar a la oficina de la alcaldesa Cantrelle, ¿en qué puedo ayudarle?

—Soy Harper McClain, del Daily News. Me gustaría hacerle un par de preguntas a la alcaldesa acerca del tiroteo que tuvo lugar anoche en River Street.

—Ahora mismo está reunida. —El tono de su asistente denotaba que no era la primera en llamar—. Le dejaré recado de que se ponga en contacto con usted.

—Dese prisa, ¿quiere? Vamos un poco justos.

—Como le he dicho —dijo con indiferencia—, está reunida.

Mientras esperaba a que la alcaldesa le devolviera la llamada, Harper abrió un motor de búsqueda de Internet y tecleó: Naomi Scott. Una riada de resultados falsos inundó la pantalla. Una bloguera con 40.000 seguidores en Twitter predominaba junto a una abogada de Chicago. Sin embargo, cuando añadió «Savannah» a la búsqueda, encontró justo lo que estaba buscando.

Se trataba de una red social para estudiantes de la Universidad Estatal de Savannah. La imagen de la página de Naomi era impresionante. La melena negra le caía sobre los hombros formando ondas deshechas. La piel del rostro tenía un aspecto inmaculado; unos pómulos altos y marcados y unos ojos color canela le hacían tener ese aire de belleza etérea.

Harper se quedó mirando aquella cara familiar durante un segundo.

—¿En qué lío te has metido? —murmuró.

La breve biografía al pie de la imagen decía: Joven, libre y ambiciosa. Lista para cambiar el mundo. También indicaba que su rama de especialización era el Derecho Penal. El resto de información que había era un número de teléfono y una dirección de correo electrónico estudiantil.

Con la intención de dejar libre la línea fija a la espera de la llamada de la alcaldesa, Harper tomó el móvil y marcó el número de Naomi. Saltó el contestador directamente.

—Hola, soy Naomi. Deja un mensaje.

Escuchar la voz familiar de la joven fallecida le ponía los pelos de punta.

Harper colgó el teléfono e inmediatamente marcó otro número. Este se lo sabía de memoria. Mientras daba señal, se quedó mirando la fotografía de aquella joven llena de vida y de mirada ambiciosa. El tono se interrumpió de repente.

—Centro de Información de la Policía de Savannah.

La voz era la de un hombre que parecía estar a punto de quedarse sin aliento, como si hubiera cogido el teléfono mientras corría a apagar un fuego. Podía escuchar otras voces de fondo y gente tecleando: los sonidos típicos de una oficina muy ajetreada.

—Soy Harper McClain —dijo—. Estoy buscando cualquier información que tengáis acerca del asesinato de Naomi Scott.

—Tú y todo el mundo —respondió la voz—. ¿Qué quieres saber?

—Lo típico. ¿Hay algún sospechoso?

—No puedo decir nada al respecto.

—¿Estáis buscando al novio?

Por intentarlo que no fuera. Sabía la respuesta, pero sospechaba que no se lo corroborarían oficialmente. Se escuchó una seca carcajada al otro lado del teléfono.

—¿Estás de broma? Espero que tengas alguna pregunta de verdad.

La reportera cambió de estrategia.

—¿Podríais confirmarme si la cartera seguía en su bolso?

Harper le escuchó teclear algo en el ordenador al otro lado de la línea.

—Afirmativo —respondió.

—¿Había dinero en la cartera? —preguntó Harper a la vez que sujetaba el teléfono entre el hombro y la barbilla para tomar notas.

—Afirmativo.

Entonces, estaba claro que no se trataba de un robo. La fuente de Miles tenía razón.

—Pero su teléfono móvil está desaparecido en combate, ¿no? —presionó.

—Eso es lo que pone en mi pantalla —dijo, y añadió—: Ahora mismo no sabemos si es que lo perdió, se lo dejó en casa o la dispararon para robárselo.

Harper sabía que no se lo había dejado en casa. Bonnie había visto a Naomi responder a una llamada menos de una hora antes de que abandonara el trabajo.

—¿Hay algún testigo?

Se hizo una pausa y, una vez más, Harper le escuchó teclear en el ordenador.

—Negativo —dijo un segundo más tarde—. No se ha presentado ante la policía ningún testigo. El cuerpo fue hallado por dos ciudadanos que volvían a casa de una fiesta en el hotel Hyatt.

—¿Podéis facilitarme sus nombres? —preguntó ella.

—Por supuesto. —Su tono era sarcástico ahora—. ¿Y qué prefieres por tu cumpleaños, un perfume o flores?

—Por favor —rogó Harper—. Solo un nombre.

El hombre profirió un sonido de exasperación.

—Ya sabes que no puedo decirte eso, McClain.

Al otro lado de la línea se escuchaba el sonido de otro teléfono sonando.

—¿Eso es todo? —Ahora la voz parecía impaciente—. Resulta que hoy soy un tipo muy popular.

—Supongo que sí…

Antes de que pudiera terminar la frase ya le habían colgado el teléfono.

En fin, por lo menos, y gracias a Bonnie, tenía el nombre del padre. Además, en Internet había encontrado su teléfono. Marcó el número y esperó mientras daba señal. Después de ocho tonos sin respuesta, Harper colgó. Si no podía ponerse en contacto con la familia, tenía que encontrar a alguien más. Bueno, por ahora tenía suficiente información para la web.

De vuelta a su ordenador, escribió con rapidez un artículo corto y poco detallado acerca del tiroteo.

Asesinato en River Street

Por Harper McClain

A primera hora de esta mañana, la ciudad ha sufrido una conmoción al enterarse de la noticia del asesinato que ha tenido lugar en el corazón del distrito turístico de la ciudad.

La víctima ha sido Naomi Scott, una joven de 24 años estudiante de Derecho, que también trabajaba de camarera en el bar La Biblioteca, en College Row. Según la policía, recibió dos disparos sobre las dos de la madrugada del miércoles.

Por ahora se desconoce el móvil del crimen, aunque parece que se descarta la posibilidad de que se tratara de un robo.

Durante la redacción de este artículo, los detectives siguen investigando los detalles del crimen.

El cuerpo fue descubierto minutos después del asesinato por dos ciudadanos de a pie. La policía asegura que por ahora no hay ningún testigo.

Las llamadas realizadas a la oficina de la alcaldesa Melinda Cantrelle para obtener algún comentario al respecto todavía no han sido respondidas.

Acababa de enviarle la historia a Baxter cuando sonó el teléfono.

—McClain —respondió Harper mientras tiraba a la papelera la taza vacía de café para llevar.

—Vamos a ver, Harper, tenemos previsto emitir un comunicado a las diez y media. Así que ni se te ocurra escribir eso de que estoy evitando hacer comentarios, o que estoy tratando de escurrir el bulto con este caso.

La alcaldesa Melinda Cantrelle tenía una voz característica: profunda y grave, como hecha para la televisión. De hecho, hacía veinte años, había empezado su carrera como presentadora del noticiero matinal en un canal local. Aquella experiencia la dotó de ese aire de calma profesional, que mantenía la mayor parte del tiempo, y de una de esas sonrisas tan típicas de la tele. Sin embargo, hoy hablaba con rapidez, pronunciando cada palabra abrupta y entrecortadamente.

Harper le envió un mensaje rápido a Baxter, No publiques el artículo. Alcaldesa al teléfono, y después se reclinó en su asiento, con la libreta de notas apoyada en la rodilla.

—Por supuesto que no, alcaldesa —dijo con dulzura—. Pero nuestro primer artículo al respecto se publicará en la web en cualquier momento y no puedo dejar que nuestros lectores piensen que no he tratado de ponerme en contacto con usted.

—Venga ya, Harper… —Por el tono de su voz, la alcaldesa no parecía muy contenta.

—¿Puede facilitarme algún detalle? —Harper intentó persuadirla—. ¿Qué supondrá este asesinato para el turismo? ¿Enviará ahora a más policías a cubrir el centro de la ciudad? Lo que sea con tal de que pueda eliminar de mi artículo ese «sin comentarios».

Tuvo lugar una larga pausa durante la cual Harper sospechó que la alcaldesa tenía dificultades para controlar su genio. Llevaba en el puesto tan solo un año y a Harper casi le caía bien. Tenía un trato cercano que, por lo menos, daba sensación de honestidad. A sus cuarenta y cinco años, ella era más joven que el clásico hombre de pelo gris que normalmente ocupaba el puesto, y, a su vez, lo suficientemente novata como para molestarse en responder el teléfono en momentos así.

—La policía me ha informado de que ya tienen un sospechoso —le dijo la alcaldesa con tacto—. Creemos que puede tratarse de un incidente familiar. No sería en absoluto apropiado que hiciera más comentarios mientras la investigación está en curso, pero tenemos la firme intención de llegar al fondo de esto, cuenta con ello. Mi objetivo principal es que tanto visitantes como residentes gocen de plena seguridad.

Harper escribía todo lo que decía haciendo derrapar el bolígrafo a lo largo del cuaderno de notas.

—¿Un incidente familiar? ¿Puede ser más específica? —preguntó Harper sin levantar la vista de la página—. No estará insinuando que su padre ha tenido algo que ver, ¿no?

—Lo que le voy a decir a continuación es extraoficial. —La alcaldesa bajó el tono de voz—. Según me han dicho los detectives, ahora mismo están buscando al novio, creen que se trata de un asunto personal.

Oyó la voz de alguien de fondo y de pronto los sonidos se escucharon amortiguados. Cuando Cantrelle se volvió a dirigir a ella, parecía tener prisa.

—Mira, me temo que te tengo que dejar. Emitiremos un comunicado completo en una hora. Cathy te lo enviará por correo electrónico. Llámala si necesitas algo más.

En cuanto colgó el teléfono, Harper releyó sus notas. Tal y como había supuesto cuando Daltrey las interrogó anoche, sospechaban del novio. Pasó las páginas de la libreta hasta que encontró su nombre: Wilson Shepherd. No era ninguna sorpresa. La gran mayoría de las mujeres que eran asesinadas siempre morían a manos de alguien cercano a ellas: un marido, un novio, un amigo. No más de una de cada diez era asesinada por un desconocido.

Harper había pensado muchas veces en cómo las mujeres se equivocan al elegir a quién temer. Mujeres que sienten miedo del adolescente encapuchado con el que se topan en la gasolinera o del desconocido con el que se cruzan por la calle a altas horas de la noche. En realidad, deberían temer a sus maridos. Cuando te paras a pensarlo, si eres mujer, que te mate alguien a quien quieres es el asesinato más común de todos.

Mal asunto. El periódico apenas cubría noticias de violencia doméstica.

—No es noticia —le había dicho Baxter más de una vez—. Nadie quiere leer acerca de ese tema.

No se equivocaba. Un asesino desconocido suponía una amenaza para cualquiera, suponía criminalidad en las calles. Sin embargo, si el exnovio de una mujer la mataba a tiros… Bueno, debería haber sido más cuidadosa a la hora de elegir pareja. Si Naomi Scott había sido asesinada por Wilson Shepherd, la historia terminaría en la página seis en cuestión de un par de días. Harper trató de recordar si había conocido al novio de Naomi. Su mente evocó la imagen de un tipo serio y con la cara redonda, vestido con elegancia y sentado en silencio a un extremo de la barra. A parte de eso, no sabía nada de él. Antes de irse a dormir la noche anterior, le había preguntado a Bonnie qué sabía acerca de él. Todo lo que le dijo fue que se habían conocido en la universidad. Estaba tan hecha polvo que no había querido presionarla más. A esas horas todavía estaría dormida, pero más tarde intentaría averiguar si recordaba algo más.

Por el momento, se limitó a buscar su nombre en la base de datos del periódico. Ningún resultado. Se quedó mirando la pantalla vacía mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Ya no tenía nada más que hacer en la oficina. Era hora de salir de caza.

Después de redactar una rápida actualización con el comunicado de la alcaldesa, y de enviarlo directamente a la editora, cogió su detector y se levantó. D. J. la miró con curiosidad.

—Me marcho —dijo metiendo una libreta nueva en el bolsillo—. Si Baxter pregunta por mí, dile que he salido a atrapar a un asesino.

Un bonito cadáver

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