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Capítulo 2

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Se giró en la cama y las sábanas le parecieron un poco ásperas, seguramente Mary no se había molestado en plancharlas dos veces y si se llegaba a enterar la señora Hanson, se podía ir despidiendo de su día libre.

Estiró las piernas y una lucecita de conciencia se le encendió en el cerebro, abrió los ojos y se sentó en la cama asustada. No estaba en Amesbury, ni en Suffolk, ni en Londres, no estaba ni siquiera en su tiempo, y la realidad le cayó encima como una losa. Se bajó de ese camastro endeble y estrecho, y antes de decidir qué debía hacer, la puerta sonó con dos golpecitos y esa chica tan amable, la señorita Montrose, la doctora Montrose, asomó la cabeza en el dormitorio y le sonrió.

–Buenos días, ¿has dormido bien?

–Sí, muchas gracias, milady… señorita…

–Meg, me ibas a tutear y a llamar Meg, ¿recuerdas? Y así yo podré llamarte Aurora.

–Por supuesto, muchas gracias –se estiró el camisón que le había dejado y buscó la bata con una mano.

–Deberías comer algo y así vamos poco a poco conociendo la casa.

–¿Qué hora es?

–Las dos de la tarde del domingo treinta de junio. Has dormido muchísimo y eso es bueno.

–¿Las dos de la tarde del domingo? ¿Me he perdido el servicio religioso? –guardó silencio al ver la cara de su anfitriona y ella le sonrió.

–No pasa nada porque no vayas a la iglesia un domingo, no te preocupes.

–Pero ¿podré ir otro día? ¿Hay alguna cerca?

–Por supuesto.

–No quiero importunar más de lo necesario, ni ser una molestia, pero mi tía me matará si… –de repente pensó que aquello carecía de importancia y cuadró los hombros–. Lo siento, es que es la costumbre.

–No te preocupes, lo entiendo. ¿Sabrás usar el cuarto de baño? –Aurora asintió no muy convencida y Meg entró en ese diminuto cubículo al que llamaba cuarto de baño para enseñarle otra vez cómo se tiraba de la cadena y se manejaban los grifos del agua caliente y el agua fría–. Tómate el tiempo que necesites, ahí te he dejado algo de ropa o puedes quedarte en camisón, estamos las dos solas en la casa.

–No sé cómo puedo agradecer…

–Shhhh, no pasa nada, estoy encantada de tenerte en mi casa.

Le acarició la mano y se marchó cerrando la puerta. Aurora la observó salir y luego se desplomó en la cama tapándose la cara con las dos manos.

Aún no era capaz de racionalizar lo que le estaba pasando, todavía era todo muy confuso, muy extraño, imposible, pero había decidido mantener la calma e ir paso a paso o se volvería completamente loca.

Lo primero era dar gracias a Dios de rodillas por haber encontrado en medio de tan trágicas circunstancias a personas como los Montrose, que no eran parientes de lord James Graham, pero que la habían tratado con una amabilidad y una generosidad extremas. El señor Richard Montrose, el primer ser humano que había visto tras despertar en medio de un campo desconocido, había sido un poco brusco y distante al principio, pero sus actos denotaban que se trataba de un caballero de los pies a la cabeza, y haber intercedido por ella para dejarla en manos de su hermana que, supo después, era una mujer médico, dejaban claro que era un hombre generoso de espíritu y muy misericordioso, porque jamás se habían visto, no obstante, la había auxiliado sin hacer demasiadas preguntas.

Lo tendría presente en sus oraciones el resto de su vida, lo mismo al doctor Benjamin Ferguson, joven cabal, que junto a la maravillosa señorita Montrose había logrado explicarle en pocas palabras y con mucho tiento que al parecer el truco de monsieur Petrescu había funcionado porque se encontraba en la Inglaterra del siglo XXI, concretamente en el Amesbury del año 2019.

Si se detenía a pensarlo podía perder la razón. Del Amesbury del año1819 al Amesbury del año 2019 en un suspiro, o en un sueñecito, porque solo recordaba haberse recostado en esa caja y haber cerrado los ojos. Nada más.

Antes de salir de Amesbury, de un campo de golf le explicaron ellos, estuvieron hablando muchísimo de su época. Le preguntaron nombres, fechas, costumbres, hábitos… Al principio no estaba muy dispuesta a contestar, pero a medida que fue conociéndolos y confiando en ellos de manera natural, fue respondiendo y ellos cotejando sus respuestas en un aparatito luminoso que llevaban en la mano. De ese modo, y sin pretenderlo, fueron creyendo en su verdad, ella en la de ellos y acabaron convenciéndola para buscar refugio en Bath, en casa de la señorita Montrose, que tenía un piso de soltera donde la podía alojar el tiempo que fuera necesario.

En ese momento empezó el verdadero drama de su vida.

Caminaron por el campo de golf hasta tener que entrar en un edificio extraño, de una sola planta, donde había mucha gente charlando, paseando, entrando y saliendo en medio de una luz estridente que cegaba bastante, pero que soportó porque sus dos nuevos amigos la cogieron del brazo para superar el trance sin desmayarse.

La experiencia de la luminosidad artificial del lugar casi le provocó náuseas, pero mucho peor fue ver la ropa de sus habitantes, chillona, escasa y muy similar, porque tanto hombres como mujeres vestían con pantalones, no vio ningún vestido bonito, no llevaban chaquetas, ni sombreros y se hablaban a gritos. Aquella gente chillaba mucho y todo olía a penetrantes perfumes que se mezclaban con otros aromas menos identificables, como un olor metálico, pesado y denso que saturaba el aire y que había notado nada más despertar en medio del campo.

Polución había dicho Meg que se llamaba, cuando le explicó la sensación de ahogo que le provocaba, y dio por hecho que tenía que ver con alguna mina de carbón cercana o alguna industria manufacturera de esas que empezaban a poblar Londres.

Una vez sortearon la luz, la gente, las voces altas y los olores penetrantes, llegaron a una explanada donde había muchos vehículos de colores, con ruedas pequeñitas, que esperaban pegados, unos al lado de los otros y en perfecto orden, a que los engancharan a sus caballos, o eso creyó ella erróneamente, porque al final no fue así ya que Meg y Ben (que se habían empeñado en que los llamara por su nombre de pila) la miraron a los ojos y le hablaron de los coches modernos, los vehículos a motor que no usaban la fuerza de ningún animal para moverse y que iban a tener que utilizar para llegar hasta Bath.

Santa madre de Dios. Recordar la experiencia de entrar en ese pequeño espacio con olor a encierro, sentarse en una de sus butacas pegadas al suelo y sentir cómo se ponía en marcha y se movía suavemente por una carretera negra con rayas blancas le provocó una náusea y se fue corriendo al cuarto de baño, pero no vomitó. Ya había devuelto bastante de camino a Bath, porque aquello se movía sinuosamente y muy rápido, y era peor que ir en barco.

Pararon unas tres veces hasta que se acostumbró al vaivén y finalmente, tras cruzarse con cientos de vehículos iguales al suyo, llegaron a la preciosa Bath, donde su tía Janet, una hermana de su madre, tenía su casa de veraneo, aunque obviamente en el siglo XIX y no en esa ciudad inmensa que se fue abriendo delante de sus ojos hasta que dejaron el coche pegado a una acera y entraron en casa de Margaret Montrose, que se parecía bastante a las nuevas residencias que ella ya había visto en Londres.

Hasta allí todo más o menos bien para ser una joven inexperta de 1819, eso sí, gracias a la ayuda inestimable, la comprensión y el apoyo de sus nuevos amigos, que fueron en todo momento hablándole, explicándole y calmándola cada vez que se asustaba o se paralizaba por lo que veía. Los dos habían tenido una paciencia infinita y no sabía cómo podría compensar todo ese esfuerzo, no lo sabía, porque no estaba en casa y estaba atada de pies y manos, pero lo haría, algún día lo haría porque se lo merecían todo.

Se miró en el espejo y se inclinó para lavarse la cara. La víspera, tras entrar en esa casa donde la señorita Montrose vivía completamente sola, sin siquiera una doncella, y rogar que no encendieran la iluminación artificial que le hería los ojos, se había quedado charlando hasta muy tarde con Meg, que no se cansaba nunca de escucharla, con la boca abierta, tomando notas en una libreta con hojas blancas y muy finas, y una pluma que no necesitaba tinta, y después se había dado un baño en esa bañera pegada a la pared.

La tina o bañera era de porcelana blanca, o eso parecía, rectangular y estaba junto a la pared, rodeada de azulejos y con una especie de cortina transparente para aislarla del resto del cuarto de baño. No era necesario cubrirla con una toalla para suavizar el tacto, le explicó Meg, que además le enseñó que tenía grifos de agua caliente y fría, y que podía regularlos a su gusto, lo que la hizo comprender inmediatamente por qué esa joven prescindía del servicio doméstico. Allí todo era funcional y sencillo, todo muy limpio y cómodo para las personas, que podían arreglárselas perfectamente solas, cosa que le gustó sobremanera.

En cuanto se metió en esa bañera, su cuerpo se relajó y se tranquilizó. Era la primera vez en su vida que no tenía a ninguna doncella merodeando cerca para llevarle más agua caliente, para aclararle el pelo o para jabonarle la espalda, y esos minutos de intimidad la reconfortaron y la ayudaron a pensar en sus padres y en lo felices que estarían ellos de que estuviese experimentando un «viaje en el tiempo», si era eso lo que estaba pasando y no se trataba de un simple sueño.

Tras el baño, se secó sola con una enorme toalla, se puso un camisón y Meg la llevó a su cuarto de invitados. Una habitación ridículamente pequeña, llena de estanterías con libros, cuadros y grabados del siglo XIX, con una ventana que daba al exterior, donde seguían pasando vehículos de colores, y una camita casi infantil, donde se metió, se estiró y se durmió inmediatamente.

Levantó los ojos y se miró en ese espejo enorme del cuarto de baño. Era perfecto, seguramente de lo más valioso que había en esa casa porque el reflejo era muy puro, se cepilló el pelo y se cerró la bata. No se sentía nada cómoda con la ropa que le habían prestado, prefería esperar un poco antes de probársela, así que salió al saloncito como estaba, en camisón y bata, aunque más animada y descansada, para hablar con su anfitriona, que se hallaba delante de una especie de libro luminoso que apoyaba sobre la mesa y que tenía unas letras negras en la base, letras que ella tocaba muy rápido.

–¿Es una especie de máquina de escribir? –preguntó observando la luz que emanaba y Meg la miró.

–¿Conoces las máquinas de escribir?

–Mi padre compró un prototipo en Italia, de un inventor, Pellegrino Turri creo que se llamaba, pero no servía para nada.

–¿Quieres tomar algo? ¿Qué sueles tomar por las mañanas?

–No te preocupes, ya no es de mañana, pero un vaso de leche estaría bien, muchas gracias.

–Vamos –la llevó a ese rincón que llamaba cocina, se acercó a un armario blanco, lo abrió, este se iluminó y sacó de dentro una cajita llena de letras, le quitó un sello y vertió la leche en un cazo–. ¿Caliente o fría?

–Templada, gracias. ¿Puedo ayudar en algo?

–¿Qué sabes hacer? Creía que las damas del siglo XIX no sabían ni freír un huevo.

–Sé preparar huevos pasados, revueltos o fritos. Puedo hacer pan y algún bollo relleno, por supuesto el té. ¿Quieres que preparé el té?

–Lamentablemente aquí el té lo compramos casi preparado –le enseñó una caja llena de bolsitas–. Se pone en la taza y se le echa el agua caliente encima, nada más. Mi madre y mi abuela son las únicas personas que conozco que siguen preparando el té tradicional.

–Vaya, qué interesante –cogió una bolsita y la olió–. Huele muy bien.

–Aurora…

–¿Sí? –dejó el té y le prestó atención.

–¿Sigues pensando en localizar a Petrescu?

–Por supuesto, es el único, él o su familia, lógicamente, que pueden ayudarme hoy por hoy a resolver mi situación.

–Ben se fue con esa idea anoche y ahora dice que ha encontrado bastante documentación sobre Velkan Petrescu en Internet, en alguna biblioteca de Oxford, en la Sorbona de París, también en la Universidad de Salamanca y en Bucarest.

–¿Todo eso tan rápido? ¿Cómo es posible? ¿Cómo ha podido viajar tanto?

–No, no se ha movido de su casa. Hoy por hoy las comunicaciones son así de rápidas, ya te irás acostumbrando.

–¿Desde su casa? ¿Cómo?

–A través de un sistema llamado Internet, de la fibra óptica y… –la miró y se pasó la mano por la cara–. Es un poco complejo, irás aprendiendo poco a poco, ahora lo importante es que hemos encontrado mucha documentación sobre Velkan Petrescu y tal vez podamos acceder a su familia, a sus estudios o…

–¿Se llama Velkan Petrescu?

–Sí, mira… –le sirvió el tazón de leche, cogió una caja de galletas y se la llevó de vuelta al salón, donde le enseñó ese libro luminoso donde aparecían muchas líneas de texto que hablaban de monsieur Petrescu, el gran mago y alquimista ruso.

–Creía que era rumano.

–Según parece, huyó de Rusia por problemas con la iglesia y con los nobles locales. Era un mago muy famoso, pero muy controvertido, cambió muchas veces de país. Esto pone aquí.

–Impresionaba mucho, la verdad, y mira lo que me hizo a mí.

–Bueno, vamos a seguir investigando.

–Muchísimas gracias –de repente las letras del libro luminoso se fueron y apareció una imagen en su lugar, un cuadro, de Meg con su hermano Richard y otra chica tan guapa como ellos–. Vaya, qué retrato más bonito.

–Se llama fotografía, ya hablaremos de ella.

–¿Y aparece de repente allí?

–Es un salvapantallas, aparece cuando el ordenador lleva un tiempo sin actividad.

–¿Ordenador?

–Sí, esto se llama ordenador, sirve para hacer muchísimas cosas, también para estar conectados con todo el mundo y poder investigar, como hizo Ben anoche desde su casa.

–Válgame Dios.

–Tranquila, poco a poco lo irás comprendiendo todo.

–¿Y ella quién es? ¿Tu cuñada?

–No, ella es Lauren, mi otra hermana, somos tres hermanos: Richard, Lauren y yo. Es maestra y vive en España.

–¿En España?

–Sí, se casó con un chico de Madrid y vive allí enseñando inglés. Tiene dos hijos, Alba de dos años y Rafael de tres meses.

–Alba… Escocia en gaélico.

–Exactamente, para nosotros es el nombre gaélico de nuestro país y en español significa amanecer, la primera luz del día.

–Vaya, qué bonito, es precioso.

–Lo es, es muy bonito.

–Mis padres me llamaron Aurora porque en la mitología romana Aurora es la deidad que representa el amanecer.

–¿En serio? Me encanta.

–Gracias. ¿Ninguno de los hermanos vivís en Escocia?

–Ahora no, yo me vine a trabajar al Royal United Hospitals de Bath, Lauren se fue a Madrid y Richard vive en Londres porque trabaja en finanzas, en la City, es un pez gordo de las inversiones.

–¿Disculpa?

–Lo siento, es… trabaja con dinero, administra el dinero de muchos clientes ricos y por eso vive en Londres.

–Entiendo. ¿Y tú no podías ser médico en Escocia?

–Lo fui, estudié allí, pero quería viajar un poco, me hicieron una oferta estupenda aquí y me vine encantada porque Bath es mi ciudad favorita del mundo.

–¿Por qué?

–Porque en esta ciudad, que es preciosa, vivió mi escritora preferida, Jane Austen, y hay un centro dedicado a ella, muchas actividades como el baile de Regencia de ayer, el Festival Jane Austen en septiembre…

–¿Jane Austen? –entornó los ojos y asintió, Meg sonrió y se quedó en silencio–. Conocí a la señorita Austen, hace unos siete años, antes de que murieran mis padres, yo debía de tener unos doce años.

–¡¿Qué?! ¿Estás de broma?

–¿De broma? No, en absoluto. Una vez la vi en casa de mi tía Patricia en Kensington, fue a una velada musical y al finalizar le pidieron que leyera un fragmento de un libro suyo, Sentido y sensibilidad, si no recuerdo mal. Leyó el primer capítulo y luego se marchó con su familia. Tenía una voz muy bonita y fue muy cariñosa conmigo porque mis padres le explicaron que también me gustaba escribir.

–¡No me lo puedo creer!

–Te lo juro por Dios, es verdad.

–Lo sé, «no me lo puedo creer» es solo una expresión. Ya verás cuando se lo contemos a Ben.

–¿Ben conoce a la señorita Austen?

–Por supuesto, es incluso un lector más apasionado que yo.

–No sabía que los caballeros leyeran esos libros.

–Hoy en día esos libros son patrimonio de la lengua inglesa, ella es una de nuestras escritoras más famosas y su trabajo es considerado una obra maestra de la literatura universal.

–¿Una mujer? Qué interesante, aunque deberías saber una cosa.

–¿El qué?

–La señorita Jane Austen detestaba Bath.

Lady Aurora

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