Читать книгу Ocho - Claudio Colina Pontes - Страница 11

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Esto es ser licenciado en Ciencias de la Información, rama Periodismo, me dije aquel viernes en el despacho del alcalde de El Lomo: Esta es la cosa. Un reportaje sobre la reforma del cementerio municipal. El alcalde me puso en antecedentes, detalló el presupuesto, me ofreció un manojo de fotocopias. Mencionó la «delicadeza» que requería la obra, ya en curso. El político hablaba y hablaba tras unas extrañas gafas ahumadas en aquel despacho pequeño y pulcro, recién ordenado. ¿Qué ocurría? ¿Tenía los ojos enfermos? ¿Era medio ciego? Parecía mirar alternativamente, mientras hablaba, el crucifijo de bronce que presidía la mesa y la grabadora que yo le había plantado delante. Emitía palabras como si lo hiciera con calibrador, sin salirse del guion en ningún momento. Tras su mesa, la pared del fondo lucía el diploma ganado muchos años atrás en el concurso de «Pueblo más bonito de la Nación».

Esto es ser periodista licenciado, me dije: acercarme a la secretaría de la Universidad una espléndida mañana de viernes en la que el cielo parece colgar sobre la Tierra como un telón grueso e infinito, sin un solo pliegue, ni una arruga. Pocos pintores han logrado plasmar un cielo así, tan intenso. Una vez allí, pagar los derechos del título, saludar a la funcionaria con un apretón de manos, como quien se despide para siempre jamás. Y acto seguido viajar hasta El Lomo para entrevistar al alcalde. El hombre derivaba hacia la problemática de la vida humana y sus contingencias, más que aportar datos del camposanto. Me explicaba por qué tantos despreciaban el ajetreo ingrato de la capital para mudarse al maravilloso clima de El Lomo, a la calma de El Lomo del Rey. La grabadora registraba, impasible. Me pregunté ¿Existen grabadoras con mando a distancia? ¿Existe la posibilidad de pausar disimuladamente, desde el bolsillo del pantalón, para desechar mítines como este?

El cementerio municipal. Allí mismo, a tiro de piedra, tras la iglesia. Las tapias blancas, de mampostería antigua, lucían recién encaladas al sol. Asomaban tras ellas dos o tres cruces de, suponía, los panteones más rimbombantes. Pasé la mano por la blancura de aquel muro, rugosa, orgánica. Lograr eso en un cuadro. Un buen reto, sin duda: lograr en un lienzo esa blancura plena, tosca pero no agresiva. Intensa. Una cabeza despeinada asomaba por la verja. Pregunté por el encargado, que resultó ser él mismo. Había llegado «el de la revista»; mi visita era un pequeño acontecimiento municipal entre nichos, bolsas de cemento, tabicas y sepulcros. Improvisé algunas preguntas e hice algunas fotos. Si me situaba en el patio del fondo, poniéndole ganas e imaginación, lograría un encuadre parecido a la Vista del jardín de la Villa Medici de Velázquez. Versión El Lomo del Rey.

La verja trasera del camposanto, en el extremo opuesto al ruido de la hormigonera y a las canciones silbadas por los albañiles, daba acceso a la atalaya. Desde ella se dominaba el valle y a lo lejos, algo velada, la capital. ¿Por qué buscamos en el mar de hormigón nuestra casa cuando tenemos la posibilidad de divisarla a vista de pájaro? De cualquier modo, es algo que ahora, desde aquí arriba, puedo hacer, o podría hacer con todo detenimiento, mientras sucede la transformación digital del servicio. De hecho, podría dedicar horas o años a eso. Pero me aburre. Sí, allí estaba mi edificio. En ese momento me acordé de Miranda, mi profesora, cuando me prometí a mí mismo regresar al cementerio de El Lomo no con grabadora y cámara, sino con caballete y lienzo. Un día de estos, lo antes posible, me dije: un viernes como este, un día con esta luz.

Ocho

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