Читать книгу Un bonito cadáver - C.J. Daugherty - Страница 11

Capítulo seis

Оглавление

Harper se puso en pie de un brinco.

—Recibido, Unidad 364 —respondió la operadora, utilizando el mismo tono neutro que había empleado antes para confirmar la parada de un coche patrulla para repostar que había solicitado otro agente.

La camarera se acercó a ella con una bolsa en la mano y una sonrisa perfecta y armoniosa dibujada en los labios.

Desde la centralita expidieron el aviso:

—A todas las unidades disponibles: diríjanse al edificio 34000 de Abercorn para respaldar a la Unidad 364 en la detención de un fugitivo. Atención: se busca al sospechoso por homicidio. Está armado y es peligroso. A todas las unidades, Código 30.

«Código 30: luces azules y sirenas».

La operadora tenía temple, solo quien escuchara la radio de la policía todos los días de su vida podría detectar la tensión en su voz. Harper sacó las llaves del bolsillo mientras se dirigía hacia la puerta.

La camarera se interpuso lentamente en su camino, impidiéndole el paso.

—Lo siento, pero me tengo que marchar —dijo Harper tratando de abrirse camino.

—El pedido ya está listo. —Su sonrisa se había esfumado, y ahora presionaba su espalda contra el tirador de la puerta de manera que a Harper le resultara imposible alcanzarlo—. Tiene que pagar o llamaré a la policía. En Eddie’s tenemos normas.

Harper la había subestimado. Aquella mujer no era solo alegría y sonrisas. No tenía tiempo para discutir, así que metió la mano en el bolsillo frenéticamente y sacó un puñado desordenado de billetes. Los puso en las manos perfectamente arregladas de la mujer sin tan siquiera detenerse a contarlos.

—Si no es suficiente, llame al Daily News y pregunte por Harper —le dijo—, pero no en la próxima hora. Tengo que marcharme.

—¿Qué quiere que haga con la comida? —La camarera todavía sostenía la bolsa en la mano.

—Quédesela —dijo Harper.

Sin embargo, en el último momento se lo pensó mejor y agarró la taza de café.

—Me llevaré el café.

La camarera se hizo a un lado. Harper salió corriendo, se metió en el coche a toda prisa y echó mano del teléfono móvil. Miles respondió al primer tono.

—Estoy de camino a Abercorn —dijo. Harper alcanzó a escuchar su detector de fondo—. ¿Tú?

—Salgo ahora. —Arrancó el coche—. Llamaré a Baxter. Te veo allí.

Mientras la función de marcación rápida llamaba a la línea directa de Baxter, Harper daba marcha atrás para incorporarse a la carretera.

—Emma Baxter —respondió la editora.

Harper detestaba admitirlo, pero había algo reconfortante en la forma en que Baxter siempre estaba disponible cuando las cosas se ponían feas.

—Unos agentes de tráfico acaban de darle el alto a Wilson Shepherd en Abercorn. —Harper alzó la voz para hacerse oír por encima de las voces del detector y del ruido del motor—. Al parecer está oponiendo resistencia. Miles y yo estamos de camino.

—Avisaré a la mesa de redacción —le indicó Baxter—. Reservaremos la portada. No hagas ninguna estupidez, McClain.

—¿Yo? Nunca —dijo Harper, y colgó el teléfono.

Dejó el teléfono móvil en el asiento y se incorporó a la autopista tan rápido que los neumáticos rechinaron. Ya no estaba cansada, la adrenalina corría por su organismo mucho más rápido de lo que la cafeína jamás podría. Una historia como aquella era tan buena como ocho horas de sueño, incluso mejor. No había droga en el mundo que igualara esa sensación. Todos los polis de la ciudad se dirigían al mismo lugar que ella. Así que no había ninguno disponible para darle el alto. El límite de velocidad era de setenta, pero alcanzó los ciento sesenta y los mantuvo hasta que distinguió delante de ella unas luces azules de emergencia. Entonces se pegó al coche patrulla.

Abercorn trazaba una curva que cruzaba los límites de la ciudad antes de abrirse paso a las llanas extensiones de vegetación que daban a la costa. A la velocidad que iba, solo pasaron unos minutos antes de que las concurridas calles de la ciudad, tras las ventanillas del Camaro, se fundieran con la exuberante vegetación de los barrios residenciales, desfigurados por centros comerciales y grandes superficies.

El cordón policial fue fácil de localizar: una docena de coches patrulla bloqueaban la calle con las luces puestas. Harper estacionó el coche y salió a la carrera, sorteando los vehículos aparcados de cualquier modo. Miles estaba colocado detrás de un coche de policía vacío.

—¿Lo han pillado? —preguntó Harper sin aliento.

—Sí. —Miles miraba con los ojos entrecerrados a través del visor—. Aunque él todavía no lo sabe.

Con su Canon apoyada sobre el techo del coche, se concentraba en una multitud agolpada en torno a una camioneta detenida en la distancia. El coche patrulla que antes le había dado el alto estaba aparcado detrás de ella con las luces azules de emergencia encendidas. Las puertas de ambos vehículos estaban abiertas de par en par. Iluminado por las parpadeantes luces azules, Wilson Shepherd se enfrentaba a un semicírculo de policías. Sudaba a mares y era presa del pánico. Una pistola plateada semiautomática lanzaba destellos mientras apuntaba a los policías, que a su vez le apuntaban con sus armas. Todo el mundo gritaba.

—¡Baja el arma! ¡Suelta la pistola! ¡Tírala! ¡Tírala inmediatamente!

Wilson hizo caso omiso de las órdenes.

—¡Yo no lo hice! —les gritó a su vez—. ¡Yo no maté a Naomi! ¿Me oís? ¿Alguien me escucha?

—¡Tira la maldita pistola! ¡Nadie va a prestarte atención hasta que no tires el arma!

Miles inclinó la cámara ligeramente hacia delante para ver las imágenes en la pantallita y frunció el ceño.

—Tengo que acercarme más.

Miró a su alrededor con el rostro en tensión. Ambos sabían que en aquellos momentos el tiempo era fundamental.

—Allí. —Harper señaló hacia un lugar despejado, a la izquierda de la camioneta. Estaba al abrigo de dos árboles, pero parecía que desde allí tendrían una visión clara de la escena.

Miles asintió con la cabeza y se colgó la cámara del hombro.

—Vamos.

Avanzaron agachados entre los coches patrulla. Ningún agente reparó en ellos, tan concentrados como estaban todos en la escena que tenía lugar ante de ellos. Después de encontrar apoyo en un árbol para evitar movimientos bruscos, Miles levantó la Canon.

—Mucho mejor —suspiró.

Estaban tan cerca que Harper podía ver el pánico y el dolor en los ojos asustados y abiertos como platos de Shepherd mientras balanceaba el arma con temeridad. Resultaba casi imposible reconocer a este Wilson Shepherd en comparación con el que había visto de vez en cuando sentado tranquilamente en La Biblioteca, tomándose una cerveza mientras esperaba a que Naomi terminase el turno. Parecía diez años más viejo. Su ropa estaba sucia y arrugada. Tenía el aspecto de un demente, blandiendo su arma ante la policía mientras una mezcla de lágrimas y sudor le recorría las mejillas y los mocos le colgaban como velones de la nariz.

—No, no, no —seguía gritando con voz ronca—. Yo no he sido. ¿Por qué no queréis escucharme?

Los policías no estaban dispuestos a cumplir con las exigencias del sospechoso y vigilaban el arma. No dejaban de gritar órdenes, llevados por una especie de pánico hiperactivo, casi hipnótico. Harper se preguntó cuánto duraría su paciencia. Tal y como se desarrollaron los acontecimientos, no mucho. Una sombra se movió hacia la izquierda de la rueda delantera de la camioneta: agazapada, despacio, aprovechando la oscuridad. Harper tocó a Miles en el hombro con suavidad y señaló a la sombra con el dedo. El fotógrafo giró la cámara e hizo zoom. Miró a Harper y susurró:

—Los SWAT.

Ambos se agazaparon todavía más. Todo ocurrió muy rápido: dos figuras oscuras saltaron sobre la espalda de Shepherd con una precisión de relojería, haciendo que soltara la pistola y que él cayera boca abajo. Harper estaba tan cerca que pudo escuchar el desagradable sonido que emitió el rostro de Wilson al golpearse contra la calzada. Un policía de uniforme apartó el arma del sospechoso de una patada, los otros se le echaron encima. Con cuatro agentes de policía rebosantes de adrenalina sobre él, gritando órdenes y retorciéndole las muñecas a su espalda, Shepherd no tenía nada que hacer. A pesar de eso, y por encima de todo el jaleo, no dejaba de repetir las mismas palabras como un mantra, una y otra vez, sollozándolas casi contra el suelo.

—Yo no lo hice. Yo no lo hice.

Miles se puso en pie de un salto.

—Acerquémonos más.

Sin embargo, apenas habían dado un par de pasos fuera del abrigo de los árboles cuando un policía, enorme y sudoroso, tenso por la emoción de la detención, se acercó a ellos.

—Atrás —les ordenó.

A Harper no le gustó nada su aspecto. Los polis se impacientan siempre que tienen que sacar sus armas, y a la reportera no le hacía ninguna gracia acercarse mucho a ellos en noches como aquella. De hecho, la mano de ese poli en concreto estaba peligrosamente cerca de su cartuchera. Miles y ella retrocedieron instintivamente hacia la luz de los faros de los coches y, para su sorpresa, la conducta del policía cambió radicalmente.

—¡Anda, hola, Miles! —dijo—. No te había reconocido en la oscuridad. ¿Qué tal?

—Genial, Bob —dijo Miles, aunque seguía manteniendo las manos a la vista, por si acaso—. Aquí, intentando sacar la foto de la portada de mañana para el periódico.

—Adelante. —Bob le hizo una seña con la mano—. Trata de no meterte por medio.

—Mantendré las distancias —prometió Miles.

—Asegúrate de que me sacas el perfil bueno —bromeó Bob, moviendo la cabeza de un lado a otro.

Mientras se reía con educación, Miles pasó a su lado con cuidado en dirección al grupo de policías que ahora levantaban en volandas a Shepherd para ponerlo en pie. Cuando Harper se dispuso a seguirle, sin embargo, el buen rollito de Bob se esfumó.

—No he dicho que puedas acercarte. —El tono de su voz se endureció—. Los traidores ven el espectáculo desde la barrera. De hecho… —Señaló más allá de la hilera de coches patrulla aparcados—. ¿Por qué no te pones por allí?

—Venga, hombre —suplicó Harper—. No estorbaré. Anda, dame un respiro.

El rostro de Bob se endureció.

—No tengo nada que ver contigo —dijo en tono agresivo—. Y acabas de invadir la escena de un crimen y de desobedecer la orden de un policía. Es más, enséñame la documentación. Voy a redactar un informe acusándote de alteración del orden público.

—¿Cómo? —Harper no daba crédito. Los polis se pasaban el día acosándola últimamente, pero la cosa nunca había llegado tan lejos.

Harper le plantó cara.

—No puedes hacer eso. Tengo pase de prensa y el derecho a estar aquí. Esto es una vía pública.

Él se puso colorado. Echó mano al costado, donde colgaban las esposas de su cinturón.

—Se acabó. Date la vuelta.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, el agente agarró a Harper del hombro, le dio la vuelta y la empujó con brusquedad contra el coche más cercano a la vez que le ponía las manos a la espalda. Harper intentó quitárselo de encima, pero aquel tipo era el doble de grande que ella. No había escapatoria. Ahora tenía la cara pegada contra el cristal.

—Maldita sea —dijo con voz amortiguada—. Suéltame, imbécil.

De repente, se escuchó otra voz por encima de la suya.

—¿Qué está pasando, Bob? ¿Has pillado a otro sospechoso?

La voz sonaba tranquila y firme. Pronunciaba las palabras correctas, pero con una amenaza velada que evidenciaba que no le gustaba mucho Bob. Con el rostro todavía pegado contra el coche, Harper no podía ver nada, pero reconocía aquella voz.

—Bueno, detective. —Bob se puso a la defensiva—. Esta periodista ha intentado invadir la escena del crimen y se ha negado a acatar mis órdenes. La estoy deteniendo por desorden público.

—Estás en tu pleno derecho de hacer eso, Bob —dijo la otra voz—. Es problemática, de acuerdo, pero debes saber que al jefe no le va a gustar. El director del periódico le va a cantar las cuarenta, e incluso podrían denunciar al departamento por detención ilegal.

—No ha acatado una orden directa. —Ahora Bob sonaba menos confiado.

—Lo entiendo, pero, en mi opinión, no vale la pena tomarse tantas molestias —dijo la voz—. Te propongo algo: ¿por qué no la dejas marchar? Yo la vigilo y si causa algún problema, yo mismo la detendré y así te ahorro todo el papeleo. ¿Qué me dices?

Harper giró el cuello para intentar ver qué estaba pasando, pero la engorrosa mano de Bob todavía sujetaba su cabeza contra el coche patrulla.

—Supongo que vale. —Bob se rindió de mala gana—. ¿Quiere que la espose?

—No —dijo el detective. Ahora su tono sonaba gélido—. Creo que puedo encargarme yo.

—Si usted lo dice.

Despacio, Bob aflojó la presión que ejercía en las manos y en la cabeza de Harper. Liberada, se dio la vuelta y miró directamente a los serenos ojos azules del detective Luke Walker.

Un bonito cadáver

Подняться наверх