Читать книгу En busca de un hogar - Claudia Cardozo - Страница 6
Capítulo 1
ОглавлениеEl conde Arlington se enorgullecía de su habilidad con los caballos; en numerosas ocasiones había logrado ridiculizar a más de un petimetre arrogante que creyó divertido retarlo a una carrera.
Esa tarde, sin embargo, mientras cabalgaba por el pequeño bosque a unas cuantas leguas de su propiedad, iba tan ensimismado en sus sombríos pensamientos, que no prestaba mayor atención al camino.
Acababa de sostener una fuerte discusión con su madre que lo dejó exhausto y malhumorado; la única vía de escape que encontró para poder pensar con tranquilidad fue tomar un caballo y cabalgar tan lejos como le fuera posible.
No temía a su madre; en un hombre de su edad y posición hubiera resultado ridículo, pero tal vez fuera el profundo amor que le profesaba lo que inspiraba ese fastidio al verse envuelto en la misma disputa una y otra vez.
¿Qué podría querer una mujer inteligente y amorosa como ella de su único hijo? Bueno, era muy sencillo de adivinar; deseaba verlo casado, y a la brevedad posible, para mayores señas.
Desde luego que el conde comprendía su esperanza; su madre no había mostrado más que simple y sencilla adoración por él desde que tenía memoria, y era lógico suponer que esperaba hacer otro tanto con los futuros nietos que él tan egoístamente se negaba a procrear; esas debieron de ser sus palabras, no estaba del todo seguro, nunca podía estarlo con su madre que, cuando le convenía, usaba las expresiones menos apropiadas para una dama.
Para ser honesto consigo mismo, a veces sentía lástima por ella, sabía que encontraba la enorme casa que habitaban como un lugar vacío y falto de vida. Sus continuos viajes no ayudaban en absoluto, y su madre, que prefería el campo a los vaivenes de Londres, pasaba mucho tiempo a solas, sin más compañía que la de los sirvientes y algún pariente obtuso que aprovechaba su ausencia para disfrutar de las comodidades de Rosenthal Hall.
Él, en cambio, y casi le avergonzaba reconocer su egoísmo, prefería esa vida plácida de soltero empedernido, sin más responsabilidades que las de llevar las riendas de su familia de forma apropiada, labor que estaba seguro cumplía con creces.
Largas temporadas atendiendo sus negocios en Londres, viajes al extranjero que no resultaban tan placenteros como hubiera deseado, y muchas preocupaciones para mantener a la familia correctamente provista.
Por consiguiente, en su opinión, hubiera sido poco menos que absurdo involucrarse en un asunto tan espinoso como buscar una mujer apropiada para convertirla en la señora de Rosenthal. Desde luego que aceptaba su obligación de engendrar un heredero en cierto momento, pero con veintiocho años no creía estar tan cerca de la senectud como para ir con prisas.
Cuando fuera el momento propicio, organizaría sus asuntos para pasar una temporada en Londres, socializaría con jovencitas apropiadas y sus astutas madres, y escogería a la que pudiera desempeñar mejor el lugar que estaba dispuesto a ofrecer, el cual no era nada deleznable.
¿Un poco cínico? Quizá, pero honesto y práctico, dos cualidades de las que también se encontraba muy orgulloso.
De modo que su incomodidad, a su parecer, era más que justa. Deseaba paz en los escasos momentos de descanso que podía permitirse, pero se veía en la necesidad de prácticamente escapar de casa como un adolescente imberbe por causa de su madre.
Insólito.
El sentimiento de culpabilidad daba paso a la ira y, curiosamente, eso le hizo sentir mucho mejor, aunque no por ello tuvo más cuidado en su cabalgata. Tal vez hubiera sido buena idea escoger a un caballo menos bravío para ese escape tan poco decoroso, y aún mejor, mantener la vista en el camino.
Sin embargo, para cuando reparó en estos dos detalles tan importantes, era ya muy tarde; algo debió de asustar a Byron, que se encabritó, tirándolo de la silla, y nunca se enteraría de cuál fue la causa, porque en ese momento su más grande preocupación fue caer con el mayor cuidado, todo el que se puede tener en un momento como ese para al menos no romperse el cuello.
Luego daría gracias al cielo por haber logrado caer en terreno blando, pero en ese instante lo único que deseaba era recuperar todo el aire que parecía haber escapado de sus pulmones, dejándolo con la respiración agitada y la vista borrosa. Su mente funcionaba a toda velocidad, la suficiente para identificar el espantoso dolor que empezaba a circular de su pie derecho a la rodilla, y, de no sentirse tan mal, hubiera encontrado una forma de incorporarse.
Habría pasado valiosos minutos en ese trance, pero quiso la fortuna que cuando estaba a punto de desvanecerse, unos pasos ligeros se acercaron con rapidez a donde él se encontraba. No podía levantar la cabeza o articular palabra, pero escuchaba perfectamente lo que se decía a su alrededor.
—¡Daniel, por Dios, olvida el caballo! Está mucho mejor que este pobre hombre.
Suponía que con «pobre hombre», esa voz se refería a él, e intentó recordar cuándo fue la última vez que alguien lo llamó así.
—Va a perderse.
—Lo dudo, parece ser de la zona, encontrará el camino de vuelta a casa; ahora, ayúdame con él, vamos.
El conde abrió y cerró los ojos hasta que empezaron a lagrimear, inquieto por el giro que estaban tomando los acontecimientos. ¿A quiénes pertenecían esas voces? Nunca las había escuchado.
Eran jóvenes, mucho, eso era seguro; una pertenecía a un muchacho, el llamado Daniel, suponía, la otra era delicada, femenina y con cierto deje gruñón que habría encontrado gracioso en otras circunstancias.
—Creo que se ha roto el pie —la voz era de la joven, y se oía casi a su altura ya.
—Siempre pensando lo peor…
—Y usualmente acierto, no lo olvides.
El conde hubiera deseado poder hablar para decirles que dejaran de discutir y le ayudaran o al menos que simplemente callaran, porque sentía que su cabeza iba a estallar en cualquier momento.
Pero no fue necesario que pensara más en ello, porque la cosa más sorprendente ocurrió a continuación.
De pronto, mientras veía al cielo y sentía sus oídos zumbando, una visión se presentó ante sus ojos. Era lo más bello que había visto jamás, lo que le hizo pensar que tal vez después de todo sí que se había roto el cuello.
Nunca, en todos los años de su vida, había contemplado unos ojos tan azules, cutis más terso y unos labios tan rosados. Ese ángel que lo miraba con el ceño fruncido, lo que le pareció un poco extraño, porque en su opinión los ángeles no deberían hacer tal cosa, llevaba sus largos cabellos apenas atados con descuido, y los mechones cayeron a ambos lados de su rostro cuando se agachó a su lado para verlo con más atención.
¿Qué debía hacer ahora? ¿Rezar?
El ángel se acercó aún más, sin dejar de contemplarlo y cuando esperaba que empezara a recitar alguna letanía acorde a la ocasión, le hizo la pregunta más extraña:
—¿Cuántos dedos ve?
Tras pasar las últimas semanas en Londres con su abuela y primo, Juliet recibió la noticia de su visita al campo como una flor recibe el rocío en la primavera; no pudo sentirse más feliz ante la perspectiva de cambiar de aires y disfrutar de la paz que encontraría en las praderas, lejos de la ciudad.
Si bien, gracias a que acababa de cumplir dieciocho años, su abuela había decidido postergar su debut en sociedad la temporada anterior, no tendría la misma suerte con la venidera y, además, tampoco se había librado de tener que departir con infinidad de amistades de la familia que visitaban la residencia Ashcroft. A muchos los conocía, claro, su abuela se encargaba de ello, pero no por eso le resultaban más interesantes.
Una vez escuchó a escondidas cierta conversación sostenida por dos de sus tías lejanas, Dios la librara de que su abuela se enterara, en la que hablaban de ella, y aún le ardían las mejillas tan solo de recordarlo.
Según estas, esperaban que tan pronto como hiciera su debut en sociedad, recibiera una buena cantidad de propuestas matrimoniales, y lo mínimo que estaba dispuesta a aceptar su abuela era a un conde. Después de todo, aun cuando su padre no fue un hombre de buena cuna, o lo que ellas consideraban como tal, ese detalle carecía de importancia cuando se tomaban en cuenta los antecedentes de su familia materna, su belleza, y lo que más le disgustó oír, su fortuna.
Claro, como si la idea de que un hombre deseara casarse con ella solo por su apariencia y dinero fuera algo agradable para oír.
A diferencia de otras jóvenes de su edad, a Juliet la idea del matrimonio no la sumía en ensoñaciones y suspiros; al contrario, a su parecer el casarse solo complicaría sus planes de volver a América.
Cierto que no había tratado a muchos hombres, por supuesto, pero conocía a varios jóvenes que asistían con frecuencia a las veladas en la residencia Ashcroft y ninguno le había causado una gran impresión. Tal vez uno o dos le resultaron agradables a la vista y hasta simpáticos una vez que entablaron conversación, pero nada más.
El único ejemplar del género masculino con el que se sentía plenamente cómoda, y a quien apreciaba con un cariño sincero, era su primo Daniel, y ya que lo veía como a un hermano, era lógico suponer que no podía incluirlo en sus cálculos.
De modo que esa era su situación actual; pasaba casi todo el tiempo con su abuela y primo, que tenía por familia más cercana a un padre que viajaba casi todo el año, de modo que se había convertido ya en una presencia constante en su vida. Era difícil imaginar el día a día sin él, aun cuando la mayor parte del tiempo discutían, si bien sus disgustos no les duraban mucho tiempo; se parecían mucho y eso les permitía comprenderse con facilidad.
La llegada al campo, a la propiedad de unas queridas amistades de la familia, que contaban con acres y acres de terrenos, amén de una casa de ensueño, fue muy bien recibida por Juliet, y el saber que no solo iría en compañía de su abuela, sino también de Daniel, fue un gran alivio; así tendría con quien divertirse.
Los primeros días debieron controlar sus ansias de explorar, ya que los dueños de la casa deseaban tenerlos a la vista casi todo el tiempo, cosa que le costaba comprender, porque no podía imaginar qué encontraban de interesante en dos muchachos de apenas dieciocho y diecinueve años, a cuál más taciturno.
Pero tan pronto como agotaron todos los temas de conversación, se encontraron en libertad de recorrer la casa y los grandes jardines a su gusto. Su abuela, que usualmente los seguía con ojos de halcón, quizá suavizada por el ambiente bucólico, les permitió dar paseos más largos y hasta pedir caballos prestados para visitar los terrenos siempre y cuando no se alejaran demasiado.
Fue precisamente una de esas mañanas en que llevaban a los alazanes de las riendas mientras admiraban el paisaje, que oyeron ese relincho tan poco común, y decidieron acercarse para ver lo que pasaba.
Su abuela se habría disgustado de saber que habían desobedecido sus órdenes al dejar los lindes de la propiedad, pero, de haberlo hecho, no habrían sido testigos de ese accidente.
Cuando observaron al jinete caer del caballo, intercambiaron una mirada espantada, y mientras Daniel se hacía cargo de sus monturas, Juliet corrió hasta llegar cerca del hombre que apenas sí respiraba sobre la grama.
Dio pasos cortos, aterrada ante la posibilidad de encontrarlo muerto, pero comprobó rápidamente que su pecho bajaba una y otra vez, si bien la dificultad era notoria, lo mismo que el extraño ángulo de su pie derecho.
Cuando vio que Daniel, en lugar de ayudar, parecía más preocupado por el caballo que se alejaba al galope, lo llamó al orden, y terminó de recorrer la escasa distancia que la separaba del hombre caído.
Sin pensar en su vestido, se arrodilló, se hizo el cabello hacía atrás y vio fijamente al herido, que le devolvió la mirada de un modo tan extraño que empezó a parpadear, sin comprender muy bien ese raro agitar que sentía en el pecho.
Tal vez se debiera a que nunca había estado tan cerca de un hombre como este; a pesar de la caída y el poco atractivo estado en el que se encontraba, no podía negar que tenía unos rasgos muy agradables a la vista, con un cabello claro espeso y unos ojos que a simple vista parecían grises, aunque tal vez tuvieran algo de azules, era difícil asegurarlo por la forma en que la miraba.
Entonces, recuperando el aplomo, dijo lo primero que hubiera preguntado su padre para comprobar el estado de una persona en semejantes circunstancias. Luego de poner la mano de modo que pudiera verla, le preguntó cuántos dedos mostraba.
El pobre hombre debía de encontrarse más confundido aún de lo que parecía, porque no le contestó, sino que continuó con la vista fija en su rostro, lo que empezó a perturbarle, y se sintió muy agradecida cuando Daniel llegó a su lado.
—¿Está bien?
—¿Te parece que está bien? —se arrepintió de inmediato por su respuesta cortante; Daniel no tenía la culpa de su incomodidad—. Insisto en que se ha roto el pie, ¿qué podemos hacer?
Se giró para mirar a su primo, en parte para oírle mejor y también para retirar la mirada de esos ojos que no le quitaban la vista de encima.
—No lo sé, supongo que lo mejor será sacarlo del camino y llevarlo a un doctor, por supuesto —Daniel tenía una maravillosa habilidad para señalar siempre lo evidente.
—Estoy de acuerdo, pero creo que la pregunta es cómo haremos eso; obviamente no podemos moverlo sin ayuda, y en todo caso no estoy segura de cuál será el mejor lugar para llevarlo.
—¿Con los Sheffield? —se refería a sus anfitriones—; ellos conocerán a un médico, es más, posiblemente sepan de quién se trata, quizá sea uno de sus vecinos.
¡Por supuesto! ¿Cómo no se le había ocurrido a ella?
—Tienes razón, pero si es así, tal vez su casa esté aún más cerca que la de los Sheffield.
—Ayudaría si dijera algo…
Juliet no pudo menos que estar completamente de acuerdo con esa frase, ¿se habría golpeado tan fuerte la cabeza que no podía recuperar el habla aún?
—Señor. —Se agachó una vez más, mirándolo con atención—. Por favor, haga un esfuerzo, deseamos ayudarle; si fuera tan amable de decirnos su nombre, en qué dirección se encuentra su casa…
Su reacción la sorprendió tanto que un gemido escapó de su garganta; el hombre alzó el brazo con una rapidez sorprendente para su estado y, tomando su muñeca con fuerza, la jaló hacia sí.
—Rosenthal —susurró, antes de perder el conocimiento.