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La profecía

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La fecha prevista para poner fin a mi vida era el 3 de julio de 2007. Llevaba mucho tiempo decidido. Se había planeado varias veces, de forma meticulosa. Me parece que la idea surgió en la infancia. En el colegio. Hacia los nueve o diez años. Tenía una compañera cuyo nombre he olvidado, una gitanilla muy simpática que había llegado durante el curso y leía las líneas de las manos. A mí me gustaba eso, porque mi abuela nos echaba las cartas y rezaba por nosotros en la iglesia, hacía la novena, dejaba arder el cirio nueve días aun a riesgo de que la casa saliese ardiendo, consultaba de vez en cuando a una vidente, me llevaba a la misa del domingo en algunas ocasiones, una vez al año, en la fiesta de San Antonio, a Padua, y además traía garrafas de agua de Lourdes, que teníamos que bebernos para mantener la salud y decir nuestras oraciones, nuestros deseos, nuestras metas: cuántos sinónimos. Esa era la forma de querer de nuestra abuela, que intercedía por nosotros con toda su benevolencia ante las fuerzas decisorias: dioses, santos, planetas, cartas, péndulos, gatos negros, sombreros colocados de forma distraída e inoportuna encima de las camas, espejos trágicamente rotos, y lo peor, lo peor de todo, la vecina, que no se arredraba a la hora de desearnos algunas mañanas un «buenos días» gafado, y con quien nos apañábamos para cruzarnos lo menos posible, nada si podíamos. Creo que un día acabó por pedirle que no le diese los buenos días, y habría dado cualquier cosa por ver la cara que se le quedó a la vecina en ese momento, o, mejor todavía, algunas semanas más tarde, cuando se le escapó la fórmula de cortesía. Buenos días perdón.

Bueno, en fin, que la gitanilla leía las manos, y yo no sé qué juego romántico, torpe o perverso, la impulsó un día, en el patio del colegio, a anunciarme que moriría a los veintisiete años. La cosa no me perturbó demasiado: los veintisiete años quedan aún bastante lejos cuando se tienen nueve o diez, y permite no tener que afrontar la vejez «marchita bajo los encajes», como cantaba Barbara; resultaba casi halagador de lo rock star que quedaba. Me había inscrito en el club de los veintisiete con Jim Morrison, Hendrix y Janis Joplin, antes incluso de que ingresasen Cobain y Winehouse. Yo me apuntaba sin pensarlo, vamos.

No tenía nada de trágico, no le dije nada a mamá. Mi mente tenía clarísimo que a los veintisiete no se muere de enfermedad. Y seguro que de la sobredosis me libraba, porque por lo que vi en la presentación que nos hizo en clase el voluntario del centro de prevención, la droga no era para mí. A los veintisiete se moría de accidente. Se moría en la carretera. Aquella idea, nebulosa y muy precisa a la vez, echó raíces en mi interior: yo moriría a los veintisiete años en un accidente de tráfico.

Nunca me saqué el carné de conducir.

A los trece años, cuando la película de Oliver Stone dio comienzo a un revival de The Doors muy eficaz y yo me pasaba los fines de semana en bares llenos de humo escuchando (mientras fumaba) a bandas de blues que tocaban temas melancólicos y extáticos (lo uno, lo otro o ambos a la vez), Lisa y yo perfeccionábamos el proyecto. Lisa era mi mejor amiga. Era rubia también, con los ojos verdes también, pero más pequeña-guapa-graciosa que yo, cosa que ponía de relieve mi torpeza, mi piel que nunca ha dejado de ser ingrata, y la curva de mis muslos, que nunca ha dejado de engrosar. Su piel envejecería lisa, sus muslos se separarían delgados. Los chicos me preguntaban si había sacado de paseo a mi hermana pequeña, lo cual constituía mi única revancha y hacía rabiar a Lisa.

Para ser sinceros, no era mi única revancha. Lisa estaba probablemente más perdida que yo. Dormía en mi casa siempre que podía. Me robaba al vuelo un pasador, un pintalabios, un boli. Lisa había perdido a una hermana mayor en su infancia, una niña rubia y dulce que había muerto de meningitis a los nueve años. Y se vengaba conmigo. Como auténtica hija única, me gustaban los momentos exclusivos, las charlas a solas, los secretos, las conversaciones infinitas, los sueños compartidos, pero en un momento dado del fin de semana me asfixiaba y ponía amablemente a Lisa de patitas en la calle (¿se puede hacer algo así amablemente?).

Lisa y yo pasábamos largas tardes recorriendo la ciudad mientras soñábamos con encontrar el amor, que necesariamente tendría los rasgos de un chico malo, músico para más señas, porque habíamos visto The Doors y queríamos sufrir como Pamela Courson siempre que Jim fuese tan excitante como el original, siempre que tuviese una hermosa voz grave, quizá el pelo largo, y numerosas desviaciones indómitas y entrañables. Nuestra réplica preferida, «¿Le has metido la polla a esta tía?», nos parecía la garantía de una vida llena. Veía My Own Private Idaho soñando ser un joven efebo homosexual y desgraciado. Morir joven, vivir rápido: la evidencia era más que nunca parte del sueño.

Recuerdo que nos pasamos un día arrancando meticulosamente los pósteres del Front National delante de la escuela donde yo vivía. Soñábamos con nuestra vida futura mientras nos estropeábamos las uñas despegando esquina a esquina las fotos ya bigotudas de Le Pen y Mégret. Era la época pre-grunge, escuchábamos una y otra vez el Use Your Illusion sin sospechar el daño que nos haría más tarde ese título (y que el disco nos daría un poco de vergüenza). Lisa se imaginaba flirteando con Axl Rose y yo me veía más con Slash, en un descapotable rojo en pleno desierto de Arizona, deteniéndonos para follar en la cuneta, destruyendo con pasión nuestros bronquios y las habitaciones de motel. Las imágenes eran claras. Lo recuerdo perfectamente. Sólo había que encontrar un modo de ponerse en contacto con ellos. Yo escribía, cosa que no sería suficiente, Lisa quería ser actriz, cosa que me parecía pueril. Fumábamos pétalos de rosa y un montón de cigarrillos. Lisa le daba unas caladas a los porros de los chicos, cuando había. Yo limpiaba su vómito. Nunca me emborrachaba. Bebíamos leche con Malibu. Decidimos morir a los veintisiete años, no recuerdo de dónde salió la idea, seguramente de mí porque ya lo tenía metido entre ceja y ceja desde hacía varios años. Queríamos morir el 3 de julio, como Jim Morrison. Al principio yo me quería morir a finales de enero porque estaba enamorada de O., que cumplía años a finales de enero, pero, claro, para Lisa aquello no tenía ningún sentido, yo ni siquiera le había presentado a O. por miedo a que lo usase, como mis pasadores, mis pintalabios y mis bolis, o de que se lo apropiase para ser un poco más yo. Cada vez me fiaba menos de Lisa. Habíamos visto juntas Mujer blanca soltera busca y desde entonces la miraba con cautela. En fin, que abandoné la fecha de O., que era cantante, tenía la voz grave y un movimiento de caderas magnético, por la historicidad más universal del icono desaparecido: Morrison nos serviría de guía.

El 3 de julio de 2007 iríamos a Castellane, un bonito pueblo donde mi padre me había llevado de vacaciones (y que era conocido —aunque no tenga nada que ver— por cobijar a una secta de iluminados que levantaban espectaculares monumentos a la gloria de su gurú). Íbamos a pasar la noche en el Hôtel du Commerce con dos gigolós, camareros o turistas, nos daríamos un festín infernal, montaríamos una orgía sexual extraordinaria, probaríamos todas las drogas posibles y, al alba, doce kilómetros en descapotable rojo, Thelma y Louise, el acantilado de Point Sublime, con un vestido blanco, medias de rejilla y muñequeras de cuero, muy a lo Courtney Love, el salto del ángel, cuerpos estrellados contra las rocas. Fin de la toma.

Había hecho las fotos, visto los escenarios, probado el hotel, medido la altura de las gargantas. Ya no quedaban más que trece o catorce añitos para inscribir nuestros nombres en el panteón de los inolvidables. Presión máxima. Escribir. Vivir. Amar. Rápido rápido. Fumar y follar. Nada que perder.

Dejamos de vernos a los quince años, cuando yo intentaba sobrevivir al matrimonio de O. y Lisa se mudaba a otra ciudad para seguir unos estudios de teatro que le permitirían realizar sus sueños. El principio de la vida joven que acaba pronto quedó anclado en lo más profundo de mi espíritu, de manera más o menos elástica, más o menos romántica. A los diecisiete decía que me suicidaría a los treinta y cinco si no había publicado nada. Mi primera novela salió el año en que cumplía dieciocho. No era tan inolvidable como para salvarme del olvido. Seguí intentando hacer algo que me permitiera morir en paz. Viví —no lo suficiente— y escribí —no lo suficiente—. Y luego, un día, cumplí veintisiete años.

El nenúfar y la araña

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