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Una arteria presidencial
ОглавлениеEn 1983 mientras estaba de viaje en Brasil me enteré por las noticias de que el presidente Menem sería operado de la carótida. Debo admitir que aun cuando las comunicaciones en esa época eran más limitadas que en la actualidad, no dejó de sorprenderme que —como jefe de la sección de enfermedad cerebrovascular de la institución donde se operó— no me hubieran contactado para compartir detalles del caso y conversar sobre las opciones terapéuticas.
Esta reflexión no proviene de la arrogancia sino simplemente porque yo sabía que no había un especialista sobre enfermedad cerebrovascular, precisamente la que se ocupa sobre cómo tratar la enfermedad de la arteria carótida.
Al respecto me pregunto qué significa ser “jefe” o “director” en nuestro sistema de salud.
Estoy convencido de que es indispensable usar el mérito como vara para lograr un sistema virtuoso y veo con frustración que esto no siempre sucede en nuestro país.
En aquel momento yo era probablemente el único médico en la Argentina con formación formal en enfermedad cerebrovascular. Hoy en día hay algunos especialistas que tratan ACV, pero muchos aprendieron solos o durante visitas informales a centros en el extranjero, sin que exista un curso formal para especializarse (como sí ocurre con otras disciplinas como la cardiología, neurología, diabetología y demás especialidades).
Han pasado muchos años y, con dificultad, he aprendido que en nuestro medio estas consultas en general no se hacen y mucho menos cuanto mayor sea el prestigio o “peso específico” del paciente. De acuerdo a lo que escuché en conversaciones directas posteriores y lo que leí en los medios, el entonces presidente había tenido síntomas sensitivos (adormecimiento) en un brazo y esto llevó a la detección de una estenosis carotídea.
Según lo que entendí, el neurólogo que lo evaluó inicialmente gozaba de gran prestigio para los estándares locales, pero no pensó que la carótida jugara un rol en los síntomas del presidente y un cardiólogo que fue consultado posteriormente detectó un soplo en esa arteria (sonido que puede oírse colocando el estetoscopio sobre el cuello), lo que llevó a realizar imágenes que confirmaron el estrechamiento de la luz arterial. Menem fue operado y el resto, recuperación incluida, es historia. Debo destacar que en esos años el conocimiento en el mundo sobre cómo tratar una arteria carótida no estaba suficientemente difundido.
En el año 2010, mientras el presidente argentino Néstor Kirchner corría en su cinta, describió también síntomas sensitivos en un brazo que llevaron a investigar a la carótida como posible causante de los síntomas. Se detectó un estrechamiento arterial y se concluyó que debía ser “destapada”, con el mismo tipo de técnica quirúrgica que el presidente Menem.
A esta altura del libro, el lector ya debe presumir que probablemente ninguno de los dos debería haber sido operado.
En los innumerables artículos publicados por los medios no se describió ningún síntoma que relacionara en forma inequívoca las manifestaciones de ambos expresidentes con la arteria carótida.
En algunos medios periodísticos comenté que el manejo ideal debería haber sido que a ambos expresidentes se los tratara con medicaciones con el objetivo de prevención de eventos vasculares. En el caso de Kirchner, esta predicción resultó más evidente ya que pocos meses después de la cirugía de la carótida tuvo que someterse a un procedimiento coronario y pasadas unas pocas semanas murió, seguramente por una complicación cardíaca.
La evidencia ha mostrado claramente que la mayoría de los pacientes con achicamiento de la carótida sin síntomas mueren por un evento coronario.
Sin duda, parece fácil decir lo que se debería haber hecho o no, sin haber participado de las decisiones en estos casos. Pero
para eso tengo disponibles los datos sobre decenas de pacientes que me consultan frecuentemente porque uno o varios médicos les han dicho que deben operarse la carótida (o colocar un stent) y yo he contraindicado el procedimiento. De hecho, mis palabras exactas son “no es que la cirugía o colocación de un stent no estén indicados. La evidencia científica nos muestra que hacer estos procedimientos está contraindicado”.
Claramente la persona con una estenosis de 80 o 90% de la arteria carótida puede tener un ACV en el futuro, pero si le ocurriera, eso no confirma que debería haberse tratado con cirugía o stent. La ecuación es simple: el riesgo de tener un ACV futuro para una persona con un achicamiento del diámetro carotídeo es menor que el de tener un ACV o morir al intentar abrir (con cirugía o stent) esa arteria. Debe aclararse que todo esto aplica a los pacientes asintomáticos. Todo lo anterior se refleja claramente en que la proporción de arterias carótidas sin síntomas revascularizadas (con cirugía o stent) en los EE.UU. —un país que tiene fuertes incentivos económicos para generar procedimientos— supera el 90%. Sin embargo, en Dinamarca, un país con un excelente sistema de salud universal que está fuertemente basado en la evidencia científica, la proporción de carótidas sin síntomas revascularizadas es… ¡cero!
Estamos hablando de la infinita capacidad del ser humano de no ver, e incluso negar, los problemas que nos pueden afectar. Y la reacción usual es tardía. Cuando la enfermedad vascular se hace evidente con infartos en algún órgano, su tratamiento es más complejo. Maquiavelo sabiamente sentenciaba que la salud se parece en mucho a los problemas políticos de las naciones: es muy difícil diagnosticarlos en etapas tempranas,
precisamente cuando es más fácil darles una solución. Cuando los problemas (de salud o de una nación) están avanzados, es simple detectarlos, pero es muy difícil darles una solución suficiente o completa. Esto los argentinos lo sabemos bien…