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Prólogo

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Londres, 1890

Juliet Braxton odiaba Inglaterra.

Bueno, esa afirmación no era del todo cierta; en realidad le gustaba mucho, pero no lo reconocería frente a su abuela a menos que le amenazara con arrancarle los pulgares, y aun así estaba segura de que hubiera podido soportar unas cuantas horas de tortura con bastante aplomo.

Porque si algo podía asegurar era que ella jamás comprendería a cabalidad el motivo por el que mostraba tanta aversión a ese país, pese a lo simple que resultaba; lo único que quería era volver a su hogar.

Sí, porque Juliet no era inglesa, aunque a su abuela le encantara fantasear lo contrario. Era una orgullosa americana, con sangre de inmigrantes corriendo por sus venas, y pese a los intentos de su abuela, la ilustre y muy digna lady Victoria Ashcroft, su mayor anhelo era subirse al barco más cercano y navegar hasta esa tierra que tanto amaba.

Sus recuerdos más preciosos transcurrieron allí, en la felicidad de esa mansión que su padre empezó a soñar al día siguiente de conocer a su madre, según le contaban ambos al fuego de la chimenea, cuando era apenas una niña pequeña y escuchaba sus relatos con los grandes ojos abiertos como platos.

No lograba comprender del todo el significado de cada una de sus palabras, pero sabía que el amor que se profesaban el uno al otro era equivalente al que sentían por ella, y eso era suficiente.

Debieron pasar algunos años para apreciar la historia de su amor en toda su magnitud.

Su madre fue una jovencita inglesa, de buena cuna y muy bella, que insistió en acompañar a su padre en uno de sus viajes al otro lado del océano, pese a las protestas de la familia; pero lord Ashcroft tenía debilidad por su única hija y, considerando que su debut en sociedad estaba muy próximo ya, creyó que bien podría darle el gusto de conocer ese país que a él le maravillaba, como una última aventura compartida.

Lo que no pudo prever fue que una vez allí conocería al hombre que le robaría el corazón y por el que decidiría dejar atrás todo lo que se esperaba de ella.

Nada de presentaciones en la corte o bailes de tímidas debutantes; su lugar estaba junto a Edward Braxton, ese joven heredero de una fortuna trabajada a fuego y acero, literalmente, en los muelles de esa gran ciudad llamada Nueva York, que ahora le acogía como un segundo hogar.

De haberse tratado de un hombre de poca riqueza, tal vez habría resultado más sencillo imponerse a los deseos de la joven Katherine, pero como no era el caso, y este se encontraba en una excelente posición para ofrecerle todas las comodidades a las que estaba acostumbrada, no hubo forma de que lord Ashcroft pudiera negarle la mano de su hija, y con el pasar de los años, al ser testigo de su inmensa felicidad, no pudo menos que congratularse por la decisión adoptada.

Pero el destino puede ser muy cruel, y con frecuencia el amor no es suficiente para asegurar la dicha eterna. La madre de Juliet murió de una afección pulmonar totalmente inesperada; apenas debió resistir unos días de agonía antes de fallecer, dejando a un esposo inconsolable y una pequeña niña de seis años que no podía hacerse a la idea de que jamás volvería a contemplar la sonrisa de su madre.

Edward Braxton nunca pudo recuperarse de la pérdida, pese a que amaba a su hija con todas sus fuerzas y tenía por mayor anhelo asegurar su felicidad. Se negó a permitir que la pequeña Juliet fuera enviada a Inglaterra, tal y como exigían los parientes de su fallecida esposa, especialmente la madre de esta, que nunca vio con buenos ojos su unión, y ahora reclamaba a su nieta para encargarse de su crianza.

Durante cinco años se entregó al trabajo y a hacer feliz a su pequeña, brindándole todas las comodidades, su tiempo y amor, y aun cuando la ausencia de la madre era un agujero infinito en sus corazones, aprendieron a vivir con esperanza y ánimo en el futuro.

Lamentablemente, pocas semanas después de su décimo primer cumpleaños, Juliet se vio nuevamente obligada a despedirse del que había sido su compañero más querido desde que tenía memoria. Edward Braxton dejó de existir una mañana de abril, preso de una fiebre adquirida de forma inexplicable. Apenas tuvo tiempo para acariciar los rizos de su pequeña antes de expirar.

Aunque Juliet contaba con la protección de su precavido padre, que había dispuesto que toda su fortuna fuera para ella en cuanto cumpliera los veintiún años de edad, siendo apenas una niña necesitaba la protección que solo un adulto podría proporcionarle. No faltaron personas en su país que se ofrecieran gentilmente, y por amor a sus padres, a encargarse de ella, pero una vez más, desde el otro lado del mar, su abuela hizo oír su voz, y esta vez tuvo éxito en sus pretensiones. Su nieta iría a Inglaterra a vivir con ella, lo deseara o no.

Juliet lloró desde el momento en que debió colocar sus muñecas en los pesados baúles que las doncellas habían preparado para el largo viaje, hasta su llegada a la costa de ese país que le resultaba por completo desconocido.

La presencia de esa abuela imponente a la que jamás había visto no consiguió más que aumentar su angustia, pero una vez allí, enfrentando su destino, recordó las enseñanzas de su padre, que le infundió siempre el coraje frente a la adversidad y la fuerza necesaria para afrontar los cambios repentinos con esperanza.

De modo que tan pronto como llegó a la mansión de su familia materna, decidió que se comportaría tal y como su padre esperaría de ella, y que llegado el momento, cuando pudiera decidir por sí misma, retornaría al que consideraba su único y verdadero hogar.

En busca de un hogar

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