Читать книгу Agua de Nieve (Novela) - Concha Espina - Страница 9
V
Оглавлениеtres años después.—el último soneto.—la segadora.—los sueños de una noche de calentura.—en las alas de un cóndor.
Pasáronse tres años desde que la aventurera familia desembarcó en San Cristóbal de la Habana, con grande escolta de ilusiones y recuerdos, hasta el instante en que volvemos á encontrar á Regina en otra playa de América, al lado de un tímido mozalbete y de una pensativa señora, ambos vestidos de luto...
Delante de aquel mozo eternamente niño, señalado ya por el dedo inexorable de la Muerte, cayó Jaime de Alcántara, el ufano caballero, cuando más ovante y feliz gozaba de la vida en la cumbre.
Hallábanse en la Argentina, descansando de aquellas frenéticas jornadas por el Nuevo Mundo, y de pronto dió Jaime inesperado fin á sus viajes y emprendió el de la obscura eternidad.
Murió lo mismo que había vivido, fácil y blandamente, sin miedo y sin dolor, reclinando la hermosa cabeza, vestida de ensortijados cabellos, sobre un pedazo de papel donde comenzara á escribir un soneto precioso «A la felicidad»... Dejó iniciada en sus labios frívolos cierta sonrisa gentil y en sus ojos una mirada burlona, como si una vez más le preguntase á Regina dulcemente:
—¿Y ahora, ¿adónde vamos?
La muchacha, loca de terror ante la irónica y fúnebre consulta, clamó, asida al cadáver, con insensata rebeldía:
—¿Adónde vas, adónde, frío, insensible y mudo?... ¿Adónde vas?... ¡Dímelo; quiero saberlo; quiero detenerte!... ¡No consiento que te vayas de esta espantosa manera, solo y ciego, por un fatal camino perpetuamente obscuro!...
Pero Jaime se había ido, á pesar de todo. Su arrogante figura de artista y hombre mundano, su romántica melena, sus ilusiones infantiles, cayeron allí bajo la tierra joven y floreciente de la costa del Plata.
Danielito le vió marchar sin grande asombro, con una especie de suave resignación que parecía decir:
—Hasta luego...
Largo tiempo le miró difunto, con fascinados ojos, y después, sin llorar, sin hablar, lanzó un suspiro y bajó la cabeza, como si á su vez ofreciese el dócil cuello á la hoz de la eterna Segadora.
Eugenia, apiadada y confusa, rezó y gimió calladamente, hasta que olvidó su pena para cuidar á Regina, enfebrecida y postrada, á punto de fenecer. Pasados los primeros días de estupor, después de aquella catástrofe imprevista, la joven, que había tomado una apariencia de estólida insensibilidad, sintióse de improviso enferma y náufraga en mares de amarguras y congojas indefinibles. Su dolencia, aguda y alarmante, tenía un punto de semejanza con la antigua fiebrecilla nerviosa padecida en Spa. Lo mismo que entonces, Regina sentía náuseas cerebrales y padecía delirios monstruosos. Todas las impresiones copiosas y aceleradas de sus lecturas y sus viajes le fabricaban en la imaginación estupendas fantasías, con dolor y quebranto de alma y cuerpo. Soñaba á gritos, despierta y espantada, ó soñaba dormida, quieta y silenciosa, sin otro síntoma de la quimera mortificante que alguna furtiva lágrima, densa y ardiente rodando por el rostro impasible, y algún apagado sollozo henchido de angustia. En aquellas crisis de acerba insensatez, cuantas figuraciones son posibles bajo una frente ahita de imágenes y de membranzas surgían volanderas en tropeles, fingiéndole á la visionaria una existencia de pesadilla y desatino, entre luces y sombras, entre delicias y torturas. ¡Qué de cosas leídas ó adivinadas; qué de sucesos peregrinos, fantasmagorías y novelas urdidas al azar en noches de fiebre! Ya son las impresiones de viajes, revueltas y agigantadas, encendidas en el lienzo de la imaginación por el pincel de fuego de la calentura; ya las letras de molde y las estampas de los libros, fingiendo absurdos garabatos, rojas quimeras, insectos fabulosos... Rotas las leyes de la gravedad y de la vida, la triste soñadora vuela de astro en astro, como un ánima en pena; se sumerge en el mar y hace su lecho entre las algas; corre por la tierra lo mismo que un antílope; siente palpitar en el corazón toda la muchedumbre de los seres y de las cosas...
Condenada como el judío errante á vagar por el mundo sin reposo y sin término, anda y anda y anda... muerta de cansancio y de sed. Abolidas las distancias para siempre, tan pronto pisa las arenas del desierto como hunde la planta en los remotos glaciares. Desde una isla de palmeras y bambúes, que se refleja en el mar como un paisaje de abanico, sube de repente al cono del Orizaba, de la mano de los volcaneros indios, y desgarra sus pies en las aristas de la roca. Luego registra con afán los despojos de un cementerio tolteca donde halla la estatua de una divinidad benigna: el dios de las cosechas y de las lluvias, Tlaloc el compasivo.
Entonces empieza á llover con mansedumbre y las montañas enverdecen bajo el dosel de púrpura del sol levante. Van creciendo las aguas del plácido diluvio hasta formar con su recial corriente un río inmenso, tal vez el Napo, quizá el Marañón.
La estatuilla del dios indio se anima por ensalmo, y Tlaloc el bueno, tripulando una piragua, conduce á la viajera en repentino desliz sobre las ondas, sin que la muchacha logre descubrir en las orillas rastro alguno de las bellas amazonas legendarias... Aquel río veloz obra el prodigio de subir faldeando ásperas y rígidas cordilleras, de cumbres rojas con fuego de volcanes, y desde la cima hirviente, desciende la piragua de Tlaloc en vorágine espantosa hasta el fondo profundo de las hoces. Regina hubiera querido morir pronto en aquella tragedia de los elementos, porque le dolía cruelmente la cabeza, herida sin piedad por los colmillos de un monstruo, y le causaba un asco intolerable el amargor de las aguas en la boca. Pero una mano varonil la levanta en vilo, salvada por azar del naufragio, y la joven, con una venda en la frente, trémula de frío y de terror, se encuentra delante de un hombre osado y apuesto que le dice con una cortesana reverencia:
—Jacinto Ibarrola, para servir á usted.
¡Es Ibarrola! El famoso explorador vasco, de quien Regina se supone un poco enamorada. Iba ella á corresponder con efusión á su saludo, cuando un súbito rubor la detiene, presa de terrible azoramiento: está desnuda, y el explorador vasco la mira con una complacencia sonriente y triunfal...
Huyendo la codicia de aquellos ojos, llega Regina en absurda carrera hasta una hermosísima selva colombiana: las cañas de bambú mecen sus airosas cabelleras verdes entre una corte ufana de bejucos; inmensos árboles indígenas hunden en la virginidad del suelo las colosales raíces, asomando á flor de tierra sus tramos retorcidos; los troncos de los cedrelos, tapizados con hojas nervadas de rubí, se yerguen entre los luengos y odoríferos estambres de las ingas; cañas bravas, altas cañas dísticas, aparecen enguirnaldadas por lianas, sutiles como cabellos, ó gruesas como mástiles, que entre el follaje se encabestran de mil modos, y que en la altura ostentan con orgullo sus campanillas purpúreas y azuladas; columnas arborescentes, artísticas y firmes como las de una catedral gigantesca, elevan un oquedal esquivo á los rayos del sol; vela la atmósfera misteriosa penumbra, y la silente paz de las llecas duerme sobre los cálices rojos y erizados, sobre las corolas retorcidas y doradas, de infinidad de plantas tropicales en plena ostentación de sus glorias.
De estas bóvedas divinas, cae sin cesar sobre la errante moza una lluvia de flores; y cada uno de aquellos pétalos odorantes y blandos, al acariciar su carne desnuda, la avergüenzan y la estremecen, como si fueran ojos ó besos atrevidos.
Huye y llora Regina sintiendo sobre su espalda la maldición que hace al pueblo judío vagar sin patria y sin sosiego por las patrias ajenas, entre los ajenos reposos. Aspada y rendida se deja caer al suelo la viajera. Unas gotas de líquido frescor le resbalan por la frente y le salpican el rostro. No sabe si son la sangre de su herida ó las lágrimas de sus pesares... Tal vez la bienhechora lluvia que el dios tolteca manda á los sembrados, ó el agua sedativa con que Eugenia humedece las sienes calenturientas de una joven que yace en desmayo conmovedor...
Encalmada un instante la paciente, se incorpora de pronto al escuchar cien distintos rumores que en la selva dormían al resistero de la hora meridiana. Erguida en su lecho, despierta y demente, trata de alcanzar los racimos de frutas comestibles que cuelgan de una palmera de los Llanos, y al levantar los ojos, distingue una legión de mariposas negras, encarnadas y azules, aleteando entre anacardos, musgos y líquenes, orquídeas y helechos trepadores. Todas estas parasitarias hacen nidos y palios á los loros y á las cotorras que se cortejan y charlan con agudas voces. En una red de encajes formados por vainillas de carnosas guirnaldas, un martín pescador está en acecho, y sobre el regio dosel del oquedal, pasan volando en raudas parejas los guacamayos de colores rútilos. A la par de una admirable pasionaria roja, coquetea un matrimonio de tangaras, y una espesa nube de libélulas cobalto, pinta un trozo de cielo tropical bajo la fronda... Toda la selvática hermosura del paraje se ha despertado de la siesta, en brava sacudida.
La enferma, á pesar de sus penalidades, sonríe con embeleso al sublime espectáculo de aquel paraíso natural, remecido por soberana brisa de amores bárbaros. Y, á tal tiempo, entre espigas de flores y parásitas cabelleras ondulantes, asoma enroscada y dañina una serpiente coral, de venenosa mordedura. Regina que la distingue, abre los ojos desmesurados, fijos con pavor en un ángulo de su gabinete. Quiere huir, y le corta el paso un río soberbio. ¿Acaso el Magdalena? No lo sabe. Todos los grandes ríos que han remontado con varoniles audacias, los confunde ahora; todos en su recuerdo son azarosos mares sin orillas... Buscando la salvación con impaciencia furiosa, halla la fugitiva un milagroso puente bamboleante, formado por dos troncos, cubiertos de fajinas y tierra. Perseguida muy cerca por la serpiente, trata de ganar de un salto la frágil esperanza, y una muchedumbre de siemprevivas pálidas forma un lazo traidor en torno suyo, mientras la sombra huraña de un ciprés la oculta el puentecillo y la detiene... A sus propios gritos desemejados y punzantes, recobra Regina la razón en medio del aposento, con la camisa arpada y la melena en vellones, jadeante y convulsa entre los brazos de Eugenia, que en el colmo de su aflicción no sabe contener aquel acceso de la extraña enfermedad.
Lúcida y humilde se esconde la muchacha bajo las ropas de su lecho, con triste cobardía, dudando y creyendo, entre el espanto del delirio y la luz de la cordura; trépidos los pulsos, palpitantes los nervios, desmayado el espíritu en confusiones temerosas.
Cuando supone Eugenia que ha remitido aquel grave recargo, aún la pobre Regina es un alma que tiembla acosada por un monstruo, delante de un abismo, agitando las alas con infinito anhelo hacia una sutilísima ilusión en forma de puente bamboleante...
La solícita enfermera se esperanza advirtiendo la actitud apacible de la joven, mientras ella, en su cuerpo cansado de correr por desiertos y montañas, siente las ligaduras de las lívidas flores que la persiguen como un augurio mortal. Pero tiende hacia su amiga una mirada complaciente y dulce, y Eugenia sonríe tranquila, sin notar que hay en aquellos ojos un bosque de secretos donde perdura y se agita la trágica sombra de un medroso ciprés... ¡Ya para siempre aquella sombra tiembla con recónditas ondulaciones de misterio en la mirada obscura de Regina!
Así, entre sueños y pócimas, entre los cuidados maternales de Eugenia y las caricias mudas y devotas de Daniel, padeció Regina, y con denuedo luchó cara á la muerte. En las breves remitencias de su mal, se daba cuenta de su estado y hacía inauditos esfuerzos por dominarle, acudiendo á todas las energías de su ánimo viril en apoyo de la naturaleza lastimada.
Lentamente iban siendo más largos los sosiegos y más breves las agitaciones de la enferma. Sus delirios tomaban una forma clemente, en sucesión de escenas mágicas y disparates confusos, sin graves notas de terror ni fatídicas advertencias de exterminio. Ya en las vírgenes espesuras donde ambulaba el espíritu errátil de Regina, no asomaban las serpientes su aguijón venenoso, ni á los diosecillos indígenas les acaecían lamentables naufragios al conducir en sus piraguas veloces á las vagantes doncellas.
Ya la doliente imaginadora no gira, perseguida y desnuda, por los paraísos americanos, ni lleva en la frente vendajes opresores. Ahora su cabeza es un casco ligerísimo y hueco, que apenas sirve más que para sostener los pelitos dorados que le cubren. Bajo aquella peluca liviana y graciosa, ruedan en el vacío, con ecos musicales y tenues, las palabras de la enferma, y suceden aventuras de raro prodigio y placentera traza... Ahora, entunicada á la griega, en traje vaporoso de ninfa, la niña rubia hace unas plácidas excursiones de ensueño por los más varios y admirables caminos del planeta... Cruza bosques perfumados por los aromas de la gran datura blanca, cubiertos de espigas rosas y azules y enmarañados de enredaderas floridas, y por senderitos abiertos en las taquitas de las montañas, sube á los Andes ecuatorianos desde el hondo valle del Chota, ardiente y feraz, el más profundo de la tierra, hasta el altísimo volcán del Corazón, cubierto de nieve perdurable. Aunque los parajes que atraviesa deben llenar su alma de espanto y admiración, ella camina con frívolo placer, sin extrañeza ni afán.
Va pisando suavemente las alfombras de miosótides blancos y las radiadas de flores de color de azufre, que en las vertientes de la cordillera se agrupan y sonríen con humildad á las plantas de la peregrina, mientras el alto paisaje parece tiritar de frío. La muchacha, indemne á todas las inclemencias de la temperatura, avanza con lentitud caprichosa, envolviéndose en cendales de tul; pero ya en la cima del páramo, siente un instante de incertidumbre, no sabiendo qué rumbo tomará por el sudario de armiño, sin rutas ni límites. Entonces un cóndor altanero y magnífico desciende hasta sus pies, en rendición de súbdito, y le ofrece el vasallaje de sus alas, reinas del espacio, deponiendo con estupenda gracia sus agresivas tendencias.
Sin dudar ni temer, se sume Regina con regalo en las regias plumas del ave, y se lanza á la inmensidad de los cielos, arrebatada y dominadora, en un espasmo indescriptible de voluptuosos deleites.
En aquel vuelo felicísimo, la sutil cabecita de la joven va afinando su ligereza á medida que sube y que flota, triunfante y mayestática. Y se va convirtiendo en una hoja de papel, en un pétalo de flor, en una burbuja... hasta quedar confundida con el éter; perdida en el azul; borrada entre las nubes...
Poco después, Regina, sin cabeza humana, con una especie de globo atmosférico encima de los hombros, sin dolores ni placeres, igual que una sombra ó que una estatua, se pasea vagarosa entre las mil quinientas hijas del sol que en el Imperio lejano de los Incas habitaron el Recinto de oro... Los jardines que rodean al famoso templo están formados de frutas, plantas y flores artificiales, de plata y oro, y el insigne inca Garcilaso de la Vega compone sus Comentarios reales en ronda solemne al través de las joyas del huerto y del vestalato juvenil.
Sin sorpresa ni admiraciones, la rodante muchacha abandona el jardín peruano que tal vez espera á muchos rimadores dueños de «la flor natural», y se detiene en la linde de unas ruinas donde un pastorcillo griego labra en su cayado una artística figura.
Del cercano bosque de laureles rosa llega hasta el camino un penetrante perfume que embriaga, y Regina comienza á observar que todo su ser, impasible y etéreo, se enciende en vida cálida y nerviosa, dócil á las impresiones de los sentidos. Mientras el aroma del bosque la deleita, tórnase la niebla de sus dedos en carne obediente, y encima de la estofa de su túnica halla la joven con asombro las sartas de diamantes transvalinos que le mostró un joyero en un bazar de Marrakkes... Son las mismas, rutilantes y pródigas, opulento milagro del desierto aullador, patria de héroes...
Conmovida la viajera por el hallazgo portentoso, con un vivaz sacudimiento de emoción se despierta en la cama y nota en la frente serenidad benigna y en las ideas calma saludable. Al recordar lo que ha soñado, con regocijo infantil evoca el sugestivo nombre de una comedia que antaño aplaudió en Torremar: Sueños de oro... El sol, como una bella realidad de aquella fábula, entra en el cuarto y se posa á los pies de Regina en dorada columna, viva y ardiente, y un ramo de flores que el astro besa, embalsama el aire con perfumes de laureles y rosas...
Daniel contempla á su hermanita con silencioso afán, y Eugenia, que ha envejecido un poco, la besa las manos tiernamente.