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Una enfermedad de moda
ОглавлениеDiciembre de 2009. Hacía dos meses que podía concentrar mi hipocondría en el miedo a la gripe A. Había matado poco, pero acababa de enterarme de que se había llevado al novio de una cantante francesa que había anulado su concierto en Praga. Y he aquí que la embajada de Francia me proporcionaba una ocasión excepcional de sacudirme mis miedos: se había organizado una sesión de vacunación en grupo el sábado y el domingo, en el gimnasio del liceo francés, sólo para nosotros, los ciudadanos franceses de la República Checa, que no habríamos contado con esa oportunidad en la metrópolis. En fin, que había decidido ponerme la vacuna y desembarazarme de mis miedos —saboreando por adelantado la delicia que supondría no tener miedo a nada—. Al acercarse la fecha, sentí que mi entusiasmo vacilaba: mi vieja otitis praguense había vuelto a la carga, había retomado mi tratamiento antialérgico, tenía un poco de fiebre y mis lecturas en internet con respecto a los efectos secundarios de la vacuna que Francia destinaba a sus expatriados, Focetria, no hacían más que multiplicarse:
«Muy frecuentes: dolor, induración, enrojecimiento e hinchazón de la piel en el lugar de la inyección, dolores musculares, dolores de cabeza, sudores, fatiga, malestar, escalofríos.
Frecuentes: equimosis en el lugar de la inyección, fiebre y náuseas.
Poco frecuentes: síntomas parecidos a los de la gripe.
Escasos: convulsiones, ojos hinchados y anafilaxia».
Dicen que los efectos secundarios se agravan potencialmente al vacunar a un sujeto ya enfermo. La idea de que me inyectasen clara de huevo al aceite de hígado de tiburón aromatizado con virus H1N1 muerto me helaba la sangre. Camino al liceo la cabeza me daba vueltas, pensaba en Sarkozy, a quien le dan miedo las inyecciones, y también en mi amiga A., que se cae redonda cada vez que le sacan sangre. Visualicé el momento en que me desplomaría mientras me ponían la vacuna. En el interior del gimnasio había muchas caras conocidas, y fui recobrando valor. Cuando me encontré delante del médico, me miró la garganta y dijo con voz checa, suave y definitiva: «No, no está bien para la vacuna». Me preguntó qué medicamentos estaba tomando y sacudió la cabeza: «No, lo siento». Me sentí revivir, como un exento del servicio militar. Me dieron ganas de abrazarlo. Y luego, poco a poco, sentí renacer el miedo original: el de pillar la gripe.