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FEDERICO BALART, POETA DEL AMOR CONYUGAL

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¿Quién osó decir que el matrimonio es la tumba del amor? ¿Que es el disolvente de la poesía de este? Quienes eso afirman debían conocer el aspecto emotivo y tierno de la obra de Federico Balart, el cual, cultivando con éxito la crítica, el periodismo y, sobre todo, la poesía, desde sus años mozos, da a la imprenta su obra cumbre poética, la que hizo conocer su nombre a su época y a la posteridad, después de muchos años, cuando sufrió el sacudimiento sensitivo y moral de la muerte de la compañera de su vida.

Había sido hasta entonces Balart, murciano atraído por el brillante señuelo de Madrid, en el que se instaló, un escritor y poeta sereno, de clásica y sencilla forma, al que no aureolaba la popularidad, en aquella época de los titanes de la poesía, en la que absorbían el público aplauso poetas como Zorrilla y Campoamor. Era… un poeta más, con algunos volúmenes cuidados, que aguzaba y lucía especialmente sus cualidades de crítico y de escéptico.

Esa vena poética, la dedicación periodística y también la actividad política, pues actuó durante la España de la revolución de 1868 y la Primera República, siendo en diferentes épocas diputado, senador, consejero de Estado y subsecretario de la Gobernación, que es casi como serlo todo en política, de la que se apartó en 1875, al restaurarse la monarquía, todas ellas iban tejiendo mansamente su placentera vida, hasta que en 1880 surge en esta la tragedia, representada por la muerte de la que fue su amada, amante y tierna esposa.

Fue entonces cuando apareció el libro que lleva por título el nombre de ella: Dolores, publicado en esa fecha de 1880, en cuyos desgarradores acentos se eleva la lira del poeta; libro que le ganó su grande e imperecedera fama.

Por primera vez, se veía como musa del dolor del poeta, no a la niña prometedora de dichas, arca de ilusiones, vaga enseña de ideal, sino a la esposa, el alma del hogar, cuya ausencia era llorada en desgarradores cantos.

Yo te bañé con mi llanto,

yo te abrí la oscura caja,

y, dominando mi espanto,

yo te vestí la mortaja:

blanca toca y negro manto.

[…]

Y abismado en el dolor,

seis horas pasé mortales,

hablándote de mi amor,

al trémulo resplandor

de los cirios funerales.

[…]

Desde aquel amargo día

vivo en triste soledad;

y en esta lenta agonía,

la mitad del alma mía

llora por la otra mitad.

En el hombre ya maduro, el dolor hace expresarse al poeta con todas las puras e ingenuas emociones de los veinte años. Son esas poesías desgarradoras pláticas celebradas con la esposa muerta, a la que, como buscando cauce a su dolor, se dirige todas las noches cuando, cerrada su puerta a la faena diaria y a los ruidos del mundo, viene a recogerse, con amargura y fruición casi voluptuosa, en lo único que ya le queda: su hondo, lacerante dolor; y le dice:

Llevo en un relicario colgado al cuello

tu retrato y un rizo de tus cabellos;

y, sobre esas reliquias de mis amores,

la imagen de la Virgen de los Dolores.

[…]

¡Dios que escuchas mi llanto, que ves mi duelo,

llévame con mi esposa, llévame al cielo!

No hay, no, en Balart esa clase de dolor pudoroso que acompaña la tragedia de muchos perdidos amores; especialmente, dirán con malicia algunos, los conyugales. Así él, lo mismo que Stuart Mill, contempla desde su ventana la tumba que guarda los restos de la que fue durante diez años su esposa; pero no lo cuenta Stuart. Lo cuentan sus biógrafos. Balart traduce en gemidos y clamores propios esa muda contemplación de todos los días, sobre una tierra que aprisiona los restos mortales de la que partió:

Entre oscuros cipreses ven las aves

una tumba ignorada:

para dos fue labrada —¡tú lo sabes!—.

Aún la mitad, Señor, está vacía,

y un cadáver me espera.

¡Logre, logre su ansiada compañía

mi pobre compañera!

No estamos en presencia de un hombre que, cual acontecer suele a algunos poetas, explota su dolor, exprimiendo sobre la multitud, en versos editados y bien vendidos, el sangrante corazón. No, se trata de un dolor profundo, sincero, que, constante e inagotable, lacera el corazón varonil. Por eso encontramos con preferencia, entre estas numerosas poesías consagradas «A Dolores», las fechas de aniversario, que se cuentan y pasan como las de un rosario doloroso, al que se pregunta cuándo la muerte, apiadada, querrá poner fin al lento y pavoroso pasar. Se cuentan los tres años:

Pasa un día y otro día,

pasa un mes tras otro mes:

tanto tiempo va pasando

que contarlo ya no sé.

Se cuentan los cuatro, los cinco, los seis años:

Seis años ha que arrastro mi cadena,

siempre a esta vida inútil amarrado.

Los diez años:

Diez años llevo sufriendo

a solas con mi pesar,

diez años llevo cerrando

los ojos a la verdad.

No son en él vanos ripios las frases de «arrastrar su cadena», o pedir clemencia al cielo en forma de muerte liberadora. Es que, para Balart, parece, en efecto, haber terminado la vida al segar la muerte la de Dolores. Aquel hombre de tantas actividades, apenas si labora ya más que lo necesario para subsistir; aquel que tuvo tan señaladas posiciones vive modesto y muere pobre; porque en la vida ya no hará más que lo que galeote amarrado al remo: bogar lo indispensable, sin entusiasmo, sin fe, sin ardor. No solo llora el pasado perdido, gime por el porvenir frustrado, por su sueño de gozosa calma, en una vejez cuyo cuadro pinta con ternura:

Yo esperaba que Dios me dejaría

gozar la paz de la vejez contigo,

y que el sol de tu invierno me daría

serena luz y bienhechor abrigo.

[…]

Yo esperé que corrieran nuestras vidas

como van por oteros y por lomas

de dos en dos las tórtolas unidas,

de dos en dos unidas las palomas.

En esa aflicción, mansa y callada, que se une a su fe, rediviva, y a su esperar la muerte, hay una ternura que ganó al público e hizo célebre su último libro. Apenas si había un hogar, sólidamente constituido, en el que no se guardara, como un libro de plegarias, el volumen Dolores; apenas si hubo una mujer casada que no soñara con aquella rara dicha de ser llorada y cantada al correr de las horas, al pasar de los días y al volar de los años, con tal imperecedero e inagotable amor.

La constancia de Federico Balart en su dramática poesía amoroso-conyugal era un tan raro ejemplo, una riqueza de imágenes desbordantes y tiernas sobre el hogar, tan raras veces cantado, que todos los hogares se sentían interpretados y avalorados por aquella musa del xix que, vuelta de espaldas al escepticismo y a la indiferencia, fingida o real, hacia lo que representaba la vida diurna, mansa y tranquila del matrimonio, se obstinaba en levantar su voz para exaltar y dignificar el hogar.

Del amor y otras pasiones

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