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La novela

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Los novelistas tenemos una particularidad: escribimos historias a partir de las nuestras, y al hacerlo dotamos de sentido a estas últimas, que no lo tienen. Cada gesto, cada palabra adquiere sentido. Como en Hitchcock, un plano inserto del arma del crimen nos la señala como tal. De ese modo, contemplamos nuestra vida en el momento de vivirla con el apetito retrospectivo y anticipado de infundir sentido en aquello que por el momento carece de él. Intentamos adivinar la continuación. Es un orgullo irrazonable: jugamos a ser Dios.

Normalmente no escribo en plural, pero en este caso sé que no estoy sola. Conozco a bastantes personas que, como yo, juegan a ser Dios en la ficción, en la escritura. Que, como yo, manipulan figurillas que se les parecen como dos gotas de agua. Los que yo frecuento son ateos. Por eso juegan a ser Dios. Para paliar su ausencia. Para imaginar que no vivimos en vano. Para que lo que cada día escapa al entendimiento encuentre un significado claro, aun al azar, aun de manera absurda. Para escapar de lo irrisorio. Por la fuerza. Y a base de moderación conseguimos construir puzles a partir de guijarros sueltos que tallamos hasta que encajan uno en otro. Eso nos da seguridad. Al final, cuando la cosa llega a las trescientas páginas, tenemos la sensación fugaz de haber puesto orden. De haber ordenado la habitación. De haber comprendido algo.

Eso a veces plantea problemas. Me he pasado días enteros jugándome la vida por una palabra: ¿qué pasará si le digo a ese hombre que tengo ganas de verlo? ¿Tendrá él también ganas de verme a mí o me arriesgo a debilitar el hipotético deseo que quizá sienta él al exponer el mío? Siempre una jugada por delante, como en el ajedrez. Y si le concierto una cita que rechaza, ¿cómo encajarlo? Y si acepta, ¿cómo responder después? El árbol genealógico de las hipótesis según las que se desarrolla mi intriga me atenaza la garganta con tanta fuerza que no puedo pronunciar ni una palabra. La consciencia de la extrema fragilidad del deseo amoroso me llega a través de los libros. La cristalización, de Stendhal, que la diseca. Su aterrador contrario, la muerte accidental del deseo, de una novela corta de Colette, El Quepis, que muestra la alegría de una mujer tras hacer el amor con un oficial más joven que ella. Ella le quita de broma el quepis, y, mientras ella se abandona a cantar, a «hacer el idiota», la mirada de su amante vacila; de repente la mujer se vuelve grotesca en el espejo de sus ojos, se da cuenta de que es demasiado tarde: el amor se ha disipado de modo irremediable. El joven no acudirá más a verla. La mujer se reviste de una fachada de dignidad que lucha por disimular la vergüenza. La humillación de haber hecho desaparecer la magia. Ese veredicto me dejó helada, hasta el punto de que frente al hombre que ocupa mis pensamientos apenas me atrevo a hablar o a moverme por miedo a cometer una torpeza y tiendo a abismarme en el ensueño infinito de la suma de los posibles, que nunca decepciona, que nunca choca contra la frontera de la piel. Cuando se es Dios, no se es hombre. Ni mujer. Ni nada. Se es una consciencia pura. Si uno no existe, el placer es infinito.

Es aquí donde escuece la herida: ser Dios en los libros te formatea el espíritu con tal eficacia que después resulta insoportable no serlo en la vida: cómo decidirse a aceptar no saber de antemano el sentido y el devenir de las cosas. Cuando mis padres me llamaron Claire corrieron un riesgo. Durante toda mi infancia se me contó la siguiente historia: me llamaba Claire (Clara) pero nací con la cara roja y el pelo muy negro. Durante seis meses fue así, y la vecina decía: «Tendríais que haberla llamado Morena». Con el paso del tiempo se me cayó el pelo y brotó nuevo, de un rubio profético, de un rubio milagroso. Al final, la naturaleza quiso darle la última palabra a esos padres desamparados que a partir de ese momento podrían vacilarle a la vecina. ¿Ha visto usted qué ojos verdes? Y qué piel más blanca.

En un libro es fácil: sueño con una heroína graciosa, de ánimo sereno y paciencia de ángel, la bautizo Constance y hala: ya está ahí.

El nenúfar y la araña

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