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VI

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ensenada.—tristes anatomías.—jacinto ibarrola.—placeres del gran mundo.—los amoríos de regina.—la caña y el heno.

Ensenada es un puerto chiquito y risueño, sobre El Plata, donde Regina convalece entre lágrimas y desmayos.

Su juventud y su voluntad le ayudan á vencer la dolencia. No se resigna á morir; siente una repugnancia insuperable hacia el tenebroso agujero del sepulcro; tiene un miedo cerval á la Intrusa y se azora, con temor de precita, ante la idea de borrarse en el mundo sin dejar de su paso un recuerdo, siquiera fugitivo; una estela como la nave en las aguas; un aroma como la flor en el ambiente...

A pesar de su escepticismo práctico, le acosa el vivo deseo de permanecer asida á las cosas firmes y perdurables. Abrazada la tierra, por un temor extraño de mirar al cielo, pretende hallar en todo lo que ven sus ojos raíces y promesas de vida y eternidad. Con delirante avidez quisiera á veces convertirse en campo, rosal ó piedra, para brotar, para florecer, para resistir... Quisiera ser un libro, un monte, un torrente, para tener siempre voz, siempre entrañas, siempre fuerza y poderío... En cuanto recobra algunos vigores se lanza de la cama con un impulso de terror y de altivez, recelosa y arrogante. Con las manos pálidas y temblonas se acaricia la frente, asegurándose de que todo está en su sitio allá dentro. Pero suspira adivinando que siempre habrá un eco de tormenta debajo de sus cabellos rubios; que siempre encima de sus ojos, cansados de aprender, habrá marejadas bravías de memorias y confuso ventar de pensamientos. Y que en aquella oculta borrasca de su existencia flotará siempre, zozobrante y sin norte, el ansia de la vida y el dolor de la muerte; dudas del cielo y odios á la sepultura de la tierra...

Aprendió Regina á rezar y á creer vagamente en el regazo de su madre, cuitada y niña. De aquella débil alborada de sus fervores infantiles, al través de los años y de la ciencia, le queda una sombra de crepúsculo. Y como la sombra es cosa espantadiza y pávida, la joven, al sentirla caer sobre su espíritu, reza algunas veces, con la tembladora ansiedad del «por si acaso», unas frías oraciones desamoradas que la atrición construye á flor de tierra.

Estériles los pasos de Regina por el mundo, no han levantado ni un leve soplo de inmortalidad que le haya penetrado el corazón. Todo lo vió y lo tocó su inteligencia. Ninguna maravilla le llegó á la medula del sentimiento.

Cuanto aprendiera en libros sabedores, lo comprobaron sus ojos; convirtiéronse en realidades las fantasías, pero su alma no sació ninguno de sus ocultos anhelos, y ninguna esperanza infinita encendió en el camino de la viajera la devota lámpara de promesas eternales. Creyéndose poseedora de raros secretos de la materia, quiso aplicar aquella sabiduría á los espíritus, empezando por hacer un despiadado análisis del suyo. Hundía con crueldad el escalpelo en la entraña viva de sus emociones, y autopsiando sentires y analizando instintos, venía á deducir que todo en ella era caduco y vano, todo miseria, automatismo y fatalidad.

Lo que tomó por dolor puro y amoroso en la muerte de su padre, era ahora lamentación miedosa y egoísta, sensación de abandono y de sorpresa. No le amaba, puesto que sin él podía vivir y gozar, puesto que no quería seguirle más allá de la tumba. No le amaba, puesto que al recobrar la salud, sus primeras ideas de sensatez fueron para pensar que el muerto había dejado su fortuna líquida y abundante, legada á sus hijos con todas las formalidades de la ley. También había pensado con descanso y fruición que era mayor de edad, tutora de Daniel, y apta para manejar los intereses de ambos. Había sentido crecer la importancia de su persona, con todas estas dignidades y méritos, y se había engreído con ufania pueril al borde mismo de la fosa de aquel poeta y amigo, que puso en la hija ingrata todas sus ilusiones...

Era, pues, evidente que la naturaleza humana se resistía á los duraderos cariños abnegados, de esos que tal vez no florecen más que en los discursos poéticos en los credos optimistas; ficciones inventadas por locos ó soñadas por ilusos, inverosímiles comedias de la vanidad mundana... Acaso Jaime la quiso á ella por antojo ó diversión, sin esa entrañable ternura del espíritu, llena de caridad y de heroísmo, que de los padres cuentan... ¿No la olvidó, como á Daniel, cuando eran pequeños? ¿No abandonó su infancia largos años en el viejo rincón de Torremar?

¡Oh! El sagrado calor de los hogares; los benditos lazos de la familia:—murmuraba Regina acerbamente ¡leyenda de corazones orgullosos, quimérica invención de almas que quieren emanciparse de la tierra, donde todo amor es costumbre, interés ó deleite!... Daniel y yo—seguía escudriñando la joven—queremos á Eugenia, porque nos convienen sus servicios honrados, y ella nos sigue y nos atiende por hábito y rutina, tal vez porque no sabe romper una cadena que el destino forjó.

¿Y aquel cariño delicado y profundo; aquella dulcísima terneza que su hermano la inspira? Regina está confusa unos instantes mientras clava en este fraternal amor su bisturí anatómico. Mas luego, levanta sobre aquella duda fugaz una de sus escépticas negaciones, y encogiéndose de hombros, con desdén de sí misma, declara:—Esto es lástima, es pena de ese niño infeliz que dan por muerto los sabios; que tiembla y gime á cada hora; es un alarde que hace mi robustez á su flaqueza. Y á esta virtud estética que embellece la vida, á este placer físico que produce el remediar el mal ajeno... porque es ajeno precisamente, le llaman los sentimentales sacrificio, caridad...

En tal fase del secreto estudio patológico, la doctora piensa con mucha curiosidad en el amor de los sexos, en el grande y eterno amor, clave de la vida. Y sonríe meciendo la cabeza con incrédulo signo, porque está segura que en los «choques pasionales», entre hombre y mujer, no hay más que instinto, conveniencias y goces.

—Es menester—musita, sagaz y perversa—enterarse de todas estas cosas. Me casaré; pero quiero un novio de mis gustos, un hombre excepcional y valioso... Suspira, y añade:—Jacinto Ibarrola tal vez...

No le conoce. Ha visto en los periódicos su retrato y en ellos ha leído sus aventuras sensacionales, aureoladas con altísimas ponderaciones.

Es Ibarrola un caballero vascongado, valiente y buen mozo, con una brillante historia de heroísmo. De ilustre familia española, ha luchado por su patria voluntariamente, con arrojo que decoró su pecho de heridas y galardones. Aventurero de noble estirpe, se arriesga ahora en una exploración peligrosísima por el interior del Gran Chaco, proponiéndose remontar el Pilcomayo hasta sus fuentes originarias; intento en que ya dejaron la vida ó los propósitos varias huestes de expedicionarios.

Cuatro fecundas castas de habitantes independientes y enemigos entre sí, celan con salvaje vigilancia aquel bravo territorio, y á sus primeras tentativas de avance entre las feroces tribus, Ibarrola se queda solo en la incógnita ruta. Retroceden sus camaradas, enfermos ó arrepentidos, y él prosigue impávido su temeraria empresa.

Los periódicos del Uruguay y la Argentina consagran diariamente á Jacinto Ibarrola arrogantes columnas de laureles, y describen imaginarios derroteros por donde le suponen señor del Pilcomayo, en regreso feliz. Y Regina, que ha seguido los pasos del héroe con enamoradas admiraciones, al recobrar los bríos juveniles, después de la tempestad de sus pesares y dolencias, vuelve hacia el peregrino del Chaco las miradas curiosas, y anhelante le busca su imaginación cual si entre ambos existiese el tácito acuerdo de una cita en tal valle, en tal cumbre, en el suave declive de esta montaña, en el pliegue feroz de aquella selva, ó en las embosquecidas márgenes de esotro río... Perdida en una niebla de ilusiones llegó la joven á pensar: Sí; donde nos vimos la otra vez...—Y recordaba confusamente una entrevista suya con Ibarrola en el fondo sombrío de una hoz...

Corrieron á poco rumores alarmantes sobre la suerte del viajero. Los quinientos hombres que en socorro suyo envió el Gobierno argentino al mando de un coronel, retroceden á las veinte leguas de indagaciones por el Chaco Austral, sin haber hallado la pista que buscaban. Y según confidencias de los indios pilagas, sus adversarios en las frecuentes luchas intestinas de la comarca, los sanguinarios tobas habían dado cruel muerte al solitario español prisionero en sus tolderías. La trágica sospecha se extendió con rapidez emocionante por aquellas repúblicas, interesadas de cerca en la intrépida excursión de Ibarrola, y agitóse Regina con profundos temores de novia en duelo, igual que si su denodado compatricio hubiese hecho votos de llevarla al altar cuando rindiera vencedor aquel famoso viaje...

Nota Regina que su dignidad de jefe de la familia la oprime ligeramente el corazón, y aunque antes lo fuese de hecho tanto como ahora, recuerda á cada instante con desaliento las confidencias amistosas y plácidas, que preparando el porvenir tejía con el galante cumplidor de sus antojos, el infatigable compañero de sus jornadas inquietas. Mira en torno, y las figuras insignificantes de Eugenia y Daniel la sonríen con pálida indecisión, con melancólica simplicidad de criaturas tímidas y obedientes, almas que sólo ofrecen aquiescencia pasiva y humilde.

Si no fuera por el recuerdo de Ibarrola que la encadena allí, por la inquietud con que aguarda su aparición, Regina escaparía con presteza en busca de caminos nuevos y de nuevos cansancios. Pero crece con tal ímpetu aquel interés por el esforzado caballero, que la joven se detiene uno y otro día, lanzando desde el escondite de la breve playa sus agitados deseos en pesquisas veloces detrás del peregrino. Pasmados están Eugenia y Daniel de contar tantas horas en un mismo paraje, mientras la bella convaleciente escucha con muda ansiedad los rumores que levanta por dondequiera el misterioso paradero del explorador, de quien ella se juzga enamorada. ¿Enamorada?

Sí; Regina empieza á creer, ó al menos á dudar en el amor; y ya no se atreve á analizarle con frías razones. Se ha vuelto de improviso respetuosa con aquel raro sentimiento que en forma de amor la acompaña y la abriga y la sostiene en medio del páramo de su mocedad, atenta al eco de unos pasos desconocidos, pronta á partir no sabe adónde, cuando la realidad de aquel ensueño llegue. Su actitud es la de una desolada viajera que en estación de tránsito aguardase un tren de recreo detenido por lastimoso azar...

Harto sabe la joven de galanteos y de coqueterías, que no en vano es moza y agraciada. Su belleza, rubia y original, ha despertado admiración y deseos en muchos pechos varoniles, y entre sus curiosidades de coleccionista guarda epístolas amatorias escritas en todos los idiomas universales. Los nerviosos pies, conocedores de las más altas cumbres y de los valles más hondos, portentos de la Naturaleza, saben, también, deslizarse por los salones mundanos con un señoril donaire, de mucha gracia y atractivo.

Jaime de Alcántara, bien relacionado desde París con las legaciones españolas en los países que ha visitado, pudo presentar á su hija en la más encumbrada sociedad mundial. Galán y artista, hombre de estrados, diestro en cortesanías, hizo el papá valer en todas partes la beldad extraña de aquella niña que le servía de adorno como una flor exótica de feliz cultivo, linda mujer que cruzaba los salones elegantes con firme paso de alpinista y gracioso desembarazo de cortesana. Iba ella posando en torno suyo el grave misterio de unos ojos que parecían pensar siempre en otra cosa, mientras yacía olvidada una sonrisa noble en la púrpura regia de sus labios. Su ingenio natural y su nativa distinción la daban un aplomo que suplía á su inexperiencia en aquellos lances, y detrás de su gentil persona rondaban siempre en traza de pleitesía rumores de curiosidad y admiración.

Así gozó Regina sonados triunfos mundanos en salas ilustres y en espléndidas fiestas. Y no desmintió su carácter femenino mostrándose insensible á los halagos del éxito y la lisonja, sino que reveló unas grandes aptitudes para la coquetería de buen tono, y supo acreditarse ducha en el flirteo más exquisito sin previa novatada.

Pero ningún doncel de los que la pidieron un vals ó un rigodón, en su galante odisea de excursionista universal, mereció de la niña española devociones extraordinarias. Cuando los homenajes de que era objeto tomaban proporciones de pasión, ella deponía sus travesuras femeninas con grave continente, y si la severa actitud no desanimaba á sus amadores, se encogía de hombros con indiferencia, para seguir agitando por la vida su vuelo de mariposa errante y libre.

En Tánger se prendó Regina de un moro rico y gallardo, hospedado en el mismo hotel que la familia de Alcántara. El hijo de Mahoma parecía haber inflamado con sus candentes ojos el corazón indómito de la viajera, y cuando acaso ella vislumbra una romántica aventura de apostasía y matrimonio, cae sobre la cándida chilaba del africano la funesta sombra de una tremenda acusación política, y desaparece el buen mozo prisionero y celado sabe Alah en qué mazmorras inclementes... El espacio de una quincena había durado aquel idilio singular; pero no fué menester tan largo tiempo para que la imagen del moro pasase á un rincón de la memoria de la niña, como pasa una prenda de ropa en desuso á la percha olvidada de un armario.

Agua de Nieve (Novela)

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