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Prólogo

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29 de junio de 1819. Amesbury, condado de Wiltshire, Inglaterra

Subió corriendo las escaleras y el sonido de su propio corazón la alarmó, detuvo el paso y se apoyó en la balaustrada de mármol para guardar la compostura y tomar un poco de aire. No podía presentarse delante de sus tíos así de agitada, así que esperó a calmarse, a la par que los sirvientes pasaban por su lado apresurados haciendo venias y luchando por conseguir llegar a tiempo con sus tareas previas a la cena.

Gracias a Dios, ella se había cambiado hacía un rato, o la empresa hubiese resultado imposible con tanta dama acicalándose y reclamando más doncellas o más agua caliente en sus habitaciones. Gracias a Dios siempre iba un paso por delante de las demás y se organizaba bien, y se miró de soslayo en el espejo de cuerpo entero que presidía el rellano de la escalera, dando el visto bueno al peinado y al vestido, que era un precioso modelo de muselina azul cielo confeccionado en Londres.

–¡Lady Aurora!, milady, por favor –llamó Iris, la doncella de su tía, y ella saltó–. La están esperando y lady Frances no está de muy buen humor. Dese prisa, por Dios.

–Ya voy, muchas gracias, Iris.

Le sonrió y continuó el recorrido a buen paso hasta las habitaciones privadas de su tía Frances FitzRoy, de soltera Burrell, duquesa de Grafton, su «segunda madre» tras la muerte de sus padres en un accidente marítimo hacía seis años, aunque en realidad lady Frances ejercía poco como madre y sí mucho más como una tutora exigente y severa a la que costaba horrores complacer.

Tocó la puerta, cerró los ojos y rezó, mientras esperaba la venia para entrar, y cuando al fin se la dieron pasó a la estancia donde su tío Hugh FitzRoy, V duque de Grafton, y hermano mayor de su padre, esperaba con las manos a la espalda junto a la chimenea, aunque esta estaba apagada.

–Entra, Aurora, no te quedes ahí de pie como un pasmarote –fue la bienvenida de su tía, apareciendo en el saloncito con la peluquera y una de sus doncellas pegadas a sus faldas.

–Buenas tardes, milady. Tío Hugh.

–Hola, niña, ¿cómo estás?

–Muy bien, gracias, milord, ¿y usted?

–Te hemos llamado porque necesitamos que tomes una decisión, Aurora –interrumpió su tía y ella la miró–. Ni mañana, ni pasado y mucho menos el mes que viene. Necesitamos que tomes hoy mismo una decisión y nos la comuniques antes de que te vayas a la cama.

–Usted dirá, tía.

–Habla tú, querido, y rapidito, que nos están esperando para la cena.

–Al fin nos hemos decidido por dos pretendientes…

–¿Perdón? –soltó sin poder controlarlo y los dos la miraron ceñudos.

–Por respeto a tus padres, que en gloria estén, y a sus deseos de no comprometerte antes de tu presentación en sociedad, hemos esperado un año, pero ahora ya tienes diecinueve años, Aurora, cumples los veinte dentro de cuatro meses y no podemos esperar más. Hemos recibido muchas propuestas matrimoniales que se han acumulado encima de mi mesa, pero tu tía ha tenido la generosidad de ocuparse personalmente de ellas, las ha estudiado minuciosamente con nuestros abogados y finalmente nos hemos decantado por dos candidatos.

–No sabía nada, tío, porque lo cierto es que yo no…

–¿No quieres casarte? ¿Quieres convertirte en una solterona triste y marchita? –intervino su tía y ella tragó saliva–. Ya sé que tienes sueños y pajaritos en la cabeza, muchacha, pero eso se ha acabado, te hemos dado un margen de tiempo más que suficiente y ahora es el momento de elegir un buen marido. Ya me he ocupado yo de que puedas escoger entre dos candidatos óptimos, nobles, ricos y con una posición extraordinaria.

–Uno es Robert Hamilton, futuro marqués de Exeter, creo que lo conoces bien. Tiene treinta años, ha estudiado Derecho, pasó por el ejército y está entrando en política. Ya sabes que es un poco crápula, pero es un buen chico –«¿un poco crápula?», pensó Aurora rememorando el comportamiento de Robert Hamilton, que era un encantador beodo sin remedio–. El otro es lord Peter Russell, hermano del duque de Bedford. Con algo de suerte su hermano le cederá algún título en su testamento.

–Peter Russell es viudo, tiene hijos y casi cuarenta años –susurró y su tía soltó un bufido.

–¿Y qué quieres? Si has tardado tanto tiempo en ponerte en el mercado tendrás que aceptar las propuestas que vengan y estas son de las mejores. Peter Russell es muy rico y tiene una casa de campo maravillosa en Bedfordshire.

–Yo…

–Yo me casé en segundas nupcias con tu tío Hugh y hemos sido muy felices.

–Por supuesto, pero…

–Una dama de tu posición, a tu edad, ya está casada, y si no ha podido ser, al menos ya ha cerrado un buen compromiso matrimonial.

–Tu tía tiene razón, Aurora, y ha sido muy amable dedicando tanto tiempo a esta elección. Deberías estar agradecida.

–Y lo estoy, milord, pero lo cierto es que me ha sorprendido, yo… en fin… llegado el momento pensé que podría elegir por mí misma.

–Y eso harás, entre los dos candidatos que hemos seleccionado para ti.

–¿Tienes otra propuesta o preferencia? –interrogó su tía con ojos inquisidores y Aurora negó con la cabeza–. ¿Qué ocurre con Andrew Cameron? Siempre has mostrado predilección por ese escocés tan… pobre.

–No es pobre, milady –se apresuró a defenderlo y Frances FitzRoy esbozó una sonrisa maliciosa–, pero solo es un buen amigo, no un pretendiente.

–Tú vales dos mil libras al año, para ti es pobre. En fin –dio por zanjada la charla y Aurora miró a su tío con los ojos muy abiertos–. Tienes unas cuantas horas para darnos un nombre, anunciaremos el acuerdo en seguida, ambos están aquí por el cumpleaños de tu tío, así que será la ocasión perfecta para oficializarlo. Celebraremos la fiesta de compromiso en octubre, en Londres, y te casarás en junio del año que viene. Todo resuelto. Puedes irte.

–Lo siento –no se movió y se estrujó la falda para contener la ira que de repente le empezó a subir por todo el cuerpo, respiró hondo y los miró alternativamente–. Lo siento, estoy muy agradecida por su gestión, milady, y con sus planes de boda para mí, pero me parece una decisión muy importante que no puedo, ni debo, tomar de forma tan precipitada, ni siquiera había pensado en casarme tan pronto, así pues, si me disculpa…

–Hugh, querido, ¿puedes dejarnos a solas?

La duquesa forzó una sonrisa y el duque, aliviado, abandonó la habitación muy de prisa. Aurora lo observó salir en silencio y luego se giró hacia su tía, que la estaba mirando con un desprecio tal que sintió un escalofrío por toda la columna vertebral. Sin embargo, no se movió y esperó con calma a escuchar lo que le tuviera que decir.

–Salid todas de aquí, necesito hablar con esta muchacha a solas.

–Claro, excelencia –la modista y la doncella se esfumaron y lady Frances se le acercó con mucho ímpetu.

–Te recogí en mi casa cuando eras una cría de trece años que se había quedado sola en el mundo. Mi esposo adoraba al cabeza loca de tu padre y, aunque yo apenas te conocía, te di un techo, ropa y comida. Has crecido con mis hijos, hemos cuidado de ti y soportado tus rarezas, así que ahora vas a mostrar un poco de agradecimiento y vas a aceptar el marido que he elegido para ti sin rechistar, sin una réplica, y te vas a largar de una maldita vez de mi casa.

–Milady… –saltó al escuchar el improperio y ella se le puso muy cerca al notar que se aferraba a la pulsera de seda que llevaba en la muñeca derecha.

–¿Qué es eso?

–Una pulsera, milady.

–Eso ya lo sé. ¿Quién te la ha dado?

–Charles… –susurró y cuadró los hombros–. Lord Charles Villiers, milady.

–¿Recibes regalos de hombres? ¿Quién eres? ¿Una cualquiera?

–Conozco a Char… a lord Villiers de toda la vida, es como un hermano, y me la ha traído de su gira por Italia, milady.

–¿No te habrá propuesto matrimonio también?

Sin querer se sonrojó y la duquesa estalló en un enfado monumental, agarró el primer jarrón que tenía a mano y lo estrelló contra el suelo.

–Escúchame, mocosa –la sujetó con fuerza por el codo y Aurora frunció el ceño e intentó zafarse, pero no pudo–. Un hijo del duque de Buckingham jamás, ¿me oyes?, jamás se casará con alguien como tú, la pobre huérfana del hijo menor de un duque, así que déjalo en paz y olvídate de él.

–Yo no…

–Su padre jamás lo consentirá.

–Charles no es el heredero –contestó más por orgullo que por otra cosa y su tía la señaló con el dedo.

–Es el segundo hijo del duque más poderoso de este país y ya tiene un compromiso apalabrado, así que aléjate de él o te mandaré a vivir a las Colonias.

–No tengo ningún interés en casarme con él, milady –se deshizo de su garra y cuadró los hombros.

–Eso espero, porque antes de que acabe el verano anunciaremos su compromiso con tu prima Rose.

Guardó silencio pensando en que Charles no soportaba a la pobre Rose más de diez minutos seguidos y su tía soltó una risa de satisfacción.

–Tendrán la boda más grande y ostentosa que Londres haya visto jamás, así que olvídate de tus fantasías y esta noche dame el nombre de tu futuro marido. Ya bastante he hecho gestionando estos asuntos por ti, que ni siquiera llevas mi sangre.

–Insisto, milady, es una decisión muy importante que no puedo tomar de forma tan precipitada, así pues, si usted…

–Tienes hasta esta noche, no pienso repetirlo.

–Tía Frances…

–Ya no eres una niña, eres una mujer, y no puedes seguir viviendo bajo el mismo techo que mis hijos. Sé que te persiguen, sé que coqueteas con ellos, que los buscas, y que cualquier día tendremos una desgracia porque, desde luego, niña, aunque te quedes embarazada, ninguno de ellos se casará contigo…

–¿Disculpe?

–Ya me has oído. Todo el mundo sabe lo que haces a mis espaldas.

–Yo jamás…

–¿Te atreves a llamarme embustera?

–No, milady, pero no puedo permitir que se me acuse de semejante falacia.

–La gente habla, nuestros amigos hablan, la servidumbre habla. Si no te casas ahora, te irás a la calle igualmente. No te quiero ya más por aquí.

–Muy bien, tía –cuadró los hombros con los ojos llenos de lágrimas, ofendida hasta lo más profundo de su ser, y Frances FitzRoy ni parpadeó–. Puedo marcharme esta misma noche.

–Hoy no, que es la fiesta de tu tío, pero mañana, a primera hora, Hanson tendrá preparado un carruaje para ti.

–Gracias, milady –le hizo una educada reverencia y se giró hacia la puerta, pero ella la siguió y le cortó el paso.

–Sola, sin una familia que te respalde, vas a terminar arruinada y mancillada en cualquier vereda. ¿No te crees tan lista?, ¿no eres la más inteligente de la familia?, pues piensa un poco y cásate. Esperaré tu decisión hasta la medianoche.

–Me iré con la familia de mi madre a Escocia, milady, y una vez allí decidiré lo mejor para mi futuro.

–¿Con esos plebeyos muertos de hambre? Te desplumarán y luego te echarán a la calle.

Aurora no le contestó, pero la miró desde su altura con toda la impotencia y la rabia que esa mujer solía provocarle y que llevaba años reprimiendo. Forzó una sonrisa, luego salió al pasillo contando hasta veinte, llegó a la escalera y bajó corriendo hacia los jardines, donde a esas horas ya se estaba sirviendo una cena fría con motivo del sesenta cumpleaños de su tío.

Buscó con los ojos a Mary, una de las doncellas de confianza de la casa, la agarró por el brazo y se la llevó hasta su dormitorio sin mediar palabra. La chiquilla se resistió un poco, pero cuando entraron en el cuarto y le ordenó sacar sus baúles, ella asintió entusiasmada y se puso manos a la obra con el equipaje. Parloteaba sobre la ropa, las joyas y los sirvientes de los invitados que llenaban esa semana la casa de campo de los FitzRoy en Amesbury, mansión propiedad de lady Francis, que había sido su valiosa aportación al matrimonio, y que era su máximo orgullo después del castillo que su marido tenía en Suffolk.

El condado de Grafton había sido creado el once de septiembre de 1675 por el rey Carlos II para su hijo ilegítimo, Henry FitzRoy, por lo tanto, era un título nobiliario relativamente nuevo, además, de oscura procedencia al ser ostentado por un hijo bastardo del rey. Pero su tía Francis solía presumir de alcurnia, de sangre y de propiedades, y lo reivindicaba todo organizando cacerías y semanas enteras de festejos para sus aristocráticos amigos, como esa misma semana, cuando el cumpleaños de su tío había motivado un despliegue tan grande de lujos y derroche que Aurora estaba deseando perderlos de vista.

–¡¿Qué haces?! –su prima Rose entró sin llamar y Aurora la miró, pero no dejó de doblar su ropa sobre la cama–. ¿Te marchas a alguna parte?

–Mañana me voy a Escocia a pasar una temporada con la familia de mi madre.

–¿En serio?, ¿puedo ir yo?

–No, cariño, tú estás de vacaciones aquí.

–Pero… ¿qué haré si te vas? –hizo un puchero y Aurora se le acercó y la abrazó por los hombros–. ¿Me quedaré todo el verano sola con mis hermanos?

–Tenéis muchas visitas, ni notarás mi ausencia.

–Pero…

–Seguro que lo pasaréis muy bien.

–De acuerdo, pero ahora tienes que venir con nosotros, los carruajes están llenándose…

–¿Qué carruajes?

–¿Lo has olvidado? No me lo puedo creer, si tú eras la más entusiasta con la visita de monsieur Petrescu.

–¿Monsieur Petrescu? –de repente se acordó de que ese famoso mago rumano, que triunfaba en París y Londres, había accedido en ir a animar la fiesta de cumpleaños de su tío, y respiró hondo poniéndose las manos en las caderas–. Vaya, es cierto.

–Ha organizado algo muy misterioso para nosotros en Stonehenge, no quiere dar detalles, todo es un secreto, pero dice que ocurrirá esta noche. Vamos, no quiero llegar de las últimas.

–Mira, la verdad es que no me apetece nada…

–Ni siquiera has cenado, me vas a abandonar todo el verano y ahora, ¿te niegas a acompañarme a ver la magia de monsieur Petrescu? No puedes hacerme eso, prima, no puedes o me harás llorar.

–Muy bien –miró a Mary, que seguía la charla con la boca abierta, y agarró su chal de seda–. Voy contigo. Mary, por favor, acaba tú sola con el equipaje, mete todo lo que traje de Londres, mis libros, mis acuarelas y todos mis enseres personales. No te dejes nada, ¿podrás hacerlo?

–Claro, milady.

–Muchísimas gracias. Adiós.

Agarró del brazo a Rose, que tenía diecisiete años, pero parecía una niña de doce, y salieron a la entrada principal de la casa donde varios carruajes estaban dispuestos para llevar a los invitados hasta Stonehenge. Un conjunto de piedras megalíticas que componían un círculo pétreo en plena planicie de Salisbury, a tan solo cuarenta minutos de Amesbury, y que parecía ser el escenario elegido por monsieur Petrescu para impresionarlos con un gran número de magia.

A pesar de la conversación con su tía, su frágil situación personal y el inestable futuro que se cernía sobre su cabeza, no pudo evitar emocionarse ante la aventura y se subió a uno de los últimos carruajes acordándose de sus padres, que habían sido unos apasionados de la arqueología y la historia, también de la astronomía y la astrología, y que muchas veces le habían hablado de Stonehenge. De hecho, ellos la habían llevado por primera vez a visitar el monumento abandonado cuando tenía seis años y le habían hablado de los solsticios de invierno y de verano que, según le habían explicado, eran celebrados allí desde tiempos inmemoriales.

Solo pensar en ellos le produjo un enorme consuelo y decidió que eso era un buen augurio. Estaba segura de que tanto su madre como su padre habrían apoyado su decisión de no casarse a la primera de cambio, con el primer candidato señalado por su tía Frances, con la que, por cierto, ellos nunca habían congeniado, y sabía que habrían estado de acuerdo con su decisión de viajar a Escocia inmediatamente para librarse de las presiones y para pasar una temporada con la familia Abercrombie, la familia de su madre, que no eran ni tan aristocráticos, ni tan ricos como los FitzRoy, pero que al menos no la obligarían a nada, ni la acusarían de estar seduciendo a sus primos, ni le sacarían en cara a diario todo lo que estaban haciendo por ella.

–Vaya, palomita, qué guapa –su primo Alister se agarró a la puerta del carruaje en marcha y se asomó para mirarla de arriba abajo–. Te estaba esperando en el salón y si alguien no me avisa de que te habías apuntado a la idiotez de ese mago, aún seguiría aguardando junto a la chimenea.

–Déjala en paz, Alister –ladró Rose y él la hizo callar.

–¡No te metas, estúpida mocosa de…!

–Ya está bien, no le hables así.

–¡Deténgase, Chester, que voy a entrar! –ordenó Alister al cochero. Esperó a que se detuviera, abrió la portezuela y se desplomó frente a ellas–. Mejor nos vamos de vuelta a casa.

–No, por favor, queremos ver a monsieur… –balbuceó Rose y Aurora la agarró de la mano.

–¿Monsieur? ¿Un puñetero franchute? De eso nada, nos volvemos a casa ahora mismo.

–No es francés, es rumano.

–Peor me lo pones. ¡Chester! –gritó, pero Aurora se inclinó y le rozó la muñeca, él la miró y le sonrió con los ojos brillantes.

–Solo queremos ver un truco de magia, Alister, luego nos volvemos a casa. Por favor, ¿eh?

–Tus deseos son órdenes, palomita.

Él le guiñó un ojo y Aurora tragó saliva mirando por la ventanilla.

La pura verdad, no podía negarlo, era que sus dos primos, Henry y Alister, apenas la dejaban en paz. Ambos se disputaban su atención y desde que habían dejado Eton para iniciar estudios superiores en Oxford y Cambridge respectivamente, se creían los dueños del mundo, unos hombres hechos y derechos, y más de una vez se habían llevado un buen bofetón por sus insinuaciones o por sus actos, porque Henry había intentado incluso besarla.

No eran más que un par de críos de veinte años envalentonados y acostumbrados a hacer lo que les viniera en gana, no eran peligrosos y sabía manejarlos pero tenía que reconocer que cada día se le hacía más difícil lidiar con ellos, sobre todo en vacaciones, y sería otro alivio poner tierra de por medio y perderlos de vista para su tranquilidad, y especialmente para la tranquilidad de su insoportable madre, que tenía una mente sucia y perversa. Una capaz de imaginar coqueteos y seducciones donde solo había juegos y chanzas adolescentes.

–Lady FitzRoy, llevo horas esperando –Charles Villiers le abrió la portezuela y la ayudó a bajar del carruaje ignorando a Rose, que saltó al césped mirando con la boca abierta las gigantescas piedras de Stonehenge–. Ni siquiera has cenado conmigo, qué descortés.

–El que faltaba –bufó Alister dándole con el hombro al pasar por su lado, Charles sonrió y lo ignoró sin perder de vista a Aurora.

–¿Dónde te habías metido, Dawn?[1]

–He tenido una charla bastante poco amistosa con mi tía, ya te contaré. ¿Tenemos un buen sitio para ver el espectáculo?

–¿Poco amistosa?, ¿qué ha ocurrido? –le ofreció el brazo y caminaron juntos hacia el círculo de piedras donde monsieur Petrescu, rodeado de antorchas encendidas, estaba ultimando los detalles de su misterioso truco de magia.

–Quiere que elija hoy mismo a mi futuro marido, tiene dos candidatos óptimos y…

–¡¿Qué?! –Charles se detuvo y le clavó los ojos azules–. Yo aún no he hecho mi propuesta formal.

–Charly…

–No puede ser, ¿te habrás negado?

–Sí, pero se ha enfadado muchísimo y el resultado es que me voy a Escocia con mi familia materna, no quiere… –obvió los detalles de la discusión y Charles Villiers se sacó el sombrero y se atusó el pelo–. Es mejor así, sabes que nunca me ha tolerado demasiado, pero últimamente todo va a peor y…

–Muy bien, es perfecto. Tú te vas a Escocia, yo convenzo a mi padre para que ultime de una vez por todas los detalles del compromiso matrimonial, hago mi propuesta y nos casamos el día de tu cumpleaños.

–Charles…

–De aquí a octubre lo tendremos todo resuelto, no te preocupes, Dawn. ¿La petición de mano tendré que hacerla ahora a tu tío Gerard Abercrombie o seguirá siendo lord FitzRoy tu tutor legal?

–Supongo que mi tío Hugh seguirá siendo mi tutor legal, pero… –miró hacia el círculo de piedra y vio que todo estaba a punto de empezar–. Acerquémonos a ver esto, ¿quieres? No me apetece seguir hablando de este tema.

–De acuerdo, pero dime una cosa –buscó sus ojos y ella asintió–. ¿Te casarás conmigo?

–Charly, por Dios…

–Aurora Alexandra Elizabeth Clara FitzRoy, ¿te casarás conmigo?

–Vamos… –se agarró de su brazo y lo hizo caminar hasta las banquetas de madera instaladas por el personal de los duques para sus distinguidos invitados.

–¡Hoy jugaremos con el tiempo, con el espacio, con la vieja magia, con la nueva ciencia, hoy, ladies and gentlemen, os enseñaré mi poder! –gritó monsieur Petrescu por encima de los murmullos y todo el mundo guardó silencio.

Aurora buscó con los ojos a su prima Rose, que estaba sentada a la diestra de las hermanas Etherington, y le sonrió, desvió la vista y se encontró a su tío y a sus primos de pie, observando la escena con incredulidad y un poco de burla, movió la cabeza y se topó de pronto con la mirada iracunda de su tía Frances, que le hizo un gesto para que se apartara de Charles Villiers, pero ella la ignoró y prestó atención al mago.

–Desde tiempos inmemoriales, desde los primeros hombres, este círculo ha estado cargado de magia, de poder, de alquimia, y hoy haremos desaparecer a mi ayudante delante de vuestros propios ojos…

–Dawn –Charles le cogió la mano disimuladamente y se inclinó para hablarle al oído–. ¿Cuándo te marchas a Elderslie?

–Mañana.

–¿Tan pronto? ¿Por qué?

–Si no quiero decidirme por un marido, tengo que irme en seguida. Es una buena opción.

–La mejor opción es hablar con tu tío ahora mismo –hizo amago de ponerse de pie, pero Aurora lo detuvo y le señaló el escenario donde una de las ayudantes del mago acababa de entrar en una caja de madera que estaban sellando con un montón de cadenas y candados–. No puedo permitir…

–Déjalo, ¿quieres? Cuando esté en Escocia…

–Puedo viajar contigo mañana.

–No, de eso nada.

–No pienso dejarte sola, no pienso pasar el verano separado de ti, ya bastante he hecho recorriendo Italia durante dos meses. ¿Quieres matarme? Todos parecéis estar en mi contra.

–Nadie está en tu contra, Charly, no seas niño.

–¿Que no sea niño? –la miró furioso y ella bufó.

–Deberías hablar con tu padre, Charles.

–¿Qué?

Oyó como la gente aplaudía muy asombrada al ver la caja, tras unos minutos de sortilegios y ceremonial, vacía, sin la ayudante por ninguna parte, y miró hacia allí intentando ignorar a su amigo, pero él insistió tanto que no le quedó más remedio que prestarle atención.

–¿Qué pasa? Háblame, Dawn. Háblame, por favor.

–Mi tía me ha dicho que piensan anunciar tu compromiso con Rose antes de que acabe el verano.

–Eso es una vil mentira.

–Repito, deberías hablar con tu padre.

–¿No habrás dado crédito a semejante embuste?

–Solo te estoy contando lo que me dijo.

–¿Qué más te dijo?

–Que tu familia jamás aceptaría un compromiso con alguien como yo.

–Eso es absurdo.

–Te aprecio muchísimo, Charly, nos conocemos desde niños, eres mi mejor amigo, solo deseo lo mejor para ti y creo que lo mejor para ti ahora es ir a Londres y aclarar tu situación con tus padres, comprobar si ya han firmado alguna propuesta de matrimonio en tu nombre, y después de eso hablaremos. No me moveré de Elderslie, te lo prometo.

–No puede ser, tú tienes que venir conmigo a Londres, hablaremos los dos…

–No, esto es algo que tienes que averiguar tú solo.

–Ladies and Gentlemen! –gritó otra vez Petrescu y Aurora soltó la mano de Charles, se apartó un poco de él y miró al frente–. Habéis sido testigos no de un simple truco de magia, sino de un proceso alquímico de viaje en el tiempo. ¿Alguien se atreve a probarlo en su propia carne?

–¿Viaje en el tiempo? –preguntó un caballero y el mago le hizo una reverencia–. Su ayudante está ahí mismo, detrás de usted…

–Claro, milord, ella ha ido y ha vuelto en unos segundos, el viaje en el tiempo no cuenta las horas y los minutos como nosotros, solo son instantes.

–Una patraña… –soltó alguien por ahí y todo el mundo se echó a reír, Aurora se sintió muy incómoda por el pobre monsieur Petrescu, que solo estaba haciendo su trabajo y se puso de pie.

–¿Milady? –preguntó él con su acento eslavo.

–¿Es inocuo? Quiero decir, ¿es inocuo viajar por el espacio tiempo?

–Espacio tiempo, un término muy exacto, milady, veo que está familiarizada con el concepto.

–He leído algunos libros y mis padres… –de repente se fijó en que todo el mundo la estaba mirando con atención y se sonrojó–. Mi padre era explorador y arqueólogo, un hombre de ciencia que, sin embargo, creía en la posibilidad del viaje en el tiempo.

–Su padre era un hombre sabio, lady…

–FitzRoy, Aurora FitzRoy.

–Encantado, milady, es un placer hablar con una mente abierta como la suya –se escucharon cuchicheos y risas ahogadas, pero Aurora no se sentó–. Y he de decirle que sí, efectivamente, el viaje en el tiempo es inocuo, yo mismo lo he probado muchísimas veces.

–¿Y adónde ha ido? –preguntó con sorna su primo Henry y todos le celebraron la gracia.

–Me temo que ese no es un tema para tratar en público, milord, aunque he escrito varios libros al respecto que usted puede leer cuando guste.

–En Oxford no creo que los encuentre.

–Tal vez se equivoque, milord. En fin… –dio una palmadita y miró a todo el público con una gran sonrisa–. ¿Alguien dispuesto a vivir un viaje por el espacio tiempo? ¿Nadie?

–Yo –dijo Aurora muy convencida y se encaminó hacia el círculo decidida, aunque Charles la intentó sujetar por la falda del vestido–. Será un honor, monsieur Petrescu.

–Una joven valiente, milady –le besó la mano muy educadamente y sus ayudantes abrieron la caja de madera forrada de terciopelo–. ¿Está preparada?

–Absolutamente.

–Adelante…

Le hizo un gesto con la mano para que subiera los cuatro escalones que la separaban de la caja y ella asintió, pero primero alzó la mirada y recorrió al público con atención. A saber, su tío y sus primos siguiendo la escena con una sonrisa, su prima Rose lloriqueando agarrada a la mano de su amiga Theresa Etherington, Charles de pie y con cara de preocupación, su tía Frances bufando de vergüenza e indignación. Era todo un espectáculo observarlos desde allí y miró las imponentes piedras de Stonehenge recortadas contra la oscuridad antes de entrar en la caja y recostarse con cuidado sobre un agradable y blandito fondo de seda.

–Cierre los ojos, respire hondo y déjese llevar, milady. Buen viaje –susurró monsieur Petrescu antes de bajar la cubierta de la caja.

Ella obedeció y cerró los ojos oyendo como las consabidas cadenas y los candados empezaban a cercarla con mucho escándalo. Era parte del espectáculo, pensó, decidida a disfrutar la experiencia, se cruzó de brazos y se durmió.

[1] Dawn es la versión inglesa del nombre latino de Aurora.

Lady Aurora

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