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Capítulo 6

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4 de agosto del año 2019. Treinta y siete días aquí

Más de un mes aquí y sigo sin esperanzas concretas sobre mi futuro. Aunque Meg y Ben hacen verdaderos esfuerzos por encontrar respuestas y a personas que puedan ayudarme a volver a casa, de momento no hay nada en claro, y solo me queda esperar.

Estoy aprendiendo muchas cosas, ya salgo a la calle, ya conozco Bath, que es mucho más bonito de lo que era en tiempos de la señorita Jane Austen, y he aprendido a usar un aparato que se llama «teléfono» y que sirve para hablar con cualquier persona, de cualquier parte del mundo, a la hora que sea. Hay de dos tipos: fijos y móviles, y a mí me han enseñado a usar los dos, aunque no lo veo necesario porque no conozco a nadie aquí.

También he descubierto que Margaret es ginecóloga, una especialidad médica que cuida de la salud de las mujeres. Ella también las asiste en el parto y hace otro tipo de operaciones quirúrgicas como la cesárea. Debe ser muy buena en su trabajo, porque además de ser muy inteligente, y muy resuelta, es muy dulce. Todo esto me lo explicó esta semana, porque me bajó el periodo y tuve que solicitar su ayuda.

En un principio me dio un poco de vergüenza acudir a ella con una cuestión tan íntima, pero se lo tomó con mucha naturalidad y en seguida me llevó al cuarto de baño para enseñarme la variedad de «recursos» higiénicos, así los llamó ella, con los que cuenta una mujer en el siglo XXI. De este modo conocí las «compresas» y los «tampones», que son unos artilugios cilíndricos que me aconsejó utilizar más adelante. De momento me regaló varias cajitas de compresas, unas bandas que contienen algodón, pero que están reforzadas con plástico, que es un material que en esta época está en todas partes. He aprendido a usarlas y es cierto, es un recurso muy higiénico, y muy cómodo, mucho más discreto, desde luego, que los paños de tela que mi doncella preparaba para mí cada mes.

Está sonando el teléfono insistentemente y creo que debería contestar.

Llegó al Royal United Hospitals de Bath andando, haciendo el recorrido que Margaret solía hacer en bicicleta, y se encontró con Ben en la entrada. Parecía preocupado, pero al verla le sonrió y le sujetó las manos.

–No imaginé que pudieras llegar sola, no hacía ninguna falta.

–¿Cómo que no? Me hubiese muerto de preocupación en casa. ¿Cómo está Meg?

–Ya la han operado y la llevarán a su habitación en seguida. ¿Te encuentras bien?

–Sí, gracias. Gracias a Dios –se puso una mano en el pecho y besó el camafeo del que nunca se separaba–. ¿Podré verla?

–Claro, vamos. ¿Qué tal con los semáforos y los pasos de peatones?

–Ya cogeré práctica, aún tengo mucha precaución, pero muy bien. He venido recta hasta aquí, como me enseñó Meg, y me traje un mapa.

–Chica lista.

Ben le abrió la puerta y la dejó entrar en ese inmenso edificio donde ya había estado una vez con Meg, que la había llevado para que conociera su lugar de trabajo y para que le sacaran sangre, porque quería comprobar que estaba perfectamente sana.

La impresión al ver el hospital por primera vez había sido descomunal, aunque ya había visto cosas similares en la «televisión» que, superados sus primeros temores, se había convertido en su mayor fuente de información y conocimiento. Tener aquello delante de los ojos la había conmocionado, sobre todo por la enorme cantidad de personas de todas las edades que se movían por ahí y que hablaban con tanta soltura y desparpajo.

Esa visita había sido lúdica, una experiencia más, agradable porque todo el mundo la había tratado muy bien. Pero esta segunda visita era más amarga, muy preocupante, y subió las escaleras detrás de Ben rezando, pidiendo a Dios que protegiera a su querida Margaret Anne Montrose, su hermana en el año 2019, que había tenido un accidente que le había provocado una fractura de tibia y peroné, o eso le había explicado Ben por teléfono, cuando ella al fin se había decidido a contestar al aparato.

–¿Cuándo se podrá ir a casa?

–Mañana o pasado. No quiere avisar a sus padres, pero la llevaremos cuando alguien pueda venir y la mantenga atada a la cama haciendo reposo.

–¿Atada a la cama? No, por Dios, ella es una persona razonable, no…

–Es una forma de hablar, no te preocupes, nadie atará a nadie. Es una broma.

–Yo voy a cuidar de ella y la obligaré a hacer reposo.

–Por supuesto, Aurora, pero mejor si su madre puede venir de Glasgow.

–Sus padres están de vacaciones fuera del país.

–Es cierto, pues…

–Pues nada, yo me ocuparé de todo. He cuidado de muchas personas enfermas, sé cómo tratar a un paciente y sé cómo conseguir que haga reposo. No te preocupes.

–Doctor Ferguson, la doctora Montrose ya está en planta, habitación 336, pueden entrar a verla cuando quieran.

–Muchas gracias, Lucy. Aurora –le hizo un gesto para que caminara delante y ella asintió dirigiéndose a toda prisa hacia la habitación, tocó la puerta y entró con el corazón en la garganta.

–¡Jesucristo! ¿Cómo estás?

–Me han operado con epidural, no me ha dolido nada, así que estoy bien. Tranquila.

–No sé lo que es eso, pero me alegro mucho –echó un vistazo a la habitación inmaculada y limpia donde Meg estaba sola en una cama estrecha, con la pierna en alto y llena de aparatos, tornillos y cosas extrañas, y se le acercó para besarle la frente–. Gracias a Dios que estás bien.

–¿Cómo has venido?

–Ha venido sola. La llamé por teléfono, contestó y quiso venir de inmediato –Ben se acercó y también la besó en la frente–. ¿Qué tal te encuentras? Senfield dice que ha sido una fractura limpia.

–Sí, creo que todo ha salido perfecto, pero necesitaré reposo y rehabilitación, una puta mierda. Perdona, Aurora.

–No pasa nada. Te traeré unas flores. ¿Dónde puedo cortar flores para alegrar la habitación?

–En ninguna parte si no quieres que te multen. Hay sitios para comprarlas, ahora iré a por ellas.

–¿Multarme? ¿Por qué? Solo son unas flores –los miró alternativamente y se rindió, porque no paraba de hacer preguntas y ese no era el momento ni el lugar–. Está bien, ¿necesitas algo, Meg? Te preparo un té o…

–No, gracias, cariño, no puedo comer nada durante un rato. Luego las enfermeras se ocuparán de traerme líquidos y comida, tú tranquila. Venga, siéntate. Te queda muy bonito ese vestido.

–Es muy cómodo, gracias –se estiró el vestido de verano que le había prestado y buscó una silla para sentarse–. ¿Avisamos a tus padres? ¿A tus hermanos? Les puedo escribir ahora mismo.

–Ahora llamo a mis padres, están en Fuengirola con Lauren y los niños, no quiero preocuparlos. Y Richard, pues… no sé, anda de vacaciones en Ibiza o ya camino de Portofino, tampoco quiero arruinarle el descanso. Estoy perfectamente y no pienso asustar a nadie más de lo necesario.

–Por supuesto, yo estoy aquí para hacerme cargo de todo. No te preocupes. ¿Cómo fue el accidente?

–Una tontería, giré en una esquina con la bicicleta y unos turistas despistados salieron mal de una glorieta y me embistieron con su coche de alquiler. Afortunadamente, iban muy despacio y yo también.

–Válgame Dios.

–¿Qué sabéis de Beltrán Rolland? ¿No venía hoy?

–¡¿Beltrán Rolland venía hoy?! –exclamó Ben y las dos lo miraron muy sorprendidas.

–Claro, te lo comenté por teléfono, Ben.

–¿Y qué viene a hacer a Bath?

–Quiere conocer a Aurora, bueno, a todos. Tenía unos días de vacaciones y venía a Londres de todas maneras.

–La madre que lo… Pues habrá que avisarle que has tenido un accidente, te han operado y no estás para recibir visitas.

–Hoy no, pero cuando me vaya a casa sí, lo llamaré a ver si lo pillo en Londres.

–No, déjalo, ya lo llamo yo.

Agarró su teléfono y salió de la habitación muy airado, Aurora miró a Meg y se levantó para organizarle un poco el pelo. Ella se dejó hacer con una sonrisa y luego empezó como a dormitar, cosa de lo más normal teniendo en cuenta por lo que había pasado, así que se apartó de ella en silencio y se sentó en la silla a velar su sueño y a pensar en el señor Beltrán Rolland, el profesor universitario de París que había escrito dos libros sobre Petrescu, que sabía mucho de la magia, la nigromancia, el ocultismo y la alquimia del siglo XIX, y con el que llevaba hablando con regularidad unas tres semanas.

Sus amigos le habían explicado el uso del «ordenador», de «Internet» y de todos esos adelantos extraordinarios que permitían a personas estar conectadas desde su propia casa con el resto del mundo y, aunque no entendía demasiado bien los detalles técnicos del asunto, sí había empezado a disfrutarlos. De ese modo había conocido algo que se llamaba Skype y que permitía hablar y ver a una persona a través de la pantalla del ordenador, como en la televisión, salvo que con el Skype tu interlocutor te oía y te veía, tú a él y así podías mantener una charla perfectamente coherente durante horas. Un prodigio.

Gracias al bendito Skype había conocido al señor Rolland, con el que en un principio se comunicaba en francés, aunque pronto descubrieron que él dominaba también el inglés y empezaron todos a charlar con él. Aunque él prefería hablar privadamente en francés con ella, cosa que a su amigo Ben no le parecía del todo bien, y ella lo comprendía, porque estaban tratando temas muy serios, vitales, que era mejor compartir con todos a la vez y evitar de esa manera andar traduciendo y explicando lo que él le quería transmitir desde París.

Lamentablemente, y hasta el momento, el señor Rolland no les había aclarado muchas cosas, y ellos tampoco a él, porque habían pactado no contarle lo de su viaje en el tiempo hasta conocerlo bastante mejor, así que sus conversaciones versaban sobre los estudios de Petrescu, sus logros y sus escritos, sin que les desvelara nada nuevo, sin que esparciera algo de luz sobre sus posibles seguidores o discípulos, que era lo que ellos necesitaban encontrar, y habían acabado por ignorarlo un poco, aunque él no dejaba de llamarla a diario.

–Aurora –Ben asomó la cabeza y le sonrió–. Ya le he dicho a Beltrán que no estamos para visitas y que ya le llamaremos, aún le quedan diez días en Londres. Y el cirujano dice que todo ha ido muy bien y que mañana nos podemos llevar a Meg a casa.

–Estupendo, muchas gracias. ¿Me puedo quedar esta noche con ella?

–Sí, pero no hace falta, hay enfermeras y…

–Prefiero quedarme.

–Como quieras. Yo tengo que ir a trabajar, tengo consulta hasta las seis. ¿Estaréis bien?

–Por supuesto, gracias.

–Que duerma, le vendrá bien. Luego os veo. Adiós.

Se despidió de él con una venia y miró por la ventana el pequeño jardín que estaba cerca de la habitación, y a lo lejos el trajín incansable de personas. Una de las características más llamativas de ese siglo era la prisa de la gente. Todo lo tenían que hacer rápido: comunicarse, informarse, trasladarse de un sitio a otro, subir, bajar, andar, hablar, coser, escribir, limpiar, cocinar… y todo estaba previsto para eso, había maquinitas y aparatos para facilitar y agilizarlo todo, incluso para lavar los platos, y aquello la desorientaba un poco. No se detenían en nada y por las calles ni siquiera se saludaban, apenas se miraban, y aquello era desolador.

De repente, ese aparato pequeñito, el «teléfono móvil», vibró en la mesilla de Meg y ella se movió en la cama, pero no se despertó. Aurora se acercó y pudo leer en la pantalla iluminada: RICHARD. Por un segundo hizo amago de contestar, tal como le había enseñado Zack, deslizando el dedo índice sobre la pantalla, pero se arrepintió y volvió a su sitio pensando que seguramente Richard, que sería el señor Montrose, llamaría más tarde.

Hacía mucho que no lo veían, en realidad ella solo lo había visto dos veces después de que la ayudara en el campo de golf el veintinueve de junio, y en ambas ocasiones le había resultado harto difícil hablar con él, esencialmente porque no se parecía en nada a su hermana, a Ben o a Zack. Era mucho menos accesible, y también porque la interrogaba o la ignoraba indistintamente, y aquello era difícil de administrar.

Le estaría agradecida el resto de su vida, rezaba por él todos los días, pero, diantres, el caballero era muy suyo, muy frío y, aunque Meg aseguraba que era el mejor y más noble de los hombres, a veces su proceder resultaba brusco y un poco descortés, y con eso sí que no podía lidiar. Solo aspiraba a merecer su amistad, pero no sabía cómo tratarlo.

–Meg… –se levantó de un salto al ver que ella abría los ojos y le tocó la frente–. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

–Estoy bien, solo tengo un poco de sed. Voy a llamar a la enfermera –pulsó un aparatito que tenía junto a la almohada y luego la observó con atención–. No tienes que quedarte, cariño, estaré bien.

–Oh, no, de eso nada, yo no me separo de ti hasta que te llevemos a casa, y allí tampoco pienso hacerlo. Ahora soy yo la que va a cuidar de ti.

–Gracias. Hola, Livi –saludó al ver entrar a una enfermera–. ¿Puedo beber líquidos? Tengo sed.

–Pues no debería tener sed, doctora, sigue con el suero, pero voy a preguntar.

–Gracias –se sentó y miró el teléfono–. Me ha llamado mi hermano, parece que se lo huele, es increíble. Ahora llamo a mis padres, no me apetece hablar con todos y menos si andan repartidos por el mundo.

–Qué gran fortuna poder viajar.

–Antes, en tu tiempo, ¿viajaste a alguna parte?

–Oh, sí –le ahuecó las almohadas y volvió a su sitio–. Fuimos a Roma, a Florencia, a Marsella, varias veces a París, también visitamos Atenas. Ah, y Copenhague.

–Vaya, a muchos sitios. ¿Por qué Copenhague?

–Una hermana de mi madre está casada con un danés, un alto cargo de la Corona, y fuimos a verlos.

–Qué suerte.

–Mis padres viajaban mucho y casi siempre me llevaban. Lamentablemente, cuando murieron en Turquía, no iba yo, que estaba con tosferina en la cama.

–Lo siento mucho, Aurora.

–Ojalá hubiese estado con ellos –el recuerdo de sus padres le humedeció los ojos, pero forzó una sonrisa–, pero Dios tenía otros planes para mí.

–¿Qué edad tenías?

–Doce, casi trece.

–Nunca hablas de ello.

–Sigue siendo doloroso, en casa de mis tíos tampoco podía mencionarlos y todo lo que vino después… –cometer la indiscreción de hablar mal de su familia la detuvo y se calló de golpe–. En fin, ¿por qué tienes esos aparatos de hierro en la pierna?

–No pasa nada porque te desahogues y hables de tus tíos o de tu vida con ellos, Aurora, somos amigas, y aquí no podemos hacer otra cosa más que charlar, así que…

–¿Maggie?

Un hombre muy apuesto, de mediana edad y vestido con bata blanca, entró sin llamar y Aurora se puso de pie, miró a Meg y vio que ella se ponía seria de golpe.

–Fuera de aquí, David. Acaban de operarme, necesito descansar y no quiero verte.

–¿Por qué no me avisaron? Estoy de guardia desde las once de la mañana.

–Vete, por favor.

–Maggie… –dio un paso hacia ella, ignorando su deseo, y Aurora frunció el ceño, se acercó y le cortó el paso.

–Ya la ha oído, señor. Haga el favor de salir de la habitación.

–¿Perdona, bonita?

–¿Cómo dice? –cuadró los hombros y lo miró muy seria.

–¿Quién coño es? –la esquivó y se dirigió a Meg–. ¿Tu guardaespaldas?

–Déjame en paz, David.

–¡Señor! –se le puso a un palmo de distancia y él dio un paso atrás completamente desconcertado–. La dama le ha pedido por favor que se marche, dos veces, y, si sigue ignorando sus deseos, tendré que tomar medidas más drásticas. Le ruego, por tanto, que se comporte como un caballero, que es lo que parece, y abandone la habitación inmediatamente. ¡Vamos!

–¿Qué?

–¿No tiene modales? ¿Hago que lo saquen de aquí de una forma más deshonrosa y pública? –se acercó a la puerta y la abrió de par en par–. Adiós, señor, no cometamos ni usted ni yo una imprudencia y evitemos el escándalo.

–¿De dónde sales tú? –bufó y miró a Meg, ella giró la cara hacia la ventana y él retrocedió–. Solo quería saber cómo estás.

–Está perfectamente, muchas gracias. Para más información sobre su estado de salud puede acudir al doctor Benjamin Ferguson, que está al tanto de los detalles. Buenas tardes.

Le cerró la puerta en las narices, aliviada de no tener que ponerse a gritar pidiendo ayuda para sacarlo de allí, y se giró hacia Margaret, que la estaba observando con la boca abierta.

–¿Quién es?

–Un pretendiente al que no quiero ver ni en pintura.

–Vaya, pues creo que necesita que alguien le enseñe modales –se alisó la falda tan tranquila y se acercó para estirarle las sábanas.

–Aurora…

–¿Qué?

–Eres un crack.

Lady Aurora

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