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EL GIGANTE QUEBRADO
ОглавлениеSi en el alma de todo poeta anida la tesis dramática de la desproporción entre el ansia de lo sublime y lo estrecho de la realidad, ¿qué decir del drama de Gaspar Núñez de Arce, el más lírico de los poetas del siglo xix, que a la tragedia objetiva, pesadumbre eterna del poeta, unía la propia, la de ser un gigante del espíritu, encerrado en el cuerpo mezquino y raquítico de un hombre deformado? ¿Águila caudal, apresada en la estrecha morada de un mezquino gorrionzuelo? ¿Soñador de heroicas empresas, imposibles de realizar ni en la lucha ni en el amor, con su cabeza hermosa de gigante asentada, como por equivocación, sobre un torso desmedrado, bajito, de tórax semiaplastado y hundido?
Y esta tragedia era puramente accesoria e hija de la fatalidad: su cabeza de hermosura varonil, su perfil aquilino y severo, de ojos garzos de mirar profundo, vivo y exaltado; su voz fuerte y honda, que él ahuecaba en la oratoria, todo ello estaba, por desgracia, dentro de aquella «figura frustrada», como dijo de él la condesa de Pardo Bazán, porque el ama que lo criaba lo dejó caer, rodando por una escalera, y del accidente solo se salvó el espíritu, la poderosa psicología, numen creador, y el alma de robusto castellano, que esa hada perversa de los cuentos infantiles encerró, con su intervención, dentro del estuche carnal más inadecuado, en su raquítica pobreza, para los fulgores de su genio.
¿O es que, más bien, esa misma desgracia corporal, desviándole de las rutas de lucha y pasión que hubieran hecho de él un luchador de las contiendas íntimas de la patria, propias de la época en que vivió, le encogió y concentró carnalmente para que, estrujando su dolor y su rabia, pudiera dar de sí cuanto dio en sus cantos y en sus rimas?
Misterios de la vida. Pero si el hombre vive con todo su ser, solo queda en la memoria de las generaciones por sus obras espirituales. Y por ellas vivirá eternamente entre las gentes de habla castellana el pobre deformado corporal, coloso del espíritu y el canto poéticos.
Poeta que miraba hacia dentro, su inspiración inicial es siempre subjetiva. De cómo nos da su verdad interior, y nacen sus versos de sus estados de alma, es indicio su poesía «¡Treinta años!».
Han sido para mi daño
en la vida que disfruto,
un siglo cada minuto,
una eternidad cada año.
Núñez de Arce es un típico representante del casticismo castellano, que, si en la forma tiene por modelo a Quintana, se separa de la frialdad académica de este por toda la oleada del romanticismo. Y si representa el lirismo del xix, lo hace de manera bien diferente a Bécquer, el solitario, o a Campoamor, el filosófico y cerebral. No; en Núñez de Arce no hay sutilezas ni paradojas; es austero, valiente y castizo, tanto en la expresión como en el sentimiento.
Diome la austeridad la honrada tierra
donde nací…
Era un tanto místico, pero lleno de brío, de ritmo y de fuerza. Recordemos la última estrofa de su poema «El vértigo».
¡Conciencia, nunca dormida,
mudo y pertinaz testigo
que no dejas sin castigo
ningún crimen en la vida!
La ley calla, el mundo olvida;
mas ¿quién sacude tu yugo?
Al Sumo Hacedor le plugo
que a solas con el pecado,
fueses tú para el culpado
delator, juez y verdugo.
El paisaje revive en él con broncos y a la vez armoniosos acentos. ¿No se recuerda leyendo la primera de estas décimas aquella figura que nos pinta la voz de Dante como lengua de oro resonando en garganta de bronce?
Alguien le ha llamado el poeta de la duda; porque su alma, mística y creyente, al dolerse de la falta de fe de su siglo, parece como si a la vez diera abrigo a las torturas de su época:
¿Qué busco? ¿adónde voy? ¿por qué he nacido
en esta edad sin fe? Yo soy un ave
que llegó sola y sin amor al nido.
A este nido social, en que vegeta,
mayor de edad, la ciega muchedumbre,
al infortunio y al error sujeta
entre miseria y sangre y podredumbre.
Él necesita la fe. ¿Qué poeta no la ansía, y la busca, y la mima? La fe, en cualquiera de sus manifestaciones, es la materia prima de la alada queja poética. Para él no tiene la duda acentos; pero, a veces, llega a corroerle también el corazón:
La Musa del análisis, que armada
del árido escalpelo, a cada paso
nos precipita en el oscuro abismo
o nos asoma al borde de la nada,
¿no la ves, no la sientes en ti mismo?
¿Quién no lleva esa víbora enroscada
dentro del corazón?...
Pero esos son gritos de hambriento de fe; su espiritualismo no claudica nunca, y la musa severa del poeta se transforma, solo por excepción, en flagelo de burla y socarronería para atacar a Darwin y su teoría:
Que, removiendo lo pasado incierto,
sagaz ha descubierto
el abolengo del linaje humano.
[…]
¿Quién, que estime su crédito y su nombre,
no sabe que es el hombre
la natural transformación del mono?
[…]
Llegó a tal perfección un mono viejo;
y la vivaz materia por sí sola
le suprimió la cola,
le ensanchó el cráneo y le afeitó el pellejo.
No solo acentos vigorosos, de lírica campanuda, armoniosa y broncínea, debemos al poeta. También tiene acentos tiernos y suaves para cantar al suelo natal, a la adolescencia y al amor. ¿Quién no recuerda su Idilio? ¿Quién no ha arrullado sus melancólicos sueños de juventud con esas estrofas románticas, en que se canta al amor puro, tierno y delicado, que, como conviene al íntimo dolor del poeta, viene a guadañar, implacable, la muerte?
¡Oh recuerdos, y encantos y alegrías
de los pasados días;
oh gratos sueños de color de rosa;
oh dorada ilusión de alas abiertas,
que a la vida despiertas
en nuestra breve primavera hermosa!
¡Volved, volved a mí! Tended el vuelo,
y bajadme del cielo
la imagen de mi amor, casto y bendito.
Lucid al sol las juveniles galas,
y vuestras leves alas
refresquen ¡ay! mi corazón marchito.
¡Preciosa poesía, de tiernos acentos, de vigorosos paisajes de la tierra y delicados paisajes del alma, mezclados a descripciones pictóricas de los dos eternos seres del diálogo amoroso!
¡Hace ya tanto tiempo! Era yo mozo:
negro y sedoso bozo
mi sonrosado labio sombreaba.
El poema todo, con sus ternuras y sus luces, sus dolores y sombras, se encuentra contenido entre las dos estrofas análogas del comienzo y del fin, sin más variante que el motor, ya de placer, ya de dolor, que nubla de lágrimas los ojos del poeta:
Doblaba lentamente la campana:
ancha franja de grana
teñía el cielo de matices rojos;
sepultábase el sol en el ocaso…
¡Ay! yo detuve el paso,
y el llanto del placer cegó mis ojos.
Es el idilio que comienza, con aquella «niña de corazón sencillo y puro», cuyo amor nació ya con la ternura infantil:
Juntos como dos pájaros crecimos,
y juntos compartimos
la pena, el gozo, la inquietud y el llanto.
Y antes de que, al volver al hogar, muerta ella, «el llanto del dolor» ciegue sus ojos, tenemos allí, cantado con ritmo arrullador, el amor candoroso y desbordante de la niña pura:
«Quebrante la pasión que me sofoca
la cárcel de mi boca.
¡He llorado en silencio tantos días!
¿No me roban tu amor otras mujeres?
¿Es verdad que me quieres?
¡Si me engañases, Juan, me matarías!
No sabes que esta bárbara sospecha,
como acerada flecha
me ha traspasado el corazón. ¡Ay! ¡Cuánto,
cuánto he sufrido!» Hablábame gozosa,
y en su mejilla hermosa
la risa se mezclaba con el llanto.
Yo la escuchaba estático… ¡Aún la veo!
¡Aún en el alma creo
que resuena su voz, su voz vibrante
como el último acorde de una lira!
¡Aún me llama, aún suspira,
apasionada siempre y siempre amante!
Es en verdad exquisito hallar, en medio de la lírica vibrante y enérgica de Núñez de Arce, este remanso de amoroso romanticismo del Idilio, que si está empapado en las lágrimas de todo tierno y pujante amor frustrado, tiene el vuelo melódico de una abeja, cuajada de mieles, y tornada en mariposa para esparcirlas con mayor elegante ondular.
Es, además, casi la única poesía de esta naturaleza en toda su obra, y la que contribuye a darnos la fisonomía completa del poeta, que con este aspecto de viril dulzura y de poético arrobo nos muestra el otro yo de su creación, la sed de amor y de ternuras que se hermanaban en él con el autor de los Gritos del combate, de las estrofas «A la muerte de Ríos Rosas» y del famosísimo «Miserere».
A través del Idilio se escapa cuanto de afectivo y hondo encerraba la imagen maltratada por el destino, que encerraba en tosco vaso un alma de purísimo diamante y una mente de alto vuelo, generadora del estro lírico más removedor y vigoroso de la época.