Читать книгу Ocho - Claudio Colina Pontes - Страница 7

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Entramos con el coche de Jaro en la explanada del gran aparcamiento. Aquí, dije: Aquí estará bien, señalándole un espacio en sombra. Pero Jaro, rastreador silencioso, condujo más allá. Echó el freno en una plaza a pleno sol. Lo miré de hito en hito: ¿Aquí lo vas a dejar? Se rascó los ojos, se apeó. Anduvimos hasta la oficina de alquiler, que era una especie de contenedor verde acristalado posado ahí, en medio del asfalto. En cada uno de sus ángulos, cámaras de seguridad como pichones posados, curiosos. Murmuró: ¿Se puede fumar aquí? ¿Eh? Y se respondió a sí mismo: Venga, sí; yo digo que sí, que a lo mejor dentro no nos dejan. ¿Dentro de la oficina? Es obvio que no. No, amigo, me refiero a dentro del área, de la región.

Unos cigarrillos en aquel gran aparcamiento, donde los charcos empezaban a evaporarse como en un cuadro de Constable. Una pausa de humo en la que barajé todos los significados de la palabra «dentro». ¿De dónde saldría aquel olor a aceite quemado? Jaro con su maletín colgando de la mano y yo con una mochila pequeña al hombro. Nada más. Se puede decir que no llevábamos equipaje. Se puede decir, casi, que no íbamos de viaje. Pero sí. Miré atrás. Allí quedaba el coche de mi amigo como una máquina vetada, entre otros cientos de vehículos con motor de explosión.

Nombre, apellidos, dirección, preguntó el agente. Dirección real, insistió. Y después: ¿Estado civil? Miré a Jaro de reojo. ¿Motivo del viaje? Turismo, aventuré. Iba a decir Visita, sí, eso iba a decirle, pero me pareció que «turismo» encajaba mejor. Turismo, repitió el agente, revisando minuciosamente nuestros documentos, comprobando fechas. ¿Un viaje turístico de solo día y medio? Nos miró por encima de las gafas. Y Jaro respondió, alzando el índice: Dos días, en realidad. Dos días. El tipo prosiguió: ¿Itinerario? ¿Recorrido previsto? ¿Paradas programadas? Fuera de aquella pecera verde y acristalada las nubes parecían adensarse de nuevo para descargar otro chaparrón. Dentro, aquel protocolo inatajable. Un protocolo que ya no me irritaba, solamente me aburría hasta el infinito. ¿Profesión? Dejé de nuevo que Jaro hablara: Periodistas. Y una alarma interna, un vuelco de vísceras en forma de Tengo la acreditación caducada, demonios. Por supuesto, la voz mecánica, burocrática, del agente: Permítanme los carnés profesionales. Dudé aposta con la cartera, me hice el torpe, me hice el miope hasta que Jaro plantó sobre el mostrador los dos documentos. El suyo y el mío.

Chupatintas de pacotilla, escupió Jaro al salir de allí. Apretaba en el puño la llave del coche alquilado. Sí, secundé: A lo mejor se cree policía, el tipo. Y mi amigo: Lo peor del caso es que quizá lo sea, ¿eh?; esto de la zona azul es así. ¿Cómo así? Así, Víctor, control sobre el control y me llevo una. Controla el control. No hay quien se tire un pedo dentro de la zona azul. Que te precintan el culo. Yo hasta el otro día tenía mis dudas, ¿sabes?, sobre la prohibición de circular dentro de la zona azul con el coche normal. Pensé que sería algo relativo. Pues no, relativo, no. Ni más ni menos, Víctor, que dejar el coche de gasolina en el aparcamiento habilitado y coger, si quieres circular por aquí, uno eléctrico. Uno de esos que ellos llaman de «cero emisiones». Repliqué: ¿Por qué, ya que estabas en ello, no alquilaste uno autoguiado? Ahora le meteríamos en el GPS la dirección exacta del sitio y nos olvidaríamos; nos llevaría tan tranquilamente, sin conducir, sin tocar el volante. ¿Estás loco, Víctor? Esos son mucho más caros.

Jaro cogió el cruce de un volantazo. Encendió la radio. Te acordaste, dije: Te acordaste, menos mal, tío, gracias. ¿De renovarte el carné profesional?, preguntó. Bueno, me acordé…, me acordé de falsificarlo. Los dos, el tuyo y el mío son falsificados. ¿Qué es eso de superar obligatoriamente un cursillo de lenguaje inclusivo para poder seguir ejerciendo el periodismo? ¿En serio, señora ministra? Soplapolleces. Falsificación al canto, Víctor. Respondí: Me lo temía; como nos pillen, multa al canto.

Después de pasar nuestros documentos por el escáner, Jaro rumió durante un rato la palabra «multa». Sí, era de esos primeros coches que incorporaban escáner en el salpicadero. No tardarían en salir al mercado los que obligaban a digitalizar los carnés de todos los ocupantes para poder circular, pero aquel utilitario eléctrico solo nos pidió los documentos del conductor y del acompañante. Por su seguridad, decía la Dirección General de Tráfico. Por seguridad de los usuarios, para identificarlos rápidamente en caso de accidente. El empleado de la agencia había vinculado telemáticamente nuestros números de carné con la matrícula del coche. Solo así podríamos conducirlo. Solo de esa manera se pondría en marcha. Es más: la Dirección General tardaría pocos meses en restringir las personas que podían activar un vehículo: propietario, arrendatario y, excepcionalmente, persona autorizada. De nuevo, en beneficio de todos. Para evitar robos. Para evitar delitos. Para lograr impedir que los menores de edad anduvieran merodeando por ahí con los coches de sus padres.

Jaro cogía con fuerza el volante. Como si sorteara obstáculos, pero todo lo contrario. La carretera estaba desierta. Sus ojos dementes, como pintados por Egon Schiele, alternaban entre la cajetilla de tabaco, tirada sobre la guantera, y el capó, al que miraba por encima de los limpiaparabrisas como demandándole algo, quizá echando de menos el rugido del motor. Como si temiera que, a pesar de que dejábamos atrás la explanada del aparcamiento, las naves industriales, las chimeneas apestosas, las casas, aquel motor estuviese parado. Multa, ¿eh?, dijo: Multa. Lenguaje inclusivo, ¿eh? Inclusivo e inclusiva, ¿eh? El hombre y la mujer inventaron la rueda y el ruedo en el 3500, ¿eh, Víctor? Sí, respondí, con las orejas aburridísimas tras haber escuchado cien veces la misma broma. Sí, así es, en el 3500 antes de Cristo. Jaro no tardó en replicar; sabía que no tardaría ni un segundo en replicarme: Y de Crista, ¿eh? Y de Crista. Un respeto, añadí.

Ocho

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