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Capítulo 4

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6 de julio del año 2019. Ocho días aquí

Gracias a Dios la señorita Montrose, Margaret, Meg para sus allegados, me ha regalado un cuaderno, uno grande con hojas blancas, y me ha enseñado a usar una pluma moderna que no necesita tinta. Gracias a Dios, porque necesitaba empezar un diario donde ordenar mis ideas, anotar todo lo que estoy viviendo y aprendiendo de este siglo XXI, y donde puedo escribir y explayarme de forma privada. Algo que siempre ha contribuido a que no me sienta tan sola, ni tan ajena, ni tan extraña.

Tras ocho días en esta Inglaterra moderna sigo preguntándome qué hago yo aquí, aún no encuentro respuestas, pero rezo a Dios esperando orientación y auxilio. Sé que mis padres me cuidan desde donde estén y sé que han puesto a los hermanos Montrose, al doctor Ferguson y al señor Harrison, en mi camino. Sé que sin ellos esta insólita aventura involuntaria podría haberse convertido en un infierno y espero poder compensar algún día, de alguna forma, todo lo que hacen por mí.

Hemos estado mirando libros de historia para buscar vestigios de mi familia, pero me deprime bastante seguir los pasos de mis parientes a través de unos fríos esquemas genealógicos, así que he desistido de involucrarme en eso y dejo que Meg y Ben los repasen por su cuenta.

No necesito comprobar de dónde vengo, sé de dónde vengo. A ellos les fascina seguir mi periplo familiar, pero a mí me da reparo repasar nombres o alianzas, nacimientos o muertes. No necesito conocer esos detalles porque, si algún día consigo regresar a casa, si Dios así lo permite, prefiero seguir desconociendo el futuro de mis allegados.

Lo único que me interesa ahora es buscar a las personas adecuadas que me puedan mandar de vuelta al siglo XIX. Eso y aprender, y estar ocupada, porque necesito distraerme, y en la tarea me va a ayudar Zack, el señor Harrison, que me ha pedido que lo ayude con alguna de sus labores.

–Esa pulsera es preciosa, Aurora, ¿es algún recuerdo familiar?

–¿Esta? No, es el regalo de un amigo.

–¿Puedo verla? –ella dejó la labor encima de la mesa y extendió el brazo para que Zack, que era un joven muy amable, pudiera apreciarla de cerca–. ¿Son brillantes?

–¿Los del bordado? No creo, me parece que es cristal de Murano, mi amigo Charles me la trajo de Italia.

–Es un trabajo muy delicado, y muy bonito, seguro que es valiosísima.

–Tiene un gran valor sentimental.

De repente, acordarse de Charly le encogió el corazón, pero disimuló bien y volvió a trabajar sobre el bastidor que le había regalado Meg para que pudiera bordar junto a Zack Harrison, su amigo modisto. Un joven del siglo XXI que cosía y bordaba maravillosamente, y que la acompañaba las horas que Meg y Ben dedicaban a sus pacientes del hospital de Bath.

Era un caballero interesante, muy bien informado de la moda de su tiempo, a quien le encantaba hacer preguntas y aprender, muy respetuoso, y no le costó nada acostumbrarse a él. Aunque, debía reconocerlo, al principio la había escandalizado sobremanera la idea de tener que quedarse con él a solas en la casa, sin una dama de compañía o una simple doncella que supervisara las visitas, había acabado por aceptarlo.

Observó su cara agradable y sonriente, y regresó a su labor pensando en la semana que llevaba viviendo allí, en el año 2019. Siete días enteros de descubrimientos, de sorpresas, de angustias y de aprendizaje. Detenerse en ello daba vértigo y a veces optaba por poner la mente en blanco y rezar, o acabaría por perder la razón, y eso no debía pasar porque su propósito era encontrar una solución que la llevara de vuelta a su casa, al siglo XIX, lo antes posible, y para lograrlo debía mantenerse cuerda y despierta, atenta.

Meg y Ben se pasaban las horas explicándole cosas e investigando, decididos a encontrar un remedio para su situación. Estaban muy entregados a su causa y no sabía cómo podría compensar todo lo que estaban haciendo por ella, ni siquiera tenía dinero para retribuir los gastos que estaba provocando, porque estaba segura de que vivir allí, aunque fuera en esa humilde casita del centro de Bath, era costoso para una mujer soltera e independiente como Meg. Y aquella era otra de sus preocupaciones, dejar de ser una carga para su amiga que, encima, trabajaba muchísimo.

–Este hilo de Irlanda es una obra maestra –Zack cogió una de sus enaguas de la mesa, que ella había lavado y luego planchado con un artefacto «eléctrico» que expulsaba vapor y que casi se la quema, y la escrutó con una lupa. Aurora movió la cabeza y sonrió–. ¿En invierno usabais este mismo tipo de ropa interior o…?

–En invierno usábamos enaguas de franela, salvo que fuera para un traje de gala, aunque yo no asistía a muchas cenas de gala.

–¿Franela?

–Sí. ¿Hay franela en este tiempo? Podríamos confeccionar unas, en mayo pasado la señora Higgins, la modista de mi tía Frances, nos enseñó a coser unas con refuerzo mejorado. Creo que puedo dibujar los patrones.

–¡Santa madre de Dios! Por supuesto que quiero hacer enaguas de franela. Muchas gracias, Aurora.

–De nada, será un placer.

–¿Y las crinolinas?

–¿Los miriñaques? –Zack asintió–. Solo las señoras mayores los utilizan y se mandan a hacer a medida, pero yo no me he puesto ninguno. Creo que en casa solo se lo he visto a las abuelas y a la tía Frances cuando asistía a algún baile en palacio.

–¿Y el corpiño? Dice Meg que tu corpiño interior es extremadamente delicado, ¿cuándo me dejarás verlo?

–Oh, no, señor, eso ya me parece excesivo.

–Por supuesto, discúlpame.

Ella lo miró de soslayo, él bajó la mirada y se concentraron en el bordado. Una pieza que Zack pensaba adherir a uno de los vestidos que estaba cosiendo para una clienta suya muy especial. Estiró el bastidor con cautela, porque no era el mejor bastidor que había tenido en su vida, y habló al cabo de unos minutos.

–Zack, ¿crees que me podrías conseguir tela, hilos y cintas suficientes para hacer un vestido? Quisiera cortar y coser uno para Meg, para su baile de Regencia del año que viene.

–Se volverá loca de felicidad.

–Es lo menos que puedo hacer por ella, y con algo de suerte podré acabarlo antes de… marcharme.

–Encantado. Dame una lista con lo que necesites y yo lo compro en Londres.

–He pensado en vender alguno de los abalorios que tengo, no hay nada de mucho valor, pero tal vez los pendientes o…

–¿Nada de mucho valor? Tienes mucho dinero en tus joyas, Aurora, que encima son vintage…

–¿Vintage? ¿De qué vendimia?

–No –se echó a reír–. Literalmente vintage es vendimia, pero en nuestra época el término vintage se aplica a objetos antiguos de diseño artístico y de gran calidad. No siempre de tanta calidad, pero al menos sí muy antiguos.

–Vaya…

–Y tampoco puedes venderlos por las buenas, unas joyas tan valiosas hay que tasarlas, certificar su origen y probar que son tuyas y no robadas.

–Pero… ¿ni esta pulserita? Seguro que Charles comprenderá que haya tenido que venderla.

–Vamos a ver, no te preocupes, no tienes que vender nada, no necesitas dinero. Todos estamos encantados de acogerte aquí, Meg la primera, así que olvídate de eso. Yo te traigo las telas y todo lo demás como un regalo, es mi negocio y las consigo a un precio estupendo. No me cuesta nada, no le des más vueltas.

–Bueno, pero no me parece bien.

–Me estás enseñando muchísimo y me ayudas a bordar, tómalo como una retribución a tu trabajo.

–Buenas tardes.

De repente una voz de hombre, ajena e inesperada, los interrumpió y Aurora se puso de pie de un salto para mirar a los ojos al señor Richard Montrose, que se había materializado en el saloncito sin anunciarse. Tampoco había nadie que lo anunciara, calculó de pronto, así que obvió la descortesía y le hizo una pequeña genuflexión.

–Caramba, Richard, siempre tan imponente –Zack bufó mirándolo de arriba abajo, él movió la cabeza y sonrió a Aurora–. No te hemos oído llamar.

–Tengo llaves. ¿Dónde está Meg?

–En el supermercado, estará a punto de llegar.

–Ok. Hola, Aurora, ¿qué tal lo llevas?

–¿Que cómo estoy? Muy bien, muchas gracias, milord, ¿y usted?

–Salvo por el hecho de que no soy ningún lord, todo bien, gracias.

–Lo siento, señor, es la costumbre.

–Vale.

Se adentró en el salón y echó un vistazo a la mesa donde tenían esparcida su ropa, patrones, tela e hilos de bordar, se giró hacia la ventana y Aurora aprovechó para agarrar su ropa interior expuesta allí como en un mercado, y tirarla en una silla que cubrió de inmediato con un cojín. Zack quiso tranquilizarla con un gesto, pero ella no le hizo caso y se quedó quieta y de pie, tiesa como un palo, observando a ese hombre alto y apuesto que vestía de negro, sin corbata ni chaqueta, y que llevaba los tres primeros botones de la camisa desabrochados.

Sin querer miró la minúscula porción de su pecho al descubierto y dio un paso atrás desviando los ojos hacia el suelo. Él caminó por la estancia observándolo todo en silencio y finalmente les sonrió.

–Voy a buscar una cerveza, ¿queréis algo?

–Tranquilo, yo te la traigo –se apresuró a contestar Zack y salió disparado hacia la cocina. Aurora cayó en la cuenta de que estaba a solas con dos hombres desconocidos, y se empezó a marear.

–¿Qué tal estos días en Bath? Mi hermana dice que estupendamente.

–Muy bien, señor, un poco desconcertantes, pero muy bien, muchísimas gracias. Margaret es una amiga maravillosa.

–Lo sé. ¿Qué hacéis? ¿Coser y bordar todo el día?

–Señor Montrose –se alisó la falda de ese vestido tan sencillo que Meg le había regalado y supo que estaba roja como un tomate, pero se aguantó la vergüenza e hizo el intento de mirarlo a los ojos. Esos ojazos azules enormes y tan fríos–. Richard, quería aprovechar que lo veo otra vez para agradecerle sinceramente y como es debido lo que hizo por mí la semana pasada. Nunca podré olvidarlo y, si alguna vez necesita algo de mí, lo que sea, quiero que sepa que tanto mi familia como yo hemos contraído una deuda eterna con usted.

–No fue para tanto.

–Para mí sí, me atendió y me dejó en manos de personas como su hermana…

–Que es una chica excepcional y la mejor persona del mundo, espero que lo tengas en cuenta.

–Claro, por supuesto.

–¡Rick! –Meg entró cargada de bolsas y lo miró entornando los ojos–. Ya sabía yo que ese cochazo de fuera solo podía ser tuyo. Vamos, ayúdame con la compra.

–¿Por qué no haces la compra por Internet y dejas que te la traigan a casa?

–¿Porque me gusta ir al súper? Hola, Aurora, ¿todo bien?

–Sí, muchas gracias. ¿Puedo ayudarte en algo? –corrió para hacerse cargo de alguno de los encargos y los llevó a la cocina. Zack les sirvió cerveza a todos y un vaso de agua a ella, y en seguida Meg se puso manos a la obra con la cena.

–Haremos pasta para cenar, Ben viene ahora. Seguro que te gusta, Aurora. Hermanito, te quedas a cenar, ¿no?

–Aye[2].

Aurora lo observó muy sorprendida al oír esa expresión escocesa que su madre y su familia usaban habitualmente, y suspiró, pero no comentó nada, y se afanó en ayudar a Meg, que tampoco disponía de cocinera, aunque ella decía que le encantaba cocinar, que la «relajaba». Algo que a ojos de una mujer de su tiempo y de su posición social, resultara inexplicable y harto engorroso.

–Ahora se escurren así y una vez sin agua los ponemos en el plato –Meg volcó la cacerola con los «espaguetis» sobre una especie de tamiz de metal y esperó a que estuvieran sin una gota de agua para servirlos en un plato para cada uno, cubiertos por una salsa de tomate con carne picada que se llamaba Boloñesa–. Esto es lo mejor del mundo, Aurora, verás como te gustan.

–¿No conoces la pasta? –Richard Montrose le preguntó cuando se sentaron a la mesa y ella negó con la cabeza–. Y… ¿qué comían en tu tiempo? ¿Qué cenabais en una noche normal como esta?

–Richard –Meg lo miró ceñuda y Aurora se apoyó en el respaldo de la silla.

–De primero sopa, y, de segundo, variedad de carnes, guarniciones y salsas. Se sirven en el centro de la mesa y cada comensal puede elegir lo que más le apetece comer.

–¿Y los postres? –preguntó Zack y ella se giró hacia él sintiendo los persistentes ojos azules del señor Montrose encima.

–Los postres suelen ser frutas y frutos secos. En ocasiones especiales, sobre todo si hay invitados, se suelen incluir dulces y helados, depende de los gustos de los anfitriones.

–Dicen que podían llegar a sumarse más de veinticinco platos en una cena.

–Puede ser, pero no había que comérselos todos –sonrió y bajó la vista para seguir lidiando con su pasta, que era un poco complicada de comer. Enrolló una porción en el tenedor, como le explicaron sus amigos, y se metió un buen bocado en la boca.

–Eso la gente rica, me imagino –opinó Richard y ella lo miró.

–Supongo que sí, señor.

–Y ¿a qué hora eran esas cenas en una casa como la tuya?

–A las cuatro en invierno, a las cinco en verano.

–¿Y no comíais nada hasta el día siguiente?

–Sobre las ocho de la tarde se suele servir un té con algo ligero, pastelillos normalmente. En invierno en el interior de la casa, en verano al aire libre, esa es realmente la última comida del día.

–Bueno, dejémosla cenar en paz –Meg dio una palmada y luego acarició el brazo de su hermano–. ¿Te has comprado un coche nuevo?

–Me lo regaló un cliente.

–Joder, macho, tienes unos clientes cojonudos –bufó Ben.

–Es parte de una comisión, se lo desgravó como gasto de empresa, así que seguro que le ha salido muy rentable. ¿No habéis salido aún a la calle? –volvió a prestar atención a Aurora y ella empezó a sentirse un poco incómoda.

–No hemos salido a pasear muy lejos.

–¿Te apetece dar un paseo, Aurora? La noche está muy agradable y Bath está muy animado un viernes por la noche.

–No tenemos que salir, no te preocupes, cariño –Meg la miró y le sonrió.

–¿Por qué no? Si está aquí tendrá ganas de conocer nuestro mundo, ¿no? –insistió el señor Montrose y todo el mundo lo miró con cara de enfado–. ¿Qué? Vale, solo era una idea. ¿Y qué sabemos del mago? ¿Monsieur…?

–Pero ¿a ti qué te pasa, Richard? ¿No te cansas de hacer preguntas?

–Tengo curiosidad, ¿hay algún problema?

–Hemos localizado a través de La Sorbona a un profesor que conoce perfectamente a Velkan Petrescu, que fue un personaje realmente célebre en el París de principios del siglo XIX. Lleva años estudiándolo, ha escrito un par de libros sobre él y hemos intercambiado varios emails, este fin de semana lo llamaremos por Skype para que se entreviste con Aurora –terció Ben con una sonrisa.

–¿Directamente con ella?

–Es la única de nosotros que habla francés.

–¿También habla francés?

–Sí, señor –contestó ella sin mirarlo y Zack se levantó para ir a buscar el postre.

–Claro que habla francés, como cualquier dama de su época –susurró, recogiendo algunos platos, y Aurora también se levantó para ayudarlo.

–¿Ah sí? ¿Todas hablaban francés? ¿Tomaban helado de postre y un pastelillo antes de irse a la cama?

–Ya te vale…

Meg se puso de pie y lo miró a los ojos con las manos en las caderas, él movió la cabeza con cara de inocente y Aurora salió del comedor un poco contrariada.

No entendía por qué se empeñaba en interrogarla tan directamente y con un clarísimo fondo de burla, no estaba segura, porque no entendía muy bien a la gente del siglo XXI. Pero de lo que sí estaba convencida era de que, en ese tiempo, como en cualquier otro, tanta pregunta y tanta duda eran, desde todo punto de vista, una grosería.

[2] Aye. Expresión de origen gaélico escocés, muy utilizada en Escocia, que significa «sí».

Lady Aurora

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