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UNA HEROICA PARLAMENTARIA ESPAÑOLA.
CONVERSACIÓN CON CLARA CAMPOAMOR
Оглавление«Si las mujeres mandasen», dice una antigua canción zarzuelera. Pero esto ya se ha realizado, por lo menos en España. Es verdad que todavía no hay una «ministra» en el Gobierno español, pero todo nos induce a presagiar que en un porvenir cercano alguna mujer ha de sentarse entre los ministros de la República. Por el momento hay tres diputadas en las Cortes. Y las mujeres españolas, por una ley de máxima plenitud, pueden desde ahora votar en las urnas como los hombres, participar libremente en los sufragios y elegir a los diputados que ellas prefieran.
¿Cómo se ha consumado semejante prodigio de democracia? La empresa, naturalmente, no ha sido fácil. Ha precisado un poco de heroísmo y la colaboración de un paladín tesonero capaz de todas las obstinaciones, de todas las elocuencias y de la convicción más inquebrantable. ¿Un hombre? No. El paladín del voto femenino en España ha sido una mujer. Ha sido esa mujer que lleva dos nombres tan amables, tan encantadoramente femeniles: Clara Campoamor. La misma que cordialmente accede a aceptar en mi casa mi modesta cena familiar, que yo se la ofrezco en nombre de Caras y Caretas. Así podremos hablar en aire amistoso y franco de una cuestión tan revolucionaria como es la entrada de la mujer española en la nueva política nacional.
José María Salaverría: ¿No le asusta a usted, señorita Campoamor, la grave responsabilidad que ha contraído? Dicen por ahí que ha firmado usted la sentencia de muerte de la República. Muchos aseguran que la mujer española sigue siendo esclava del confesionario, y que solo votará a quienes señalen los sacerdotes.
Clara Campoamor: Todo eso lo conozco. Pero no hago ningún caso de ello. Los hombres acostumbran hablar de las mujeres guiándose únicamente por prejuicios tradicionales. Creen conocer los secretos del alma femenina, y en realidad no saben nada de nada. Así resultan los eternos engañados.
J. M. S.: ¿A pesar de El burlador de Sevilla?...
C. C.: Sí, a pesar del mito de Don Juan. Pero dejemos aparte la literatura. Lo exacto es que los hombres que tratan de política no se han dado cuenta del enorme progreso, de la profunda transformación que se ha operado en estos últimos tiempos en la mujer. Yo rechazo con energía la versión de que la mujer española vive subordinada al sacerdote. En último caso, la que obedezca las inspiraciones del catolicismo no hará otra cosa que cumplir con sus deberes ideológicos, lo mismo que la mujer obrera, al votar por los candidatos socialistas, obedece al mandato de sus principios.
J. M. S.: Como usted sabe, de ahí sacan, señorita, una de sus principales objeciones los adversarios del voto femenino. Suponen que las mujeres españolas se dividen en dos únicas categorías: católicas y proletarias. Según esto, el voto de la mujer hará que el Parlamento se componga casi exclusivamente de diputados reaccionarios y socialistas.
C. C.: Es verdad; así razonan los puros y celosos republicanos. Temen el extremismo de la mujer, y de esos republicanos, en efecto, he recibido en el Parlamento las más furiosas acometidas. Son los que muestran más miedo a las consecuencias de la nueva ley, porque se sienten los menos seguros. Son los que presagian el fracaso de la República ante la conspiración sufragista de las mujeres. ¡No! Si la República tuviera que morir por un azar del destino, no sería por las manos de la mujer. Y porque confío profundamente en el alma femenina es por lo que he defendido con pasión su derecho al sufragio político. Además...
J. M. S.: ¿Aceptará usted un poco de vino en su copa, señorita?
C. C.: No bebo vino, gracias. Además... Hay en esto una cuestión de decoro que no podemos pasar por alto. Después de todas las propagandas democráticas, y cuando creíamos que inaugurábamos un régimen de justicia y de leal libertad, resulta que unos señores se asustan de sus propias ideas y les ponen un límite. Esos señores acuerdan que la mujer no está todavía preparada para el uso de las actividades políticas. Lo cual equivale a declararla irresponsable. Es decir, un ser inferior… ¿Puede consentirse semejante arbitrariedad? ¡Nunca! Si veinte veces se plantease la misma cuestión, veinte veces correría yo a defender con todas mis fuerzas los derechos de la mujer a la igualdad política con el hombre. Por convicción bien razonada, desde luego; pero además, y sobre todo, por decoro.
J. M. S.: Clara, es usted una mujer valiente. Usted misma es el mejor argumento de la causa que defiende. Sabe usted luchar; tiene usted temperamento de luchadora... Esto quiere decir que su vida no ha sido una dulce carrera entre flores.
C. C.: ¡Evidente! Si la vida me ha brindado el regalo de las flores, también es cierto que no se ha olvidado de las espinas. Mi vida puede expresarse con una sola palabra: trabajo. Durante dos años he sido empleada en una oficina de telégrafos; he estudiado a horas perdidas la carrera de Leyes; he trabajado en mi bufete de abogada, al mismo tiempo que pronunciaba conferencias en el Ateneo y discursos políticos en los mítines populares... Pero no me quejo. Como usted puede comprobar, esa vida de lucha y de duro trabajo no ha extinguido ni mi entusiasmo ni mi buen humor.
J. M. S.: Es cierto, señorita. Lo admirable en usted es la ausencia de acritud, la completa eliminación de gravedad, de resentimiento y de pedantería. En eso hace usted justicia al prestigio del eterno femenino. Usted parece aceptar la lucha, no como una penosa fatalidad, sino como una grata obligación de la naturaleza. Así se explica que en el fragor de las contradicciones y ante la furia de tantos intereses partidistas como usted ha venido a defraudar, nunca le ha faltado a usted en el Parlamento la consideración de sus adversarios. Lo cual nos demuestra que la sinceridad y la línea recta pueden ser, hasta en política, el arma que mejor conduce al éxito. Pero es un arma que no se puede escoger...
C. C.: Efectivamente; la sinceridad no se finge. Se es o no se es sincero. En política, otros presumen de hábiles; yo prefiero obedecer a mis impulsos y mis ideas más personales. Para muchos, por ejemplo, podrá ser una enorme habilidad política el promover una revolución con todas las bellas promesas democráticas para luego, a la hora del pago, hacer un oportunista escamoteo con las ideas más esenciales. La República nos prometió a las mujeres la igualdad de derechos con el hombre. Yo no he querido transigir con los oportunistas. Y eso es todo.
J. M. S.: Ahora solo nos queda esperar que la experiencia hable con su lenguaje preciso. Las primeras elecciones que se celebren nos dirán si ha acertado usted o si ha cometido un error. Por mi parte, yo creo que vale la pena poner a prueba a la mujer española. ¿Hay algún otro pueblo latino que conceda el voto democrático a la mujer?
C. C.: Ninguno. España es la primera nación latina que arrostra esa experiencia. Y yo tengo la convicción de que las mujeres españolas serán dignas del honor y la responsabilidad que se les ha conferido. Pronto se han de ver los resultados. Con la intervención directa de la mujer, la política en España va a transformarse profunda y radicalmente.
J. M. S.: Que la transformación sea para mejorar, señorita. ¿Un cigarrillo?...
C. C.: Sí, vamos a fumar. Gracias...