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Capítulo 3

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Entró en el despacho a la carrera, tiró el bolso del gimnasio al suelo y se puso frente a las tres pantallas de ordenador de su mesa rozando el ratón inalámbrico. Las tres se encendieron a la vez y le proporcionaron una imagen de los paneles principales de Tokio, Nueva York y Londres, buscó unos valores en concreto y soltó un bufido antes de volver a prestarle atención al teléfono móvil.

–Todo está en orden, Marcia, no veo ningún problema en….

–¿Estás seguro? El bróker de Jazmine Bateman le avisó de una caída en picado en el Dow Jones de Industriales y yo, pues… ya sabes que Peter…

–Escucha, si quieres que el bróker de tu amiga Jazmine se ocupe de esto, estupendo.

–Él al menos la mantiene informada.

–Porque será su trabajo. Yo no soy tu bróker, ni hablo con mis clientes. Gestiono grandes fondos y, por haceros un favor especial a Peter y a ti, os asesoro, pero no tengo tiempo para esto.

Mejor colgó, porque esa mujer insoportable no entendía nada, y acababa de sacarlo del gimnasio por una falsa alarma, así que quería matarla. Se desplomó en su butaca nueva resoplando, miró la foto de su familia que tenía en una esquina del escritorio y pensó en llamar a Meg para saber qué había pasado con Jane Austen, pero primero tenía que resolver otras cosas. Levantó la vista y vio entrar a Perpetua con una Tablet en la mano.

–¿Qué tal la Phillipe Stark? –preguntó ella sin dar ni los buenos días.

–Genial, es muy cómoda –tocó el suave cuero de la butaca diseñada por ese artista francés que le acababa de decorar el despacho y el piso, y Perpetua asintió.

–Por lo que cuesta, más le vale. Te han llamado seis señoritas diferentes, dos conocidas y cuatro nuevas, a ver si no vas dando tu tarjeta a todo el mundo porque yo no tengo tiempo para esto.

–Perpetua…

–No me digas que es por trabajo porque nos conocemos. Para asuntos personales dales tu móvil.

–Eso jamás –le sonrió y ella, que era una dama muy eficiente de sesenta años que había sido su primera, y seguía siendo su única secretaria, entornó los ojos–. ¿Qué tal Peggy?

–Muy bien, a estas horas ya estarán en Tailandia.

–Me alegro –miró otra vez las pantallas de ordenador y siguió hablando–. Pídele a George, por favor, que me busque un gestor junior para los Hiddleston. Marcia no me deja en paz y hoy la he mandado un poco a paseo. Pero no quiero perderlos del todo, necesitan un bróker que se ocupe de sus necesidades.

–De acuerdo. ¿Has llamado a tu madre? A tu abuela le hacían la resonancia magnética hoy –él asintió–. ¿Y a Meg? Quiero saber qué pasó con Jane Austen.

–Luego la llamo. ¿Cómo tengo la hora de la comida?

–A la una has quedado con John y Liz en el Humble Grape y no puedes anularla porque se van a Tokio mañana.

–Joder –se pasó la mano por la cara un poco cabreado, porque lo había olvidado completamente y había quedado con una australiana espectacular del gimnasio. Cerró los ojos e intentó buscar una salida–. Ok, tendré que reorganizarme un poco, pídeme hora en la barbería a las cinco, por favor, y… nada más.

Observó como salía y mandó un correo electrónico a Kimberly, la modelo australiana que le había entrado en el gimnasio y que estaba como un tren. Era rubia y alta, casi de su estatura, y con un impresionante cuerpo de pasarela. Pensaba llevársela a la cama a la hora del lunch, pero estaba visto que sería imposible, así que le mandó un mensaje de disculpa emplazándola a verse por la tarde.

Ella contestó de inmediato para verse en el Harry’s Bar a las seis, donde podrían quedarse a cenar si la cosa iba despacio, y él estuvo de acuerdo. En ese momento vio que le entraba una llamada de su hermana Meg. Se apartó de la mesa y se giró hacia el ventanal para ver la City en todo su esplendor.

–¿Qué tal estás, pequeñaja?

–Genial, ¿y tú? Te largaste de Bath sin previo aviso.

–Se lo dije a Ben y estabais demasiado ocupados para hacerme caso, así que pensaba llamarte después.

–Han pasado cinco días, hermanito, ya estamos a jueves, pero no importa.

–¿En serio?

–Sí, cinco increíbles días, no te lo puedes ni imaginar.

–¿Qué pasó con Jane Austen?

–Se llama Aurora y es una tía increíble. Inteligente, culta, educada, adorable, es todo un descubrimiento, estamos locos por ella.

–¿Habéis seguido viéndola?

–Está alojándose en mi casa.

–¡¿Qué?! ¿Por qué?

–Porque si llamábamos a la policía o la llevábamos al hospital la iban a ingresar en el área siquiátrica atiborrada a calmantes y…

–Eso lo podía controlar Ben, ¿no?

–Ben trabaja con un equipo, no es el titular de su departamento, y si su jefe directo decidía meterle ansiolíticos a tutiplén, no iba a poder hacer nada por evitarlo.

–La madre que os parió. Y ¿qué pasa si la está buscando alguien?

–Lo comprobamos con la policía, en hospitales de todo tipo, de toda Europa, incluso con la Interpol. Nadie la busca, no existe, ni siquiera hay una familia FitzRoy en Amesbury: Sin embargo, hemos encontrado un montón de información sobre Petrescu, el mago que…

–¿El mago que se supone la hizo viajar en el tiempo? ¿Estáis pirados?

–No, estamos convencidos de que no sufre un episodio sicótico, ni padece alguna enfermedad mental. Aurora, Richard, es una joven aristócrata de 1819, y toda la información que nos cuenta se puede comprobar coma por coma en cualquier libro de Historia o Genealogía. Hemos repasado el Burke’s Peerage palmo a palmo y hemos podido seguir a toda su familia.

–¿Burke’s Peerage?

–Es el libro de genealogía más prestigioso y completo que existe sobre nobleza y aristocracia en Gran Bretaña e Irlanda. Se publicó en 1826, pero contiene datos de muchísimo tiempo antes, y allí está todo, tal como lo cuenta ella. ¿Sabes que es descendiente del rey Carlos II? Su tatara tatara abuelo, Henry FitzRoy, fue hijo ilegítimo del rey, que creó para él el ducado de Grafton el once de septiembre de 1675. Su tío, con el que vivía en 1819, era Hugh FitzRoy, V duque de Grafton. ¿No es increíble?

–¿En serio, Meg? –se pasó la mano por la cara y se puso de pie–. Estáis disfrutando mucho, pero estáis completamente locos. Esa chica tan inteligente y culta puede habérselo aprendido todo de memoria.

–No es solo lo que cuenta, es cómo lo cuenta. Cómo se expresa, cómo se asombra por todo, cómo aprende, cómo se desenvuelve. Estamos aprendiendo mucho de ella, pero ella también de nosotros. No sabes lo que es explicarle a alguien así hasta el uso de los interruptores… Por cierto, no lleva muy bien la iluminación eléctrica, la marea, así que usamos lámparas de mesa para no estresarla. Se queda horas y horas sentada delante de la ventana viendo los coches y la gente. Está alucinada, pero no se queja, solo quiere adaptarse hasta que encontremos a Petrescu.

–Petrescu, un mago del siglo XIX. Genial.

–Ben y yo creemos que lo mataron en 1819, cuando lo encarcelaron por hacer desaparecer a una aristócrata, o sea, a Aurora, pero puede haber dejado un legado, una herencia, aprendices, familia. Será interesante dar con algo de eso.

–Estáis demasiado implicados, deberíais buscar una segunda opinión.

–En cuanto esté más adaptada, empiece a salir a la calle y la veamos preparada, le haremos una resonancia magnética para descartar cualquier problema cerebral, pero, te doy mi palabra de honor, no miente. Nadie, por muy demente que esté, se puede inventar una vida entera, esa vida que ella nos cuenta con tanta naturalidad. Es una gozada.

–Claro, Ben y tú en vuestra salsa.

–Sí, nos estamos turnando para no dejarla sola, pero ayer llegó Zack y nos está echando una mano. Ahora mismo se ha quedado con ella cosiendo. El pobre se echó a llorar cuando le enseñó su vestido, ya sabes, el hilo de plata, de oro, los bordados, la tela, los botones, las medias, las cintas… A menos que haya robado el Victoria&Albert Museum, no tiene de dónde conseguir semejante modelito, hecho con ese tipo de costura, de corte, en fin, mil cosas en las que Zack es un experto…

–Sí, claro, un experto.

Pensó en ese amigo de su hermana que vivía como en una novela de Jane Austen y se paseaba por ahí todo el año vestido de época, lo que lo había convertido en un personaje pintoresco y muy famoso en todo el mundo, gracias a lo cual vivía diseñando, cosiendo y vendiendo, a precios desorbitados, ropa inspirada en el siglo XIX. Respiró hondo.

–Espero que no se aproveche de ella y empiece a exhibirla en Instagram.

–No, hemos hecho un pacto por la seguridad de la propia Aurora, nada de redes sociales, nada de contarlo por ahí. Discreción absoluta hasta resolver este asunto, después, si alguien quiere, podrá escribir un libro.

–Joder, cómo sois.

–Tú el primero, que la encontraste y la mantuviste a salvo hasta que llegamos nosotros.

–¿A salvo? Solo intenté contenerla un poco, encima es una cría.

–Tiene diecinueve años, cumple veinte el ocho de octubre. El día que desapareció, su familia la estaba presionando para que eligiera marido. A esa edad y con una renta anual de dos mil libras, ya era hora de casarse. Qué fuerte.

–Te lo estás pasando pipa, me alegro. ¿Sabes algo de la resonancia de la abuela?

–Llamé a Sean Murray y me dijo que todo en orden, la semana que viene la ve su médico. Y ¿tú cómo estás?

–¿Yo?, bien, como siempre, mucho curro.

–¿Cuándo vienes a vernos? Aurora te tiene en muy alta estima por auxiliarla y apiadarte de ella en el peor momento de su vida, eso dice, y reza por ti, aunque ya le he dicho yo que no se preocupe tanto porque eres un poquito canalla, muy guapo, pero un calavera.

–Muy bonito, yo también te quiero.

–Bueno, hermano, te voy a dejar, me quedan tres horas de turno y tengo dos parturientas a punto de caramelo.

–Ok, ya nos veremos. Creo que voy a ir a Glasgow el último fin de semana de julio.

–¿Y después?

–Una semana en Ibiza y otra en Portofino.

–Como vives. ¿Te vas solo? ¿Con una novieta?

–Nada de mujeres, solo Jason, Danny y yo. ¿Y tus vacaciones?

–Me voy a quedar en Bath con lady Aurora FitzRoy, que es el mejor plan del mundo.

–Estás loca. Adiós.

–Ven a vernos, te encantará. Manda un beso a Perpetua.

Le colgó mirando el trabajo pendiente y las llamadas perdidas, y se fue a buscar una botella de zumo a la nevera de Perpetua. Llegó allí y le guiñó un ojo pensando en su hermana y en Ben, que eran dos médicos serios e inteligentes y eficientes, capaces, sin embargo, de creerse semejante locura y poner toda su energía en escuchar, atender y ayudar a esa pobre chica que seguramente estaba como una chota.

Siempre había admirado esa forma de ser de Meg, que era la más empática y generosa de las criaturas, pero le preocupaba que al final todo el castillo de naipes se le viniera abajo y acabara sufriendo.

Había pasado otras veces, con otras personas y en otras circunstancias, claro, pero no podía permitir que volviera a pasarlo mal por meterse de cabeza en una historia tan truculenta y fantasiosa. Una cosa era ser una «Janeites» apasionada, vestirse de vez en cuando como los personajes de Jane Austen y ser una friki desinhibida y feliz, pero otra muy diferente era dedicarse en cuerpo y alma a una supuesta dama venida del siglo XIX por obra y gracia de un viaje en el tiempo.

Eso sí que no, y pensaba empezar a intervenir antes de que fuera demasiado tarde.

Lady Aurora

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