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I

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Índice

en el lazareto de san simón.—regina de alcántara.—el espejo turbio.—los misterios de una noche de mayo.—la felicidad descalza.

Tocó el bote dulcemente en la tierra, tierra frondosa y húmeda que emergía de las aguas como un jirón de los blandos vergeles submarinos. Regina de Alcántara, moza elegante y gentilísima, de ojos negros y cabellos rubios, desembarcó de un salto, rápida y leve, sin advertir que un pasajero le tendía, solícito, la mano. Dió la muchacha algunos pasos por la costa, con visible emoción, y, de pronto, hincándose de rodillas, hundió en la hierba fragante el demudado rostro. Acarició la mullida tierra con un largo beso y levantóse después; miró en torno suyo algo confusa, y como el mismo pasajero se acercara á decirla:—¿Llora usted?—ella, riendo, contestó:—No lloro... Es que la pradera me ha mojado con sus lágrimas... Esta tierra mía del Norte siempre está llorando...

Pero á Regina se le empañaba la voz al dar esta respuesta y le temblaban las manos al enjugarse las mejillas con el pañuelo. Volvió á quedarse quieta y muda, entre risueña y llorosa, mirando cómo desembarcaban en bulliciosos grupos los demás viajeros: gente humilde, repatriados pobres, de traza miserable algunos, espumas y relieves de la emigración española, que arrojaba en la costa de Galicia aquel gran trasatlántico Iguria, negro y humeante, presto á zarpar con rumbo á Francia. Los recios perfiles del navío se recortaban á lo lejos sobre el fondo verde obscuro del mar, bajo un cielo sereno, entoldado por gasas vacilantes de niebla y de sol.

Una señora, de semblante dulce y triste, que acababa también de saltar á tierra, cogía, de manos de un marinero, el equipaje menudo de Regina y lo colocaba en el suelo á los pies de la absorta muchacha. Pronto el «cabás» elegantísimo, la maletita de espeso correaje, el portamantas abrazado á los abrigos, las cajas y estuches, formaron alrededor de la señorita un copioso cerco. En el bote, donde los marineros aligeraban á saltos la carga de pintorescos atalajes, se mecían, bien arropados en sus fundas de lona, los enormes baúles de la interesante viajera. Absorta estaba todavía, mirando al mar de hito en hito, cuando la señora del semblante triste la tocó suavemente en el brazo, para decirle, como quien despierta á un soñoliento:

—¡Eh!... ¡Que ya estamos en San Simón!

Volvió Regina la cara con lentitud, y pronunció vagamente:

Sí... ya lo sé...

Miraba á su lado con hastío, como si la necesidad de ocuparse en algo práctico la produjese grave repugnancia. Vió que dos mozos del Lazareto se le acercaban, serviciales, y confióles al punto los trebejos, indicando que deseaban una de las mejores habitaciones del hotel.

—Podrá elegir la señorita, porque no hay pasajeros más que en el pabellón de tercera—le replicaron.

Y siguiendo una vereda adoselada entre los árboles soberbios, detuviéronse en un recodo del camino, ante una caseta rodeada ya por buen golpe de repatriados.

---Tienen ustedes que «pasar por el médico»—advirtió un mozo.

En el dintel de la puertecilla, rotulada con el aviso, Sanidad, aparecióse un empleado del Lazareto, que gritó:

—¡Pasajeros de primera! A ver... Por familias...

El caballero que antes habló á Regina, se acercó á ella sonriendo:

—Somos los únicos—dijo—; pasen ustedes.

Entraron las señoras, y un médico, joven y buen mozo, las pulsó ligeramente y las hizo algunas breves preguntas, de pura fórmula, para declarar que se hallaban en perfecto estado de salud. Un ayudante confrontaba las listas de los pasajeros, y apuntando los nombres en su libro, leía en alta voz: «Doña Regina de Alcántara, soltera, veinticinco años, pasajera de primera clase para Vigo... Doña Eugenia Barquín, soltera, cuarenta y ocho años, ídem ídem...» Les dieron á entrambas un pequeño pasaporte que debían entregar al encargado del hotel, y fueron despedidas cortésmente, no sin que Regina preguntase:

—¿Es verdad que no hay enfermos en la isla?

—Ninguno—respondióle el doctor, muy diligente.—Hubo, hace días, una defunción entre el pasaje que vino del Brasil, y ustedes traen patente sucia, por haber tocado en Río de Janeiro; pero sólo estarán aquí unas horas, pues no desembarcó ningún enfermo declarado por la sanidad de á bordo.

El empleado de las anotaciones murmuró, mientras escribía:—Daniel de Alcántara, soltero, diez y nueve años, fallecido en la travesía, á la altura de...

Regina volvió la cabeza, vivamente, al oir el fúnebre dictado. Sorprendió el médico la actitud de la joven, y reparando en la igualdad de los apellidos, preguntó:

—¿De la familia de usted?

—Mi hermano—balbució la muchacha. Y turbada y ligera salióse del pabellón, seguida por los ojos del médico, inquisitivos y galantes.

Diez minutos después se destocaba Regina en su estancia ante un espejo de infame luna, que hacía temblar las imágenes, desfigurándolas con matices verdosos y alteradas líneas. Volvióse la joven con inquietud hacia la señora que acomodaba el equipaje:

—Oye, Eugenia, mírame—exclamó.—¿Tengo la cara verde?

—No, mujer, ¡qué ocurrencia!

—Pues aquí me veo lívida.

—Será el reflejo de los árboles, ó la calidad del espejo; tú tienes buen color.

—Ahora me he vuelto aprensiva... Es tan fácil enfermar... y morir en plena juventud...

La señora, sin abandonar su trajín, respondía con razonada persuasión:

—Danielito estuvo siempre delicado... Acuérdate que desde pequeño era un nene cativo, siempre en cuita; no tenía resistencia para desarrollarse... Tú no pareces hermana suya; eres sana y fuerte.

—Sí; eso es verdad—declaró Regina con visible gozo. Irguióse arrogante, se miró las manos y las uñas y giró hacia el espejo la cabeza, pero sin atreverse á consultarle otra vez, señalósele á Eugenia, diciendo:

—No te mires... Creerías que tienes ictericia, y, además, sentirías náuseas y mareos, lo mismo que en el camarote.

Alzó los brazos para desprenderse las horquillas, y sobre sus hombros gentiles, cayeron lánguidas, unas guedejas de pelo dorado, fino y débil, en melena corta, como la de una niña. Aquel cabello sérico y laso, de traza infantil, contrastaba, de manera singular, con los ojos negros y apasionados de la moza y con toda su figura, fuerte y mimbreña, de actitudes algo varoniles.

Con el cabello suelto y flotante acercóse Regina al balcón y, abriéndole, se quedó recostada en la barandilla, acariciando con sus ojos profundos y ardientes las arboledas, ya sombrías en la caída de la tarde. Brotaba de la tierra una humedad fragante y deliciosa, el denso olor de la campiña del Norte, dulce beleño del alma y de los sentidos; el aire salobre de la mar, mezclándose con el perfume agreste, movía las frondas suspirando.

Se oyó la voz de Eugenia desde el fondo de la estancia:

—Si te quieres arreglar, ya lo tienes todo dispuesto.

Pero la muchacha respondió, desanimada y negligente.

—Me duele un poco la cabeza, y me alivia tener el pelo libre de las horquillas, así, al aire. Corre aquí un viento que es todo aromas. No iré á cenar al comedor... Me acostaré temprano...

Quedó en silencio, en una bella postura de abandono que hacía resaltar todos sus encantos. Era alta, delgada, la piel morena, los músculos recios, desarrollados en una vida de ejercicios corporales, casi continuos. Con el paso largo y marcial, el talle recto y el seno apenas iniciado bajo su traje de corte inglés, algo masculino, pareciera un doncel, á no serle propia cierta gentileza muy femenina, dulce y triste á la par. Sus ojos, grandes y negros, fulguraban con intensa inquietud de pasiones: en aquellos ojazos errantes y curiosos, se asomaban al mundo, al través de la niebla de la miopía, misterios, ansias y fiebres de un corazón nada tranquilo de mujer. Ojos eran que mostraban, á veces, una tristeza sorda, un hastío, un desaliento conmovedores, y, á ratos, una perfidia, una ambición diabólicas. Bajo el arco ligerísimo de las cejas, en el rostro nimbado por los pálidos cabellos, los ojos eclipsaban las demás facciones de Regina, no muy correctas, pero, en conjunto, de expresión hermosa y profunda. Tenía la frente altiva, la nariz un poquito gruesa, el mentón suave y redondo, la mano aristocrática. Su boca sensual, propensa siempre á sonreir burlona, pecaba de grande, pero enseñaba unos dientes blanquísimos y daba noticias de una voz musical y elocuente, cuyas cadencias sonaban á canción y á verso. Aquella voz cantora fluía en mágicas palabras llenas de agudeza y donaire, revelando una cultura, muy rara en labios y entendimiento de mujer. Su conversación, más todavía que su tipo, demostraba un carácter fuerte y original.

Largo tiempo estuvo en la misma postura, mirando á la arboleda; pero volvió sin duda á pensar en el espejo, porque con movimiento repentino se acercó á los cristales del balcón, tratando de mirarse en ellos. No estaban muy aseados ni parecían muy complacientes con la tenaz consulta de la muchacha, que murmuró, al cabo, llena de enojo:

—En este gran hotel sanitario no encuentro ni un cristal limpio donde mirarme.

Y pasaba el dedo por los vidrios, señalando una huella escandalosa, mientras Eugenia se lamentaba:

—¡Qué soledad tan triste! Por toda compañía tenemos de vecino á ese comisionista de Alcoy, tu pretendiente en la travesía. Los comedores y las dependencias de la servidumbre están en otro edificio.

—No tengo miedo—replicó la muchacha, acodándose de nuevo en el balcón.

Caía la noche con languidez amorosa en el regazo florido de la isla, entre el perfume de las rosas de Mayo y las frescas alas de la brisa marinera. Mostraba el cielo todavía un fulgor del incendio que circundara al sol en el ocaso; la fronda sostenía en cada rama un susurro glorioso y peregrino; latía una fuente escondida en el huerto, y un mirlo silbó dos veces, como un zagal oculto en la espesura.

—Parece que está la isla despoblada—murmuró Regina con asombro,—Acaso nos han dejado solas con el de Alcoy... Eugenia: podías asomarte por esos pasillos misteriosos, á ver si encuentras quien nos dé noticias del comedor... Tengo sueño y quisiera acostarme pronto.

Diligente, la señora, se alejó por los obscuros corredores, y, al cabo de un rato, volvió con una moza descalza y mal vestida, que hacía, por lo visto, de camarera.

—Mande la señorita—dijo, ofreciéndose con humildad.

La miró Regina un largo rato, con señales de que empezaba á divertirla aquel hospedaje pintoresco.

La moza bajó los ojos y se puso colorada. Entonces dijo la grata voz de la señorita:

—¿Qué hay de cena, sabes?

—Hay muchas cosas—respondió la mozuela muy ufana.—Hay sopa, jamón, pollos, pescado...

—Muy bien. ¿Y de postre?

—Dulce de cabello y fresas.

Regina palmoteó como nena antojadiza que ha logrado un capricho:

—¡Ah, fresas!... Pues yo no ceno más que fresas. Y quiero que me las traigas aquí... Muchas, ¿oyes? Un plato grande, con leche y azúcar.

La zagala, que era garrida y graciosa, parecía reflexionar. Al cabo dijo:

—Tendrá que pagar aparte, por servirla en el cuarto...

—Y mis raciones de jamón y de pollo, ¿no me las rebajaréis de la cuenta?—preguntaba Regina, con una curiosidad llena de regocijo.

Risueña y astuta, escuchaba la moza sin responder, fingiendo ignorancia, y cuando Regina le aseguró que pagaría lo que fuera menester por aquel antojo, alejóse en la sombra del corredor con pasos blandos y lentos, sin resonancia. Poco después volvió trayendo la silvestre cena, mal presentada y peor servida; pero las fresas eran buenas, y muchas, y tenían un penetrante aroma fresco y apetitoso.

Aderezó la viajera su manjar favorito con delectación refinada; en el plato sopero, un poco descascarado por los bordes, exprimió la fruta y la azucaró. Luego, despacito, vertió encima la leche densa y espumosa, hasta colmar el plato, y después, muy satisfecha, inclinó la cara con regalo para aspirar el aroma del singular banquete, poniendo en ello tales bríos, que tocó la crema rosada con la punta de la nariz...

Mientras cenaba Regina lentamente, con expresión golosa, la zagala camarera la estaba mirando, de pie al lado de la mesa, con los brazos en jarras y una mueca simplona en el semblante. No había solicitado permiso para amenizar con su presencia el refrigerio de la señorita, y calmosa, esperaba por el menguado servicio para economizarse un paseo al comedor lejano.

Después que la viajera apuró su golosina, encaróse con la moza, y sonriente inquirió:

—¿Sirves en el hotel hace mucho?

La galleguita, según la costumbre negligente y lacónica del país, respondió:

—Sirvo.

—¿Y estás contenta?

—Estoy...

—¿No sales alguna vez de la isla?

—No salgo, pero...—y tras breve indecisión añadió sonrojándose:—me divierto aquí porque tengo novio.

—¿Gallego como tú?

—Gallego.

—Será guapo...

—Es.

Y la zagala, que había recogido los ligeros cacharros de la cena, despidióse de la señorita muy amable, asegurándola que era deliciosa la vida del Lazareto, espléndido el trato de la fonda, y que lo pasaría muy bien en los dos días de cuarentena.

Respondióle Regina con benévola aquiescencia, y quedó sola en la estancia, á la temblona luz de una bujía, ya caída la noche dulcemente sobre el balcón abierto.

A instancias de la joven había emprendido Eugenia Barquín los penumbrosos caminos del comedor, y cuando la moza camarera se confundió en las espesas sombras del pasillo, en vano Regina tratara de sorprender algún rumor de vida en el enorme edificio desierto y mudo. Tan callando pasaba aquella hora, que la viajera oyó el tic-tac del tiempo, latiéndole en las sienes y en los pulsos y palpitando en la silente noche.

De pronto, en el corredor ululó el viento, arrastrando un profundo sollozo de la marina; se dobló la llama de la vela, y el taque de una persiana alzó un eco medroso. Quedó á obscuras el cuarto, y Regina se refugió en el balcón, avergonzada de tener miedo, pensando vagamente en su revólver, y conmovida, á pesar suyo, por la tristeza quejosa de aquel soplo extraño, que apagó su luz y agitó su cabello, alejándose rápido y solemne, como errante suspiro del mar. Miró al cielo Regina, y al fulgor solitario de la luna, vió cruzar, rauda, una estrella que se abismó en el fondo de la noche.

Es un alma que pasa—dijo con el poeta.—Un alma que suspira—añadió cavilosa y triste, sacudida por la ráfaga misteriosa.—Es el alma de mi hermano... Es Daniel que desde el mar me besa; Daniel que llora, que tiene miedo...

Convulsa y pálida, consultó las sombras del aposento y el suave resplandor del paisaje. Parecía investigar con avidez, buscando por el cielo y la tierra la escondida verdad de grave duda, y en la ardiente claridad de sus ojos fulguraba una interrogación ansiosa.

Pero, como pasaron fugitivas la ventada por la tierra y el astro por el cielo, así aquella intensa emoción de la dama huyó también fugaz, y una escéptica sonrisa apagó la inquietud de los radiantes ojos.

Era que Regina, en un instante, al evocar la escena cruel de la muerte de su hermano, se había sentido presa de una amargura penetrante y fría, tan fría como el cuerpo de Daniel sepultado en las olas. Era que le causaba siempre un helado estupor la imagen del enfermo, estremecido por la dura congoja de la asfixia, dilatadas las pupilas por el miedo, luchando mísero, unos minutos, para caer inerte y desvanecido, colgante como un pobre muñeco de trapo dentro del sillón de mimbres mecido en la cubierta del buque...

Aún sentía la muchacha en los labios el ardor de los besos con que quiso colorear la lividez del amado rostro; aún vibraban sus nervios con la fuerza de aquel abrazo en que alzó al muerto como á un niño, llamándole á la vida con vehemente súplica... Daniel fué insensible á sus caricias y á sus ruegos; él, tan apocado, tan espantadizo y cobarde siempre, mostró impasible en su cara una sonrisa de cera, cuando desde la borda le dejaron resbalar por el trágico tablón hasta el fondo del Océano...

En la presente espléndida noche, la primera noche española que custodiaba la juventud de Regina, sintió la viajera que en su alma hundía una vez más el desencanto su acero agudo. Y después del rápido sacudimiento que la estremeció, creyente y enternecida murmuró con la desilusión en los labios:

—No: el pobre Daniel, devorado por los peces, nada tiene que ver con una estrella que corre, con una brisa que pasa... Mi hermano se acabó para siempre; no me llama ni me sigue ni me necesita... Y es menester vivir y gozar y defenderse todo lo posible de ese espantoso acabamiento en que él cayó.

Rió la muchacha acerbamente cara á las estrellas pensativas, y sacudiendo su melena infantil, libre y lánguida, sobre los firmes hombros, tornó resuelta á su habitación, prendió la vela y empezó á desnudarse con lentitud. Pensaba en la felicidad con una vaga mueca de cansancio, mientras desabrochaba su levita y soltaba los automáticos de su falda tailleur, corta y liviana.

—¡La felicidad!... exclamó codiciosa. Y con súbita inspiración, acordándose de la doncellita del hotel, se le ocurrió que bien pudiera consistir la felicidad de una moza en andar descalza y tener un novio gallego... Pensar esto y descalzarse, todo fué uno. Curiosa y lista, se lanzó á la experiencia, en su primera parte por de pronto, y anduvo por la estancia, vagarosamente, en leves paseos silenciosos, inclinando la cabeza con placer para mirar sus pies largos y ágiles, de fina piel morena. Mas, á poco, se detuvo sintiendo la desagradable sensación del tillo empolvado bajo sus plantas, y sentóse al borde del lecho para sacudir con escrupulosidad ambos pies desnudos y mortificados... Decididamente, la felicidad de la niña camarera no era semejante á la de Regina.

En el pasillo, rumor de pasos y de voces rompió el silencio en que yacía el hotel. Eugenia Barquín y el caballero alcoyano, se despedían volviendo del comedor:

—Buenas noches.

—Muy buenas.

—A los pies de Regina.

—Desgracia doble para mis pobres pies—rezongó bajito la muchacha.

Y aún el de Alcoy taconeaba por el corredor cuando Eugenia, precavida y cuidadosa, empujaba los baúles detrás de la puerta antes de acostarse.

Agonizaba la bujía, crepitante y tembladora, y á Regina, adormilada ya, le rondaba el sonsonete de una popular oración, ingenua y simple, que sin pedirle al alma licencia, repetía muchas veces su memoria, como un eco de la infancia: Con Dios me acuesto... con Dios me levanto...

Rumores de la mar y de las frondas llegaban hasta el lecho, como acentos de la inmensa plegaria entonada por la naturaleza al otro lado del balcón, donde la luna rezaba con la noche.

...Blanqueaban apenas en el cielo las primeras luces de la aurora, cuando Regina se despertó sobresaltada por sueños confusos é inconscientes cavilaciones. Al abrir los ojos suspiró como aliviada de congojas y pesadumbres. Ya su cama no se mecía en el mar, ni en su cabeza rodaba isócrono y formidable el rumor del buque. En la quietud de su lecho, en la silenciosa paz de la alborada, le pareció sentir la maternal caricia de su noble tierra española. Mejor que entre el palpitante resuello del barco llegaba ahora á sus oídos la voz dulce del mar, que mansamente embatía en la ribera su espumoso oleaje. Al son de las olas cantaban los pajarillos muy delicadas y sutiles melodías, á la vez que se rizaba el follaje nuevo, tembloroso al recibir los primeros rayos de la luz. Los árboles centenarios, desperezándose también, modulaban con las lenguas de sus hojas un saludo cortés á la mañana.

Envuelta en los halagos de la tierra, la peregrina del mar sentíase dichosa. Y con tan blando deleite se le llenó á Regina el alma de unos deseos muy cándidos y sencillos. Soñaba ahora ser buena y humilde en un rincón del mundo; un rinconcito plácido, semejante á Torremar, la ciudad costeña cuna de sus mayores. Allí se casaría con un mozo hidalgo y robusto, sano brote de la indomable raza montañesa, diestra antaño en el uso de linajudos blasones y armas peleadoras, y le nacerían unos hijos fuertes y hermosos, sonrisas vivientes capaces de realizar todos los afanes de ventura que empujaron á la viajera ambiciosa por tan varios caminos de la tierra.

La sonrosada luz de aquellas ilusiones mostrábale á Regina el cuadro idílico de una nueva existencia: experimentaba la soñadora un bienestar intenso al sosegar su agitado espíritu en una visión tan apacible y balsámica. Torremar, la coquetuela ciudad donde nació, se le aparecía como un gran lecho de silvestres flores, donde iba á dormir años seguidos en la bella serenidad de un ensueño delicioso. Veía su casita blanca y verde, asomando al Cantábrico la solana profunda, y respaldándose en un cercado, mitad huerto, mitad jardín, donde lozaneaban las sabrosas frutas sobre las aldeanas clavellinas y las opulentas rosas de Jericó... Allí, entre la ciudad y el campo, entre el mar y la sierra, con amor y salud, y con dinero, era seguro alcanzar la dicha y esclavizarla, y poseerla plenamente, si de cierto en el mundo podía lograrse... Ninguna memoria triste ahuyentaría de la casa blanca y verde aquellas ambiciones; porque en su hogar sólo había llorado Regina lágrimas triviales, de las que no dejan sombras en el espíritu ni huellas en el rostro: todas sus penas nacieron y peregrinaron lejos de Cantabria. De llantos duraderos y recias tempestades del corazón supo y adoleció en lueñes playas, muy ajenas á la suya nativa; todos los jirones de sus anhelos insaciables pendían en las zarzas de remotos caminos...

De esta suerte razonaba la ilusa, nimbada por un cerco de optimismo matinal. Pero en el fondo de tales razonamientos, nacidos con la suave luz de la aurora, temblaba doliente la angustia de una vida llena de lutos é incertidumbres, de equivocaciones y fracasos...

Mientras sueña en su lecho la protagonista de esta veraz historia, yo te invito, lector, sobre sus páginas, á viajar conmigo en el raudo Clavileño de la fantasía, para que «á vista de pájaro» contemples una azarosa juventud de mujer. Por tan alado sistema, conocerás la vida y milagros de la viajera rubia.

Agua de Nieve (Novela)

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