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La ironía trágica

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La hipocondría es una enfermedad subterránea que pasa desapercibida; al adueñarse de los síntomas de las enfermedades mortales, queda siempre relegada a la invisibilidad. El hipocondríaco siente dolor en el pecho, en esencia (además de ahí le viene el nombre, que literalmente significa: bajo los cartílagos de las costillas). Experimenta otros dolores igual de molestos, pero este es de lejos el más perturbador. Porque el hipocondríaco sabe muy bien que en el pecho se encuentran los pulmones y que, a la izquierda, un poco más abajo, está el corazón. Está claro que las agujas que parecen hundírsele entre las costillas y el torno que parece atenazarle el tórax impidiéndole inspirar profundamente son el principio de un fin seguro e inminente. El hipocondríaco siente el mayor de los desdenes hacia sus dolores de barriga, porque no son mortales (al menos, no a corto plazo), y también menospreciará todas las irregularidades mecánicas de los brazos y las piernas, los dolores dorsales, etc. Pero el menor cosquilleo en el pecho le provocará mareos y una palidez mórbida. Sabe que todo va bien: el último electrocardiograma lo dejaba claro. Cuando lo auscultan, su respiración presenta una normalidad de lo más reconfortante en todos los aspectos, a pesar del paquete de tabaco que se mete cada día entre pecho y espalda acosado por la culpa. Pero hay algo más fuerte, más profundo: su inquietud es como la garantía de librarse in fine de todos los dolores del mundo. El día en que, acostumbrado a preocuparse por naderías, deje de acongojarse, el tumor se le habrá infiltrado de veras en el pecho, seguro. Hasta la propia virtualidad del tumor, o de la arteria obstruida, o del aneurisma imaginario, tiene algo de insoportable: le resultaría insufrible ser colonizado desde el interior sin saberlo.

Los fóbicos lo saben: la presencia de la araña en la habitación es mucho más odiosa que la araña en sí. He vivido en países en los que las arañas son más sagradas que las vacas de la India porque se supone que traen buena suerte, y os lo digo: lo infame de la araña es que estaba allí cuando uno se creía a solas. Te crees a salvo, acurrucado en la cama o dejando que el espíritu vague libremente entre las cuatro paredes de una oficina, y de repente la asquerosa de la araña está ahí, mirándote con malicia; se ha colado en tu intimidad como una cámara web bien escondida y tú no lo sabías. Después de despachurrarla contra la pared, el pánico ante la araña te empuja a buscar con frenesí, no vaya a ser que sus congéneres sigan burlándose de ti desde la esquina sin que tú te des cuenta. Porque si hay algo peor que el hecho de que te colonice una araña —o un tumor— es que te colonicen sin que tú lo sepas. Acabar siendo el hazmerreír de la historia. La araña, o el tumor, es el ojo de Dios. Así llaman, en las tragedias antiguas, a la ironía trágica: sí, hombre, al pobre Edipo que promete matar al asesino de su padre… Los espectadores saben perfectamente que ha sido él quien ha matado a Layo. El único desgraciado que no tiene ni idea es él. El hipocondríaco, como el aracnófobo, teme sobre todo la trampa de la ironía trágica, la vejación última que sufre Edipo cuando la trampa se cierra sobre él. Entonces, en vez de aprovechar los momentos de serenidad que le quedan antes de que se le cuele una araña en la habitación, un rival en la pareja o un tumor en el pecho, prefiere anticipar la presencia del parásito para no sorprenderse el día en que en efecto esté allí. No hay nada que le dé más miedo al hipocondríaco que ser pillado por sorpresa. Ese deseo irrefrenable de querer controlar su destino a toda costa y sortear los golpes venideros le hace pagar incansablemente el pecado de orgullo. En sus momentos de lucidez, que también los tiene, el hipocondríaco reconoce de buena gana que, si puede pasar el rato inspeccionando las paredes —o el teléfono portátil de su consorte—, o palpándose las costillas, es porque no tiene ningún problema aparte de la anticipación del problema futuro. La hipocondría sería, por tanto, y de forma irónica, el síntoma probable de una quietud objetiva.

El nenúfar y la araña

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