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Capítulo 1

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29 de junio de 2019. Salisbury, Condado de Wiltshire, Inglaterra

Miró el green y respiró hondo disfrutando del aire puro, el buen tiempo y la tranquilidad del campo de golf a esas horas de la tarde. Le encantaba jugar solo y tranquilo después de las siete, cuando los jubilados y los golfistas más habituales entraban al club para cenar.

Agarró el palo con las dos manos y sintió un escalofrío por todo el cuerpo; detuvo el movimiento, se enderezó y miró a su alrededor. Ni un alma, ni siquiera un caddie, porque no solía utilizar sus servicios, así que volvió a su posición y se dispuso a ejecutar el swing, pero antes siquiera de volver a parpadear, el teléfono móvil le vibró en el bolsillo trasero de los pantalones.

–¡Maldita sea! –gruñó, mirando el aparatito. El segundo mensaje de Perpetua, su ayudante, diciéndole que Karen y Paulette, dos de sus amigas, lo habían llamado ya catorce veces al despacho. Una pesadilla.

Hacía cuarenta y ocho horas a punto habían estado de crucificarlo por infidelidad y mal comportamiento, y ahora no lo dejaban en paz e insistían en hablar con él, cuando él ya no tenía nada que hablar con ninguna de las dos.

–Os podéis ir al carajo –susurró apagando el teléfono móvil, y lo guardó nuevamente en el bolsillo.

Existían mujeres muy perseverantes. No conocía a tíos así, la mayoría de sus amigos o conocidos daban un poco la lata, pero se solían rendir pronto cuando la negativa era tajante, sin embargo, algunas tías te podían perseguir durante años y años y no se cortaban un pelo. Él había conocido a varias, alguna a punto había estado de volverlo loco, y Karen y Paulette estaban empezando a entrar en esa categoría: la de las locas desatadas y carentes de vergüenza que no aceptaban jamás un no por respuesta y que consagraban su vida a intentar cambiarte, cuando a él no lo cambiaba ni Dios.

Hacía dos días Karen lo había pillado con Paulette en la cama de un hotel. Había aparecido por sorpresa, después de engañar y sobornar al recepcionista, y había montado tal escándalo que el gerente y el jefe de seguridad aparecieron en la suite para llamarles la atención y pedirles que se marcharan.

Él odiaba ese tipo de gilipolleces, nunca las había tolerado, y como no tenía ningún compromiso con ninguna de las dos no se sintió culpable ni responsable de nada, al contrario, se había cabreado y las había dejado plantadas sin despedirse. A una por entrometida y a la otra por escandalosa, porque Paulette, en lugar de mantener la calma, se había puesto hecha un basilisco y había intentado abofetearlo.

A la media hora de aquello, Karen ya lo estaba llamando para reconciliarse, llorando arrepentida, Paulette igual, así que había decidido no hablar con ninguna y escaparse a Bath, a casa de su hermana Meg, donde podía pasar un par de días tranquilo y jugando al golf totalmente en paz porque nadie, ninguna de sus conquistas, sabía dónde vivía su hermana y ni en sueños podrían localizarlo.

Espantó los malos rollos y volvió a fijarse en el green, se puso en posición y levantó el palo, pero una dulce voz femenina lo detuvo a medio camino del golpe y se giró hacia ella con ganas de asesinarla.

–Disculpe, milord, no sé dónde estoy. ¿Podría ayudarme?

–¿Cómo dice?

La miró de arriba abajo y dio un paso atrás. Iba vestida como un personaje de Jane Austen, así que inmediatamente pensó que era una de las amigas de su hermana, una de esas frikis «Janeites», que ese fin se semana se reunían en Bath para asistir al baile anual de Regencia del Jane Austen Centre Bath. Le sonrió, pero ella lo miró con unos ojos de terror que lo hicieron ponerse serio de golpe.

–¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

–¡Ay, Dios bendito! ¿Es usted escocés? –se le acercó en cuanto identificó el acento y él asintió–. ¿Estoy en Escocia? Me llamo Aurora, lady Aurora FitzRoy, soy hija de Arthur y Clara FitzRoy, barones de Seagrave. Mi madre es una Abercrombie de Elderslie… Yo, creo que me he desorientado y no sé dónde estoy, no recuerdo nada y…

–¿En serio? –le preguntó entornando los ojos y un poco impresionado por esa cara tan preciosa que tenía, y ella se alisó la falda intentando no echarse a llorar–. Soy escocés, pero no estamos en Escocia, esto es el High Post Golf Club de Salisbury…

–¿Salisbury? Santa madre de Dios, ¿hacia dónde está Stonehenge, milord?

–A unos veinte minutos de aquí –le indicó el camino y ella asintió con una venia muy educada antes de girarse para echar a andar por el campo–. ¿No pretenderás ir a pie?

–¿Puede dejarme un carruaje, milord?

–¿Un carruaje? –soltó una risa y ella frunció el ceño–. ¿Esta es una broma de mi hermana?, ¿una cámara oculta?

–¿Cómo dice, milord? Me temo que no le entiendo.

–Ya es suficiente, eres muy buena, pero…

–¿Disculpe? –lo observó con esos inmensos ojos oscuros desolados, él la calibró de nuevo con atención y pensó que, o era una actriz estupenda, o estaba completamente loca–. ¿Milord?

–No soy ningún milord, me llamo Richard, Richard Montrose, y me encanta la broma, pero…

–¿Richard Montrose? ¿Es pariente de lord James Graham?

–¿James Graham?

–Cuarto duque de Montrose, él me conoce perfectamente, mi madre…

–Mira, no sé hasta dónde estáis dispuestas a llegar, pero para mí ya es suficiente. Son las siete y media, seguro que te esperan en Bath para el baile de Regencia.

–¿Qué baile de Regencia, milord… señor Montrose?

–Nada, nada, hasta otra.

Le dio la espalda y se inclinó para comprobar que la pelota seguía en su sitio, hizo amago de concentrarse en el golf, pero de pronto se le hizo un agujero de angustia en el centro del pecho, se giró hacia la jovencita de Sentido y Sensibilidad y vio que ya iba a buen paso caminando hacia el campo, tiró el palo al suelo y corrió detrás de ella.

–Oye, tú… Aurora, un momento. ¿Dónde crees que vas? Por ahí no podrás salir a la carretera, tienes que volver al club y salir por el parking principal.

–¿Por dónde, señor? –se detuvo y lo miró a los ojos sollozando. Lloraba a mares y Richard Montrose, que en el fondo de su gélido corazón era un caballero, se conmovió y le sonrió conciliador.

–No te preocupes, yo te llevo en coche a Stonehenge, pero antes déjame hacer una llamadita. ¿Ok? Espera aquí.

Ella asintió con cara de desconcierto y se sentó en un banco de madera que le indicó junto al green. Parecía cansada y perdida y no podía dejarla abandonada a su suerte, así que lo primero era llamar a su hermana para ver qué nivel de responsabilidad tenía ella en todo ese asunto.

–Margaret.

–¿Margaret? ¿Estás cabreado, hermanito?

–No lo sé, ya veremos. ¿Me has mandado a una de tus amigas «Janeites» para gastarme una broma? Porque ha sido muy buena hasta que se ha desmadrado un poco.

–¡¿Qué?! No entiendo nada.

–¿No has mandado a una friki vestida de Jane Austen para fastidiarme el golf?

–No, ¿de qué estás hablando? ¿Qué pasa?

–¿Me lo juras?

–Te lo juro, ¿qué ha pasado?

–Estoy en el club y… –observó de soslayo a Jane Austen y se apartó un poco– ha aparecido una chica preciosa, muy guapa, vestida como una de tus amigas frikis, llamándome milord y recitando una retahíla de títulos para identificarse. Incluso me ha preguntado si soy pariente de un tal James Graham…

–¿El duque de Montrose?

–¿Sabes quién es?

–¿Tú no? Joder, Richard, vives en la inopia. James Graham fue el cuarto duque de Montrose, contemporáneo de Jane Austen.

–Vale, eso ahora mismo me importa un pimiento, lo que me preocupa es que esta chica, que llora como una magdalena, quiere ir a Stonehenge a pie. Al parecer se ha perdido, o eso dice. Si no me la has enviado tú, igual se ha escapado de un siquiátrico.

–Ya estamos, siempre en lo peor. ¿No será alguna de tus amantes despechadas?

–La hubiese reconocido, ¿no crees?

–¿Estás seguro?, porque tú, macho…

–Bueno, ¿puedes ayudarme? A lo mejor solo es una «Janeite» demasiado metida en su papel y solo necesita que la lleven a casa.

–Estoy en el baile.

–Ya sé que estás en el baile, pero…

–Mándame una foto.

–¿Qué?

–Ahora.

Le colgó y él respiró hondo, miró al suelo, localizó la cámara del móvil, la pulsó y se giró para fotografiar a la señorita Aurora, que parecía cada vez más angustiada, aunque lloraba sin emitir sonido alguno. Le dio mucha lástima, pero no se amilanó en hacer las fotos, luego abrió el WhatsApp y se las mandó todas a Meg, que tardó unos cuantos minutos en responder con una llamada.

–¿Qué? ¿Ahora me crees?

–Voy para allá.

–¿Vienes? Genial, voy a llevarla al club para tomar algo, te esperamos allí.

–¡No! Que se quede ahí quieta, ni siquiera le hables, no la asustes. Tardo diez minutos en llegar.

–Meg…

Su hermana colgó y él miró al cielo sabiendo que el golf, por el momento, se había acabado. Se acercó a Aurora y le habló con precaución, porque a medida que pasaban los minutos parecía más desorientada y confusa, y no quería empeorar las cosas. Buscó sus ojos y le sonrió.

–Tenemos que quedarnos aquí unos minutos, mi hermana viene de camino y te llevará adonde quieras, ¿de acuerdo?

–¿Su hermana? Muchísimas gracias, milord.

–Me llamo Richard. ¿Quieres un poco de agua? –fue al carrito de golf y sacó la botella de agua sin abrir, volvió y se la extendió, pero ella la miró como quien ve por primera vez el mar–. Te vendrá bien beber un poco.

–¿Beber? ¿Cómo?

–¿Cómo que…? –bufó, la abrió y se la pasó sin la tapa, ella la siguió observando con estupor, pero finalmente se la puso en los labios y bebió un poquito–. Bebe más, la deshidratación es peligrosa.

–¿La qué?

–Nada, déjalo. Voy a recoger mis cosas.

Se apartó para no seguir razonando con una loca, porque evidentemente esa chica muy en su sano juicio no podía estar, y se dedicó a guardar los palos y las pelotas muy en orden, ganando tiempo hasta que Meg pudiera aparecer por allí para hacerse cargo del problema antes de que él acabara perdiendo los nervios.

Lo hizo todo con parsimonia, mirando la hora y finalmente se apoyó en un árbol en silencio, observando de reojo a esa pobre cría, porque debía de ser muy joven, que lucía un vestido de esos que coleccionaba su hermana, muy bonito, y un peinado típico de las películas de Jane Austen. Tenía el pelo oscuro, la piel inmaculada y sorprendentemente luminosa, y unos ojos negros enormes y brillantes, muy inocentes, y…

–Oh, milady, gracias a Dios…

Oyó que exclamaba con alivio poniéndose de pie y Richard se dio cuenta de que había divisado la figura de Meg, que caminaba hacia ellos vestida de época. De «Janeites», como todas sus amistades que ese día se reunían en Bath para celebrar el dichoso Baile de Regencia de Jane Austen.

Se alegró de ver que al fin llegaban los refuerzos y la siguió de cerca cuando empezó a caminar muy decidida hacia su hermana y hacia Ben, su mejor amigo, que también venía vestido como en el siglo XVIII. Él era otro fanático experto en la señorita Austen, pero además era siquiatra, y eso era precisamente lo que necesitaban allí, pensó, llegando hasta ellos justo a tiempo de ver como Aurora cogía las dos manos de su hermana y la miraba a los ojos emocionada.

–Milady, muchísimas gracias por venir. Mi nombre es Aurora FitzRoy, soy hija de Arthur y Clara FitzRoy, barones de Seagrave. Mi madre es una Abercrombie de Elderslie, y estoy, estoy… –se echó a llorar y Meg miró a Richard con lágrimas en los ojos–. Es evidente que estoy perdida, no sé dónde estoy, no recuerdo nada, y solo gracias a su distinguido hermano, que ha tenido a bien auxiliarme, he evitado un mal mayor porque podría…

–Tranquila, lady Aurora –susurró Ben tomando las riendas del asunto–. Me llamo Benjamín Ferguson y esta es mi buena amiga, la señorita Montrose, Margaret Montrose. ¿Nos podría decir de dónde viene usted exactamente?

–Estoy pasando el verano en Amesbury, en casa de mis tíos, los duques de Grafton, y en la fiesta de cumpleaños de mi tío Hugh nos fuimos todos hasta Stonehenge para ver un truco de magia de monsieur Petrescu, ¿lo conocen ustedes? –los tres negaron con la cabeza–. Es una celebridad en el mundo de la magia y me ofrecí voluntaria para participar en su espectáculo.

–¿De qué manera?

–Dijo que experimentaría un viaje en el tiempo, me metí dentro de su caja mágica y desperté aquí… no sé nada más –Ben le pasó un pañuelo de encaje y ella se enjugó las lágrimas–. Necesito encontrar a mi familia, a monsieur Petrescu, necesito ir a Stonehenge.

–Por supuesto, tranquila –Meg le apretó las manos y le sonrió–. La ayudaremos en lo que podamos.

–¿De qué año estamos hablando? ¿En qué fecha estamos, milady? –quiso saber Ben y Richard lo acribilló con la mirada.

–Junio de 1819, ¿no es así, milord?

–¿Quién reina en Gran Bretaña e Irlanda, milady?

–Su majestad el rey Jorge III, milord, aunque desde su última recaída en 1811 su alteza real, el príncipe de Gales, gobierna como regente –se puso seria, entornó los ojos y Richard intervino llevándose a su hermana del brazo.

–Dadnos un minuto, por favor –la apartó de los dos, viendo como Ben se llevaba a Aurora de vuelta al banco de madera junto al green, y le habló mirándola a los ojos–. ¿No la conocéis? ¿No es una de tus colegas «Janeites»?

–No.

–Entonces no deberíais interrogarla así, deberíais llevarla a un hospital, que le hagan una valoración y localicen a su familia. ¿No sois médicos? Por el amor de Dios, haced algo útil, no la pongáis más nerviosa.

–Eso es lo que intenta Ben, valorarla. Tiene un discurso muy coherente, es increíble –sacó el teléfono móvil y empezó a buscar datos sobre los Grafton, los Seagrave y, por supuesto, del tal mago Petrescu.

–Por supuesto que es coherente, está claro que se cree a pies juntillas todo lo que dice.

–El tal Petrescu existió, qué fuerte, fue encarcelado en 1819 acusado de secuestro y homicidio porque hizo desaparecer a una joven aristócrata durante uno de sus trucos.

–¿En serio?

–Te lo juro –le pasó el móvil y Richard leyó los detalles del oscuro caso del que, sin embargo, no se daban datos concretos.

–Ella puede haber leído esto también y…

–No creo que padezca un trastorno siquiátrico –Ben se les acercó sacándose el sombrero y pasándose la mano por la cara–. Y, aunque obviamente hay que valorarla a fondo, creo que dice la verdad.

–Claro que dice la verdad, vive su fantasía, ¿no hay gente con personalidades múltiples?

–No parece un trastorno de identidad disociativo, pero es precipitado decirlo, sin embargo… –volvió a pasarse la mano por la cara y se giró para mirar a Aurora y sonreírle–. ¿Habéis visto su ropa?, parece auténtica, es valiosísima, yo solo he visto algo parecido en el Victoria&Albert Museum o en alguna exposición del Palacio de Kensington. Solo el broche que lleva en el pelo vale más de lo que gano yo en todo un año. ¿Y los anillos, el camafeo de oro, los pendientes, el chal?… Sin contar con ese acento exquisito que tiene, habla un inglés pulcro y perfecto. Nunca había oído algo semejante, no al menos en una chica tan joven.

–Puede pertenecer a una familia rica, que esté pirada no significa que sea una pobre chavala de Tottenham Hale.

–¡Richard! –lo regañó su hermana y él levantó las manos.

–Vale, lo que queráis, pero mi opinión es que deberías llamar a la poli o llevarla a un hospital para que la identifiquen y avisen a su familia o a sus tutores legales. Esta chica parece estupenda, pero muy bien no puede estar.

–Aun así te has quedado con ella y has intentado ayudarla.

–Porque en seguida comprendí que algo no iba bien y porque está muy buena –les guiñó un ojo y Meg movió la cabeza–. Creí que era de las tuyas, una «Janeites» a la que se le había ido un poco más la olla.

–En fin, nosotros nos ocupamos, gracias por llamarnos, hermanito. Aurora… –se giró hacia la joven que seguía como en estado de shock y Richard las observó en silencio.

–¿Crees que es posible viajar en el tiempo? –preguntó a Ben y él asintió.

–Sí, absolutamente.

–¿Serías capaz de creer que de verdad un mago la ha mandado aquí desde el Stonehenge de 1819?

–¿Por qué no?

–Eres siquiatra, tío, un hombre de ciencia.

–Ante todo soy una mente abierta.

–Genial, sé que la dejo en las mejores manos. Me voy.

–¿Nos vemos en Bath?

–No, creo que se me han quitado las ganas de quedarme por aquí. Cojo el coche y me vuelvo a Londres, mañana tengo un brunch en casa de un cliente y las señales me indican que debería ir.

Se despidió con la mano de los tres. Aurora FitzRoy, o como se llamara, le hizo una educada genuflexión, y él le sonrió dándole la espalda para recoger su equipo y salir corriendo de allí. No supo muy bien por qué, pero de repente le entraron unas ganas tremendas de llegar a Londres, a la gran ciudad y a su moderno y acogedor piso de Chelsea.

Lady Aurora

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