Читать книгу Autobiografía de mi padre - Damián Noguera B. - Страница 18

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El tiempo no ha afectado a este colegio de la misma manera en que me ha afectado a mí, ahora que he vuelto tras mi convalecencia. El eco de nuestras voces cada vez más graves aún rebotan en paredes austeras y cruces de madera, las manos del primer general siguen abiertas, la Unión Soviética no se ha convertido, los masones continúan merodeando en los alrededores. Las torres de la iglesia ignaciana son un poco menos altas ahora, pero siguen siendo inexpugnables para mí. Las pelotas de fútbol todavía rebotan en rodillas rasmilladas sobre el maicillo de los patios. Este colegio no crece como crecemos nosotros, no ajusta su austeridad con nuestra fantasía de desenfreno. Todo aquí tiene una función más alta que nosotros mismos. Lo único que sigue creciendo a nuestro ritmo son las historias de Campitos, o tal vez, en ese aspecto, aún queremos seguir siendo niños.

Sucede ese pequeño lapso entre el final de una clase y el principio de la siguiente. Un subterfugio dentro de la disciplina militar ignaciana en donde no hay un profesor a la vista. En este momento se escapa y revela algo antes contenido por las estrictas paredes de mi colegio. Una veintena de naranjas vuelan de un lado a otro de la sala entre las risas y gritos de mis compañeros. Soy un alumno repitente. Quiero hacer lo que todos los demás están haciendo. Intento sostenerme en rasgos y actitudes, como un explorador que busca referentes en una selva aún desconocida. De Raúl Ariztía me llama la atención sus ojos azules, de Enrique Contardi su nariz ganchuda y mentón pronunciado. Busco en mi bolsón y no tengo naranjas, solo un sándwich de dulce de membrillo. En un lado, Corea del Sur se defiende formando barricadas con los pupitres; en el otro, Corea del Norte saca naranjas de su colación y las ablanda para ser lanzadas.

En la línea fronteriza de todo este desastre, incólume, Claudio Bravo. Su pelo peinado, su espalda erguida, su cuaderno aún blanco que contrasta con el naranjo que parece invadir cada una de las paredes. Es como si estuviera en otro lugar, como si se situara un peldaño por sobre todos los demás, como si sus problemas y sus emociones fueran otros y esa aura de concentración lo protegiera de las naranjas que pasan volando por sobre él. No lo había notado más allá de su fama evidente y salidas extravagantes en clases. Claudio es famoso en los estrechos círculos que conforman el San Ignacio. Expone sus pinturas cada miércoles en la portería del colegio, dibuja las portadas de la revista escolar, ocupa sus cuadros para subir las notas en los cursos en que le va mal, es el solista del coro del colegio y se crea un conmovido silencio en la iglesia cada vez que canta el «Ave María» de Gounod.

Yo aún no sé lo que es el colegio para mí. No sé cuál es su función, aunque crea en sus enseñanzas y en sus principios. Claudio, en cambio, tiene la certeza que esta situación, estos compañeros, este colegio, estas naranjas, son tan solo un obstáculo pasajero para un destino mayor. Quizás por eso las naranjas parecen evadirlo de una manera casi mágica. Claudio se transforma en lugar seguro ante el pedregoso camino de conocer nuevos compañeros a los dieciséis años.

Sus facciones parecen acentuar esa línea fronteriza en la que se sitúa ahora. No es alto, pero sí da cuenta de una fuerza física que se expresa en su postura erguida y derecha. Se dice que es irreverente y a ratos impúdico en clases, sin embargo, el cutis estirado de su cara, su pelo castaño peinado a la perfección, y el cuidado y calma con los cuales expresa cada palabra le dan una elegancia formal a su impudicia. Su actitud afectada, fina, no parece frenar su éxito con mujeres que todos envidiamos, mujeres que, por lo demás, siempre son mayores que él. Una sonrisa irónica dibuja su rostro, pero al mismo tiempo no es un desafío agresivo, al contrario, es uno que te invita a ser parte de su mundo. Maneja otros ritmos, camina un poco más lento que todos nosotros. Claudio es un pintor, y él sabe que lo es y asume ese rol en lo que dice y en lo que hace. Es, de alguna manera, más viejo que todos nosotros juntos en su elegancia e ironía y también más joven que todos nosotros en su forma de mirar, en el entusiasmo que revela el movimiento frenético de sus manos cuando habla, en su ateísmo y su forma de cuestionar ciertos temas que son sagrados para nosotros y el San Ignacio.

El padre Dussuel, prefecto del colegio, entra a la clase y en segundos todos nos sentamos ordenados con la pulpa de las naranjas esparcidas en los overoles. El padre decide culpar al único alumno limpio que muestra una sonrisa lo suficientemente irónica como para asumir que él estuvo detrás de todo esto. Dussuel le pide a Claudio que se vaya de la sala, y él se levanta de su pupitre y se va lento y silencioso con la misma sonrisa. Cómo puede sostener en estas circunstancias esa lentitud.

Claudio es el único alumno que logra un estado de excepción que no deja de ser paradojal con la institución del San Ignacio, como si fuera una anomalía en relación a todos nosotros que el colegio está obligado a aceptar. El profesor de Química se niega a ponerle malas notas con la excusa de que no quiere ser recordado en la historia como el único docente que le puso un uno a Claudio Bravo. Es como si todo el colegio tuviera consciencia de su futura importancia y esa premisa le diera permisividades que el resto de los alumnos no tiene.

Nosotros pensamos que somos más grandes de lo que éramos antes. Pensamos que salir con las amigas de los Sagrados Corazones y el Villa María, que dejar de jugar a las bolitas entre los arcos de los pasillos durante nuestros recreos, son una prueba fehaciente de nuestra nueva adultez. Pero ante Claudio, esa sensación se relativiza al darnos cuenta que su rebeldía es tanto más real que la nuestra. Si nosotros provocamos a las autoridades, Claudio con una lenta calma simplemente afirma que la autoridad no es en realidad su autoridad. Nosotros somos rebeldes. Él es rupturista.

La situación con las naranjas le valió tres días de suspensión. Se rumorea en los patios que dijo que no iba a volver. Que solo volvería si lo va a buscar el padre Dussuel a su casa. Nosotros, en cambio, pediríamos disculpas. Diríamos perdón por ser demasiado jóvenes en una moral que exalta la sobriedad. Claudio no pide disculpas por su edad. Sus respuestas a los profesores de dibujo, su excomunión simbólica por haber asistido al cabaré Folies Bergère, sus ironías ante los preceptos religiosos del colegio, su defensa de la historia del Renacimiento por sobre nuestras tediosas clases de geometría, su desprecio ante aquello que no considera como relevante son momentos comentados por todos, eventos que contrastan con mi timidez. Sí. Soy silencioso y tímido porque creo que la culpa de la lejanía que siento con mi entorno no es del entorno, sino mía. Me gustaría ser como Claudio Bravo.

Tres días después, el padre Dussuel fue a buscarlo a su casa. Entraron juntos a la primera clase de la mañana.

Autobiografía de mi padre

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