Читать книгу Autobiografía de mi padre - Damián Noguera B. - Страница 8
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ОглавлениеAl final Cordelia muere. La sostengo en mis brazos mientras miro un cielo que titila y emito un sonido continuo, bajo y agónico. Cuánto tiempo ha pasado en estas tres horas. La escalera es ahora un semicírculo horizontal azul que se balancea como un péndulo al frente de un puente levadizo. Se me nubla la vista. Miro mis manos. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Si su aliento humedece el espejo, significa que vive.
Descanso mi cabeza en su pecho y me pregunto: «¿Por qué motivo ha de vivir un perro, un caballo, una rata, y en ti ni el más mínimo aliento?». Detrás mío persisten los dos telones de colores terrosos y andinos que son el desierto de este mundo. Ya no cuelgan sobre mí las pesadas capas de lino, tan solo una toga que es la desnudez de un anciano que lo ha perdido todo y una horca sobre mi cabeza que es el final de Cordelia, asesinada por una orden que como siempre, como en cada función de esta maldita obra, no fue cancelada a tiempo.
La miro imbuido en un largo y hermético silencio, un silencio que ya he sentido antes, la luz es fría y distante, salen de mi boca cuatro palabras. Digo: «Mi pobre loquita estrangulada».
Yo pude haberla salvado. Estoy seguro que pude haberla salvado. Miro su cuerpo roto y en este presente que se siente a ratos distanciado de la vida pienso en mi hija, en mi hija que murió poco después de nacer, en mi real hija, una cosita azul que vi sobre una cama clínica rodeada de médicos que corrían desde un pasillo hasta un ascensor que se cerró para no verla nunca más. Una cosita azul como el azul de esta escalera. Onfalocele suena como una palabra inconclusa, como un estómago que no alcanzó a cerrar. Y me pregunto asustado por qué la pena del rey Lear se siente más fuerte que mi propia tristeza. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Yo sé lo que vive y también sé lo que muere. Me subo al semicírculo roto que es el último estertor de mi reino y digo que nunca la voy a volver a ver, repito:
Nunca.
Nunca.
Nunca.
Nunca.
Y el péndulo poco a poco se desequilibra y balancea con cada palabra y yo me desequilibro con él. El péndulo de este mundo. Recuerdo estar solo junto a un ataúd blanco camino al Cementerio General y no entiendo la situación, no entiendo por qué estaba tan solo, quizás por la extraña ambigüedad que rodea la muerte de algo que acaba de nacer. Con los pocos estertores que me quedan de voz me dirijo a Kent y le digo que mire a mi hija, que miren sus labios, que de verdad la miren, y me sigo balanceando y les digo que miren su cuerpo muerto otra vez, y siento que mi cabeza ya no puede más, me acuesto en el péndulo y grito: «¡Reviéntate, corazón…, explota de una vez, por favor!», y mi corazón al final explota y me muero, y el doctor Ricardo Franck se me acerca y me dice que la niñita murió, que es mejor así, que de lo contrario su vida hubiera sido un tormento, y tiene razón, Ricardo siempre tiene la razón, pero esa es una ecuación que no puedo aceptar y mis hijas, la María Piedad y la Amparo, están junto a mí y mi cuerpo se balancea de un lado hacia otro en el azul de una escalera rota. Pienso que mi historia no es nada comparado con las tragedias que tengo que vivir en este escenario, no he vivido guerras, no me han torturado, no he traicionado a nadie, no he hecho absolutamente nada, entonces, por qué Alfredo Castro insiste que busque dentro de mí, qué ve él que no estoy logrando ver yo, qué estoy sintiendo aquí que no puedo sentir en otro lado.
Era de noche cuando volví a mi casa. Volví a un nido vacío. La Claudia y yo. Los estudiantes en el público ya no dicen nada. No dicen nada porque ya no pueden más de aburridos y borrachos, y abandono la vida a la cual Lear ya no tiene derecho de existir en la más total de las abulias, y por alguna razón la gente aplaude, porque creen que el teatro es un deber que hay que resistir. La gente aplaude su resistencia, no me aplaude a mí.
Una de las enfermeras me dijo que la había bautizado poco antes de morir, que la llamó Claudia como su madre. Yo le digo Claudita. Y eso me calma, porque solo algo que tiene un nombre puede morir de verdad.
Tendré que volver mañana. Siempre hay que volver mañana. Salgo a saludar y, entre gritos y vítores, hago una última reverencia, la reverencia de un muerto, para poner fin al rey Lear de Shakespeare. Y en ese preciso momento, el momento en que mi cabeza se inclina, en que pienso que esta temporada no va a terminar nunca, me pregunto asustado si acaso voy a poder nacer de nuevo.