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Capítulo 2

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Cuando Robert Arlington recuperó la consciencia, le costó un momento recordar todo lo acontecido, por lo que mantuvo los ojos cerrados el tiempo necesario para aclarar su mente.

Buscando en su memoria, recordó la caída del caballo y dedicó unos segundos a pensar en qué habría ocurrido con él, pero pronto esa preocupación varió en la extrañeza de la última imagen que podía rememorar.

Ese excepcional ángel… No, no se trataba de un ángel, era una joven, la misma que se ofreció a ayudarle en ese momento de desesperación. No podía recordar qué había pasado luego de que lograra decirle el nombre de su propiedad, suponía que fue entonces cuando perdió del todo el sentido.

Un aroma a flores acudió a su memoria, el mismo que sintió cuando la joven se hincó a su lado para hablar con él; un perfume dulce y poco común, tanto como ella.

Ya más tranquilo, al constatar que su memoria no había sufrido mayores daños, abrió los ojos para comprobar que, tal y como sospechaba, se encontraba en su propia cama, en Rosenthal Hall.

Contempló la figura que permanecía a escasos metros, recostada sobre su sillón favorito, y dirigió la vista a su pie, exhalando un suspiro fastidiado al comprobar lo que tanto temía. Entablillado, y con vendajes que lo cubrían hasta la rodilla, este descansaba sobre un almohadón.

—¡Robert! Dios mío, ¿cómo te encuentras? —Desde luego, fiel a su costumbre, se respondió a sí misma—. Debes de sentirte terrible; estás tan pálido, espera un momento, voy a por el doctor Granwood.

—Madre…

Aun cuando su voz no hubiera brotado tan débil y ronca como un graznido, su madre no le habría hecho caso, algo a lo que estaba por completo acostumbrado. Era una mujer enérgica y decidida que, como podía asegurar, haría todo lo que estuviera a su alcance para proteger a los suyos.

Volvió tan solo unos minutos después, acompañada del médico de cabecera de la familia, el ya muy anciano doctor Granwood, que apenas sí lograba seguirle el paso.

—Milord, me alegro de que recuperara el conocimiento tan pronto —comentó el galeno, en tanto abría su maletín para hacerse con los instrumentos necesarios a fin de auscultarlo.

—¿Ha pasado mucho tiempo? Me siento algo mareado…

—Es por el láudano, milord, le administré una pequeña dosis para poder encargarme de su pie; debemos dar gracias de que resultó sencillo componerlo y con unos preparados que voy a recetarle soldará muy pronto.

—¿Cuánto tiempo cree que será necesario? —su madre, a solo unos pasos de distancia, se adelantó a su pregunta.

—Tratándose de un hombre joven y fuerte, como es su señoría, no puede tardar más de un mes.

—¡¿Un mes?!

El conde le dirigió una mirada socarrona a su madre, que tuvo el decoro de sonrojarse por su exabrupto.

—Bueno, un mes no es mucho tiempo, claro —se apresuró ella a añadir, tras aclarar su garganta—; lo importante es que se recupere por completo.

—Y así será, milady, en gran medida gracias a que se actuó con la debida premura. —El doctor dejó sus instrumentos y lo miró desde su altura—. Debe de estar muy agradecido al joven que lo socorrió.

Robert pestañeó con rapidez, haciendo lo posible por comprender sus palabras.

—¿Joven? ¿A quién se refiere?

Su madre se adelantó a responderle.

—Al que te trajo a casa, por supuesto —indicó—. Me siento muy avergonzada por no haber preguntado su nombre, pero al verte en la carreta sufrí tal sobresalto que no pude pensar más que en ir a por ayuda.

Lo que Robert escuchaba no tenía mayor sentido. Un joven, una carreta, no entendía nada.

—Madre, dices que un joven me trajo aquí, en una carreta, ¿podrías explicarte?

—Tal y como lo oyes, ¿no lo recuerdas? —Su madre se adelantó unos pasos para ocupar la silla al lado de la cama, luego de que el médico amablemente le hiciera un gesto—. Acababa de dejar mi costura cuando unas voces en el patio llamaron mi atención y bajé a toda prisa; ahora que lo pienso, debí presentir que algo te había pasado.

—¿Qué ocurrió luego? —la instó a continuar.

—Bueno, este joven hablaba con dos de los lacayos y Bates —se refería al mayordomo—, que se apresuraron a ayudar para subirte a tu habitación en tanto enviaban a alguien a buscar al doctor Granwood; apenas alcanzó a explicarme que te había visto caer del caballo y en cuanto le dijiste el nombre de la propiedad corrió al camino, en donde encontró al dueño de la carreta, que es uno de los arrendatarios de las granjas, por cierto, y juntos te trajeron a casa. Se lo agradecí profundamente, claro, pero como te he dicho ya, no le presté toda la atención que merecía.

Robert agitó la cabeza ligeramente, aún un poco confundido. Suponía que el joven de quien hablaba su madre debía de ser el mismo con quien la muchacha hablaba en el camino, pero él no alcanzó a verlo antes de desmayarse. ¿Y qué habría pasado con ella?

—Y este joven… ¿estaba solo?

Su madre juntó ambas cejas, como hacía siempre que algo la desconcertaba.

—Bueno, no solo, por supuesto, le acompañaba el granjero.

—Sí, sí, eso lo recuerdo, me refiero a si no le acompañaba nadie más; además del granjero, claro.

Lady Elizabeth hizo un movimiento enérgico, muy similar al de su hijo.

—No, en absoluto, lo habría notado. —Se adelantó en la silla, con una mirada interesada—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Recuerdas a alguien más?

Robert negó de inmediato, no queriendo mencionar a la misteriosa joven de la que ni siquiera conocía el nombre, y tal vez fuera lo mejor. Después de todo, si paseaba por el campo con un muchacho y sin supervisión, develar su presencia solo la pondría en problemas, siempre y cuando pudiera saber de quién se trataba.

—No, madre, apenas puedo recordar al joven que mencionas —respondió al fin—; debe de ser por el impacto de la caída y el láudano.

El médico se adelantó para inspeccionar sus rasgos, con ademán concentrado y profesional.

—Desde luego, milord, le recomiendo que procure dormir; verá que en cuanto despierte se sentirá mucho mejor.

—Claro, excelente idea —aprobó la condesa.

Luego, sonrió con cariño a su hijo, se encargó de correr las cortinas, e hizo un ademán al médico para que la siguiera fuera de la habitación.

Una vez que se encontró a solas, Robert cerró los ojos, y poco antes de quedarse dormido, un rostro acudió a su memoria, el mismo que lo acompañó en sus sueños.

Juliet miraba una y otra vez a Daniel por encima del arreglo floral que adornaba la mesa de los Sheffield durante la cena, y si bien su primo la veía con el mismo nerviosismo, hizo un gesto de negación tan sutil que solo ella captó.

De modo que no le quedó otra opción que ahogar un suspiro y volver la atención a su plato.

La charla de su abuela y los señores Sheffield, una pareja mayor y agradable, que no habían tenido más que gentilezas para con ellos, no tenía cuando acabar. Desde luego que en circunstancias normales se habría comportado a la altura de lo que se esperaba de ella, pero no creía encontrarse en un momento muy normal de su vida.

Se sentía extremadamente angustiada por el destino del hombre que ella y Daniel auxiliaran en el camino esa tarde, y hubiera deseado poder hablar con él al respecto, pero ya que desde su llegada no habían estado un solo momento a solas, su preocupación continuaba intacta.

Solo podía esperar que su lesión no resultara tan grave como señalaban los síntomas, y que Daniel hubiera logrado llevarlo de vuelta a su casa en el momento correcto para que un doctor se encargara de atenderlo a la brevedad posible.

No podía creer en la buena fortuna que les había lanzado un salvavidas en el instante menos pensado.

Luego del susto que le provocó esa súbita reacción del hombre, tomándola del brazo con desesperación para susurrar una palabra que apenas sí logró captar, tanto ella como su primo se sintieron completamente desconcertados.

Discutían acerca de la conveniencia de llevarlo a la mansión de los Sheffield, o preguntar por el camino la ubicación de Rosenthal, cuando un granjero caído del cielo se acercó a ellos en su carreta, y al ver al hombre tendido en la grama, se apresuró a correr en su ayuda.

Al parecer, este era su arrendador, «el conde», lo llamó, y les indicó que su residencia se encontraba a escasa distancia, ofreciéndose a llevarlo en la carreta. Fue una suerte que Daniel pensara en lo inconveniente que hubiera resultado su presencia, aconsejándole que regresara a la casa de los Sheffield, en tanto él acompañaba al granjero.

Tan solo pidió que le dejara un caballo para regresar en cuanto cumpliera con su labor, y así ella podría valerse del otro, idea con la que desde luego estuvo de acuerdo; no quería ni pensar en lo que diría su abuela si se enterara de la aventura en la que se había involucrado.

Pero no por ello se sentía mejor, hubiera preferido contar con unos minutos para hablar con Daniel y que este pudiera contarle qué había pasado, con quién dejó al herido, si se aseguró de que fuera correctamente atendido.

Volvió su atención a la conversación en la mesa cuando notó que su primo tomaba la palabra; eso era extremadamente inusual.

—Sí, pasamos una mañana muy agradable, sus campos son extraordinarios; nunca había visto unos tan bien cuidados. —Sus anfitriones estaban encantados por los halagos de Daniel—. Y los terrenos aledaños son también muy impresionantes.

—Bueno, muchacho, te diré algo. —El señor Sheffield, un hombre regordete y bonachón, infló el pecho, orgulloso—. Cuanto tengas tu propio hogar, harás todo lo que esté en tu mano para hacer de él el mejor; es la labor de todo hombre que se precie de serlo.

Daniel sonrió de lado, asintiendo; solo Juliet pudo ver que no estaba completamente de acuerdo con esa sentencia, y no le extrañó, ya que su primo usualmente no compartía la opinión ajena.

—Sus vecinos parecen compartir esta filosofía —reanudó la charla—. Lo menciono porque al regresar pudimos apreciar algunas propiedades muy interesantes, ¿no es verdad, Juliet?

—Por supuesto, es muy cierto. —Empezaba a entender cuáles eran sus intenciones.

—Debieron de pasar por la mansión Prescott, es un lugar hermoso, y queda a muy corta distancia —la señora Sheffield, que guardaba un curioso parecido con su esposo, tomó parte en la conversación.

—En realidad, no preguntamos los nombres de las residencias, solo pasamos por allí; pero creo haber escuchado a unos hombres en el camino hablando de un lugar llamado Rosenthal, decían que era una de las propiedades más importantes de la zona.

Juliet prestó mucha atención a sus anfitriones, y vio con sorpresa que ambos intercambiaban una mirada de contrariedad.

—Sí, Rosenthal, por supuesto, un lugar encantador. —La señora Sheffield fue la primera en recuperar la sonrisa—. Me temo que hace mucho que no lo visitamos, nos resulta un poco alejado…

Por la expresión en el rostro de Daniel, no fue difícil adivinar que la señora no decía precisamente la verdad.

—Es curioso, oí que estaba a tan solo unas leguas.

—Rosenthal —la intervención de su abuela fue bien recibida por los anfitriones—; claro, la recuerdo, un hermoso lugar. ¿No pertenece al condado de Arlington?

—Precisamente, así es —la señora Sheffield asintió.

—Conocí al anterior conde, un hombre muy agradable, lamenté enterarme de su muerte tan temprana. —Lady Ashcroft hizo un gesto de pesar—. Vi a su hijo alguna vez, cuando era apenas un niño pequeño, ¿cómo se ha desempeñado hasta ahora?

Era propio de su abuela el hacer preguntas que podrían parecer impertinentes, pero quien la conociera sabría que no se quedaría tranquila hasta obtener una respuesta.

—Bueno, en cuanto al condado se refiere, hace un estupendo trabajo; ha optado por continuar con la labor de su padre y he oído que instauró algunas mejoras —el señor Sheffield intervino luego de atusarse el bigote—. Parece un joven muy agradable.

Lady Ashcroft dirigió una mirada a sus nietos, con los ojos entornados, como sopesando qué tanto podría decir en su presencia.

—Imagino que agradable no puede ser el único adjetivo apropiado para él.

—Oh, no, desde luego que no, es también muy atractivo.

—Por supuesto, atractivo. —La dama arrugó las comisuras de la boca y guardó silencio.

Juliet dio un vistazo a su primo, que había vuelto su atención a la comida.

—Señora Sheffield, Daniel y yo hablábamos esta mañana acerca de su sala de música; si a la abuela le parece bien, nos gustaría visitarla luego de terminar la cena.

—Por supuesto que no me opongo, querida, sabes cuánto disfruto oírte tocar. —Su abuela la miró con el ceño fruncido.

—Ah, pero había pensado en que Daniel me acompañara. —Le dirigió una mirada con intención a este—. ¿Verdad?

—Claro, si pueden perdonarme con antelación por no estar a tu altura.

La señora Sheffield rio, recuperando la expresión alegre que la había abandonado por unos momentos mientras hablaban del conde Arlington.

—Será un placer oírles, por supuesto, hace mucho tiempo que no usamos el salón; desde que nuestra querida Charlotte se casó, ¿recuerdas lo bien que tocaba, John?

El señor Sheffield dio una cabezada en señal de asentimiento.

—La mejor pianista de Inglaterra. —Pero tras ver a Juliet, que le sonreía con educación, se corrigió de inmediato—: Aunque no dudo de que la señorita Braxton pueda ser una digna rival.

—Es muy gentil por su parte, señor, pero tan pronto como me oiga, comprobará que no estoy en un nivel tan alto.

—No lo crea, señor Sheffield, ya la oirá —su abuela intervino con gesto adusto—. Pero lo confirmaremos más tarde; ahora cuénteme como se encuentra la querida Charlotte.

Juliet debió esperar a oír todo lo referente a la vida de casada de la hija de sus anfitriones, que residía en Escocia, antes de que dieran por concluida la cena y se encaminaran a la sala de música.

Un enorme piano dominaba la estancia, y aunque esta resultaba pequeña comparada con la de la residencia Ashcroft, en Londres, Juliet no pudo dejar de pensar que resultaba mucho más acogedora. Se acercó al instrumento luego de dirigirle una sonrisa tímida a la señora Sheffield, que la animó con un gesto amable.

Acarició las teclas con la punta de los dedos, olvidando por un momento el verdadero motivo de su insistencia para visitar el lugar, pero al sentir la presencia de Daniel a su lado lo recordó.

—Nosotros nos sentaremos aquí en tanto ustedes nos deleitan. —El señor Sheffield acompañó a las damas hasta los asientos dispuestos para los oyentes.

Juliet ocupó su lugar frente al piano, y pronto Daniel hizo otro tanto, dirigiéndole una mirada de reojo.

—Bueno, creo que la «Fantasía para piano a cuatro manos» sería lo más apropiado, ¿no crees?

—Por supuesto. —Juliet sonrió a su primo, asintiendo, tras lo cual ambos empezaron a tocar.

La melodía, que habían tocado muchas veces, duraba exactamente dieciocho minutos, y hacía falta una gran compenetración entre sus ejecutantes para evitar una ingrata sensación en los oyentes.

Pero no era el caso de los primos, que se entendían a las mil maravillas, y sin necesidad de esforzarse podían tocar en tanto se encargaban de la verdadera razón de su presencia allí.

Cuando Juliet llegó a vivir con su abuela, Daniel pasaba largas temporadas en la residencia de la familia, y se convino en que ambos podrían compartir el profesor de música. Lamentablemente, este era un hombre malgeniado y extremadamente estricto que contaba con la venia de lady Ashcroft para mantener a los niños por horas frente al instrumento.

De modo que idearon una forma para divertirse y bromear a espaldas de ese desagradable hombrecillo. Cada vez que debían tocar a cuatro manos, escogían una melodía larga y aprendieron, tras un método de ensayo y error, a hablar entre ellos por la comisura de la boca sin que ninguna otra persona presente pudiera descubrirlos.

Esta fue la idea de Daniel para poder informar a Juliet de todo lo ocurrido desde que ella lo dejara esa tarde con el herido.

—Estará bien, en cuanto llegamos a la casa, los sirvientes se apresuraron a atenderlo.

Juliet no varió en absoluto su expresión, uno de los trucos indispensables para no llamar la atención; tan solo inclinó casi imperceptiblemente la cabeza para no perder palabra de lo que Daniel decía.

—¿Estás seguro? Se veía en muy mal estado.

—Enviaron a llamar al médico aún antes de que partiera, y su madre estaba allí.

—¿La condesa viuda?

—Bueno, su esposo está muerto, así que sí, supongo que es viuda.

Juliet debió reprimirse para no girarse a ver a su primo con cara de pocos amigos.

—Muy gracioso.

—Reconócelo, fue una pregunta muy tonta. —Daniel odiaba perder una discusión, por pequeña que fuera.

—Olvídalo. —No contaban con tiempo para eso, habían pasado ya la mitad de la pieza—. ¿Crees en verdad que se recuperará?

—He oído que los huesos rotos no tardan mucho en sanar, no es para tanto, hicimos lo mejor que cabía esperar; ¿por qué te preocupas de este modo?

La joven estuvo a punto de perder el hilo de la melodía, pero recuperó pronto el ritmo.

—No me gustaría que muriera.

—Tampoco yo lo deseo, por supuesto, pero aun así creo que exageras; no lo conocemos.

—Lo sé. —Juliet volvió su completa atención a las teclas, guardando silencio.

Una vez que concluyeron la pieza, el señor Sheffield, un hombre muy entusiasta y amante de la música, aplaudió con tal ímpetu que se ganó una mirada ceñuda de lady Ashcroft.

—Extraordinario, el mejor concierto a cuatro manos que hemos oído, ¿verdad, querida?

La señora Sheffield asintió, sonriendo.

—Es una lástima que nuestra querida Charlotte no se encuentre aquí, hubiera disfrutado muchísimo su interpretación.

Juliet y Daniel se levantaron y, tras hacer una pequeña reverencia, se acercaron para agradecer los vehementes comentarios.

—Son muy amables, pero se trata de una pieza muy sencilla —mencionó la joven con humildad.

—Sí, es verdad; en realidad, creo que me retrasé un par de veces. —Daniel sonrió, abrumado; no le agradaba ser el centro de atención.

Lady Ashcroft hizo un gesto de negación, exhalando un suspiro exasperado.

—¡Tonterías! Ha sido perfecto, ya veo que tantas lecciones valieron la pena. —Se veía satisfecha.

Juliet y Daniel intercambiaron una sonrisa; su abuela mostraba en público un orgullo por sus logros que desearían se molestara en compartir también en privado.

—Si me disculpan, me gustaría retirarme a mis habitaciones; ha sido un día muy agitado.

—Por supuesto, por supuesto. —La señora Sheffield dio un golpecito amistoso en el hombro de la joven.

—Permiso.

Tras despedirse con un gesto cortés, dejó el salón y se encaminó a sus habitaciones, que se encontraban en el ala norte de la mansión, donde Mary, su doncella, tenía ya preparada su ropa de cama.

La saludó con afecto y, luego de preguntarle cómo había pasado el día, se preparó para dormir, dejando una vela encendida junto al lecho.

Tan pronto como la doncella se fue, se incorporó a medias para tomar un libro de la mesilla y retomó la lectura de la noche anterior, uno de sus grandes placeres.

Gracias a su padre, descubrió pronto el amor por los libros, y en su amplia biblioteca en América contaba con centenares de volúmenes a su disposición. Lamentablemente, desde su llegada a Inglaterra, su abuela había puesto algunas normas referentes a los libros que podía leer, lo que le enfurecía, pero aprendió pronto que discutir con ella no tenía sentido, de modo que fingía obedecerla a fin de evitar altercados inútiles.

Sin embargo, cada vez que le era posible, tomaba alguna obra de la selección con que contaba en la residencia Ashcroft, o Daniel lo hacía por ella, y la disfrutaba en la soledad de su habitación. En cuanto supo del viaje al campo, se encargó de guardar unos cuantos volúmenes en el fondo del baúl, con la complicidad de Mary.

Ahora, recostada en los almohadones, pasaba una página tras otra sin su habitual rapidez. Usualmente leía a una velocidad que quienes la conocían encontraban sorprendente, pero en ese momento no lograba concentrarse.

No dejaba de pensar en el pobre hombre que habían ayudado esa mañana, y en cómo se encontraría a esas horas, si habría recibido la atención apropiada, y estaba ya fuera de peligro.

Tras reparar en que llevaba varios minutos en la misma página, soltó un bufido que habría disgustado a su abuela. Daniel estaba en lo cierto, no tenía sentido que se preocupara tanto por ese hombre, después de todo, no le conocía, y según los señores Sheffield, se trataba de un hombre lo bastante importante como para poder recuperarse por sus propios medios.

De modo que decidió no pensar más en ello, y se enfrascó en su lectura con nuevos bríos, perdiéndose en las letras que tanto bien le hacían.

En busca de un hogar

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