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Deadline

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Al comienzo de mis veintisiete años, algo se modifica. La duda que sobrevuela se acerca con ansia. No tengo ninguna gana de morirme en el día previsto, pero soy supersticiosa y he jugado con fuego. Algo me recuerda sin cesar lo volátil, lo precario. El amor que me da miedo perder —pero un miedo enfermizo—. La vida que se escapa a toda velocidad de mi cuerpo. Ya lo he visto alguna vez. Primero mis abuelas; ellas rápido, sin venir a cuento, dos abuelas como dos puñetazos en la barriga. Mi abuelo, el único al que conocí, se dejó languidecer cuatro años antes de abandonarnos por completo. Vi sus cuerpos muertos, sus rostros que ya no eran suyos. Después hice un voluntariado en un geriátrico, para mantener contacto con los viejos, para no olvidar la muerte, o quizás para habituarme a ella (aunque a lo que se habitúa una en esos establecimientos es al olor a pis). Tuve un encuentro intenso con una anciana, Delfina, una italiana desdentada que había tenido una vida dura: había visto morir a su marido, a su hijo y a su nieto, y me quería como a su última amiga. Llegué un cuarto de hora tarde y la vi muerta a ella también. No sé si me lo he perdonado. Me acuerdo de su mirada vivaz, de su humor, y de que le parecía que yo tenía los dientes bonitos.

A los veintisiete años comencé a tener miedo a la muerte. Era algo nuevo. Quizá fuese entonces cuando comprendiese qué función había cumplido hasta entonces el 3 de julio de 2007. Aquel día, pronto para morir, estaremos de acuerdo, había sido un caparazón adolescente que al menos me protegía de morir antes. ¿Quién se atrevería a amenazarme de una muerte anticipada cuando yo misma me proponía sacrificar porque sí dos tercios de mi esperanza de vida a la gloria, al imaginario romántico más inocente y trasnochado?

En enero de 2007, el miedo comenzó a cercarme con suavidad. Primero fue la carretera. Como no tenía carné, siempre ocupaba «el asiento del muerto» (así se apodaba en Francia al asiento del copiloto). Mis padres habían aprendido tarde a conducir. Mi madre seguía tensa al volante y yo absorbía su estrés por empatía, por rizoma, casi por placenta. Mi novio, por su parte, conducía con tranquilidad pero con aburrimiento, porque se veía obligado a recorrer casi ochenta kilómetros diarios para ir y volver del trabajo por una autopista plagada de gilipollas y de camiones. Aquello me impresionaba mucho, y me levantaba todos los días a las 06:30, por pura superstición, para darle un beso a Jérôme antes de su partida, segura de que el día en que no lo hiciese, un accidente podría llevárselo y señalarme como culpable simbólica por no haberlo querido bastante, por no haberlo protegido bastante, por haberlo dejado en manos del azar.

Aquel año empecé a no soportar los trayectos largos en coche ni las autopistas de tres carriles: se me hacía un nudo tan fuerte en el estómago que al llegar me dolía todo por ir hecha un cuatro en el asiento, lo más abajo posible para librarme, llegado el caso, del parabrisas, e intentando dormir porque era la situación más cómoda, también para el conductor.

Ese mismo año, cuando las campañas antitabaco alcanzaban su culmen, yo, que me ventilaba un paquete de tabaco al día desde los catorce años, empecé a asfixiarme. A sentir que me latía el corazón, a revivir en mi mente el proceso del infarto que se había llevado a mi abuela, a imaginar el de la embolia pulmonar que por poco acaba con Josiane, una amiga de mamá que, como yo, había combinado el tabaco y la píldora hasta que, una noche, a los treinta y un años, su sangre se puso a hacer burbujas; advertía con claridad los síntomas en mi interior hasta el punto de experimentarlos con toda la precisión posible, con una agudeza tal que se volvían creíbles. La primavera de 2007 me hice mi primer electrocardiograma, que estaba perfecto, y mi primera radiografía pulmonar. También impecable. Casi increíble.

El 3 de julio de 2007 no pasó nada. Brindamos. La vida siguió milagrosamente, sin incidentes. Es decir, con los incidentes habituales. Sin embargo, se produjo un cambio irreversible: a partir de entonces podía morir en cualquier momento.

El nenúfar y la araña

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