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Introducción Miradas

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Hace algunos veranos quise conocer un poco mejor el cine latinoamericano contemporáneo y conseguí unas cuantas películas de origen uruguayo, colombiano, mexicano y brasileño. Una de ellas, cuyo nombre ya no recuerdo, me causó una fuerte impresión, a causa de un recurso muy original que empleaba el director: en algunos diálogos sólo se podía oír la voz de uno de los que hablaba. El interlocutor aparecía silenciado: sus labios se movían, pero el sonido era ininteligible. Esto producía una extraña e intrigante sensación de desorientación, de ansiedad, que otorgaba a la película un ritmo y un suspenso adicionales, que se sumaban a un guión complejo y a una fotografía sublime. Acallar al interlocutor en un diálogo, pensé mientras veía la película, es un modo sutil de destacar una idea inquietante: la conversación siempre se habita desde un punto de vista, donde probablemente habrá retazos de soledad, malos entendidos per se y una dosis de narcisismo. Todo acuerdo, podríamos pensar a partir de allí, es una forma de malentendido. Y tal vez, viceversa.

Terminada la película, quise leer alguna crítica para ver cómo otros habían interpretado este original recurso, y me dirigí al buscador de Internet para obtener alguna reseña. Pero no encontré ninguna. Los pocos comentarios que había sobre el film lo referían como una producción de poca monta propia de un género comercial, trillado y para nada interesante. Rápidamente comprendí, entre desahuciado y maravillado, que la omisión de algunas voces en la película no era producto de un director genial, sino de un parlante roto o un archivo incorrectamente descargado de internet.

Esta pequeña anécdota abre una serie de preguntas inquietantes acerca de lo que se dice, lo que se quiere decir, lo que se escucha y entiende. Y también acerca de lo que pasa con la palabra cuando llega a oídos del otro. Estoy seguro de que el director del film en cuestión no habrá imaginado ni en el más surrealista de sus sueños que luego de ver su película (y luego de ver una copia en mal estado) yo terminaría escribiendo estas líneas. ¿Y qué hay de nuestros alumnos? ¿Qué de aquellas ambiciosas listas de objetivos con las que respaldamos nuestras conversaciones con ellos? ¿Qué de la pretenciosa puntería de los diseños curriculares, que enlistan sensaciones, capacidades, experiencias a ser reproducidas en las aulas?

Hablar de la enseñanza es hablar de este necesario conjunto de ambigüedades, de desfasajes. En la enseñanza hay siempre ambiciones truncas y utopías imprescindibles, que son dos modos diferentes de nombrar la misma cosa. Y hablar de didáctica es, también, hablar del otro, de la alteridad y de la brecha que conecta a la persona con los demás, el espacio donde la enseñanza tiene lugar. Esta es la principal razón por la que la didáctica no puede ser el territorio de un lenguaje puramente técnico, donde se perfeccionen métodos y sistemas, sino que demanda ser, también y sobre todo, un espacio de pensamiento sobre la enseñanza situada, sus sujetos, sus experiencias, sus ambiciones, sus límites y sus potencias. Esto no significa que no deba haber métodos, estructuras de trabajo o reglas prácticas a ser pulidas para concebir una buena enseñanza. Pero hay varios riesgos en la didáctica que se limita a decir cómo deben hacerse las cosas. Aportar una sugerencia para la práctica, por ejemplo, podría (y suele) ser interpretado como una regla que, de allí en más deberá aplicarse en forma universal. Presentar nuevas propuestas (o nuevos nombres para viejas prácticas que demandan ser resignificadas) nos lleva también a sentir que debemos estar al día, actualizarnos, como si necesitáramos comprar ropa nueva porque la vieja se nos ha gastado. En cambio, pensar la didáctica más allá de las prescripciones es un llamado de atención sobre el hecho (negado durante tanto tiempo, a pesar de ser tan evidente) de que los alumnos nunca verán todos la misma película, aunque los maestros usemos siempre las mismas planificaciones. Y que además nunca verán la película que nosotros creímos que verían. Verán genialidad en nuestros errores y odiarán nuestras genialidades. Y de vez en cuando, claro, nuestras miradas se cruzarán y sucederán cosas mágicas.

Vivimos tiempos en los que la reflexión acerca de la enseñanza comienza a sacudirse el polvo de un antiguo y prolongado malentendido: el que surge de no considerar lo que impulsa a las personas a aprender. Es cierto que abundan los textos que teorizan la cuestión de la “motivación”. Pero no es acerca de eso que estoy hablando aquí. La motivación invita a pensar en estos impulsos como una variable más que incide en el aprendizaje, junto con el empleo de nuevas tecnologías, el nivel socio económico o el horario de las clases, por mencionar sólo algunas de las que suelen considerarse en este ecléctico abordaje de las relaciones de enseñanza. Cuando digo que es preciso considerar qué impulsa a las personas a aprender me refiero más bien a la diferencia que existe entre, por ejemplo:

 aprender algo porque estoy dentro de un aula en el jardín de infantes o la escuela primaria o secundaria, y un maestro me lo enseña. Aquí, aprender forma parte de la definición de una situación que, aunque los niños no construyen ni deciden, los define también como niños. Aprenden porque son niños. Son niños porque van a la escuela y aprenden. Y aunque no aprendan literalmente lo que el maestro les enseña, las experiencias escolares constituyen un aprendizaje en un sentido más amplio que justifica las experiencias más puntuales, y les da sentido. O bien:

 aprender porque necesito o resolver ciertos problemas que demandan conocimiento; o porque quiero pertenecer a ciertas comunidades que se definen por ese conocimiento; o porque quiero enriquecerme simplemente con esos conocimientos, traducibles también en habilidades, en cosas que sabré y podré hacer con mi cuerpo, con mi lenguaje y sobre todo, con otras personas. O aprender sufriendo golpes, experimentando frustraciones o desengaños, surgidos de mi falta de conocimiento o habilidad. O también:

 aprender sin darme cuenta, porque paso tiempo en contacto con ciertos universos complejos, que de a poco van invitándome a sumergirme en una determinada lógica.

Una de las cosas que intentaré considerar en los análisis didácticos de este texto, es ese marco de sentido de la enseñanza, que son las relaciones en las que la misma se significa. Una misma acción de enseñanza puede alojar infinidad de sentidos e intenciones, dependiendo de lo que les esté pasando a las personas que la habitan.

Ambas cuestiones, la de la no prescripción y la de una alteridad que demanda ser considerada, pretenden ser piedras de base de las reflexiones, mitad didácticas y mitad pedagógicas, de este libro.

Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica

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