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i. Los orígenes Villa Coronado, Chihuahua

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Daniel Terrones. Quisiera empezar preguntándote por algún recuerdo del lugar donde naciste, Villa Coronado, Chihuahua.

José Vicente Anaya. Salí muy chico de Villa Coronado. Soy el menor de mi familia, el que nació al último. Por cierto mi padre siempre decía que yo era el zocoyote, palabra de origen náhuatl y que se traduce como coyotito. Yo no sé cómo mi padre captó esta palabra. Seguramente por tradición oral. Cómo puede llegar hasta Chihuahua, hasta el extremo norte un vocablo náhuatl. Para mi padre Ignacio Anaya Portillo yo siempre fui el zocoyote. Cuando de niño supe lo que quería decir, me gustó, ya que fue muy agradable que mi padre usara esa manera de llamarme.

Cuando salimos de Villa Coronado yo tendría tres años de edad. Sin embargo, sí tengo recuerdos. Se podría pensar que eso es una exageración, pero en algunos momentos de mi vida he tratado de recordar lo más lejano, como tener visiones de colores en el vientre de mi madre (es decir, antes de nacer), eso que de inmediato se vería como inverosímil, pero creo que los que hemos vivido algo así nos negamos a reconocer la interpretación racional. Yo he tenido la seguridad de haber escuchado sonidos y hasta haber visto imágenes, formas y colores como pinturas abstractas y geométricas. Ahora ya está demostrado que en la edad fetal los bebés lo primero que identifican al nacer es la voz de la madre, y lo mismo se ha identificado en los cachorros de los animales mamíferos. El tiempo nos ha enseñado más cosas. Yo decidí leerle poemas a mi hija cuando se encontraba en el vientre de su mamá, Doris… nos dábamos cuenta de que ponía atención porque la bebé respondía con movimientos, creo que expresando alegría o mostrando que estaba participando en la conversación.

De mis primeros años tengo imágenes de Villa Coronado. En ese momento de mi niñez en mi pueblo todavía se usaban las carretas de caballos. Por cierto, mi padre tenía una fragua, y él se dedicaba hacer las llantas para las carretas que, como se sabe, en los rayos de madera se montaba un anillo circular de acero que se pone al rojo vivo y cuando entra se reduce y estrecha los rayos de la rueda. Ese era uno de los trabajos de mi padre en Villa Coronado. Teníamos una carreta. También una vaca que mi papá ordeñaba todos los días. Un panal en el patio, del cual mi padre sacaba miel periódicamente.

En una ocasión toda la familia hicimos una excursión con la carreta, que mi padre manejaba, hasta la Zona del Silencio. Villa Coronado está muy cercana de ese lugar. Hay ahí una parte abrupta, desértica y de rocas monumentales, a donde la gente de las poblaciones cercanas solía excursionar (todavía hoy es un lugar muy visitado, incluso por personas que llegan de muy lejos, como los que gustan de hacer rapel sobre grandes paredes de rocas). Peñoles se llama ese lugar. Tengo muy claro el recuerdo de toda la familia preparándose, con alegría subiendo a la carreta, yendo hacia ese lugar. Hay una foto donde mi madre me tiene en brazos envuelto en un rebozo, lo cual denota que yo tendría menos de un año, pero es muy vivido el recuerdo del alboroto de mis hermanas y hermano, al alistar la comida que íbamos a comer allá.

Igualmente recuerdo la salida de Villa Coronado, cuando mi padre ya había decidido que nos íbamos a Ciudad Juárez y yo tenía algo menos de tres años.

Me voy a alejar por un momento de mi infancia, y voy a platicar la de mi padre. Mi abuelo paterno, Miguel Anaya, estaba casado, vivía y trabajaba en una mina de Parral, Chihuahua (aunque él era de Villa Coronado). Mi padre y sus hermanas habían nacido en Villa Coronado pero la vida matrimonial de mi abuelo y su trabajo hacían que estuviera en Parral. Cuando mi abuela, María Portillo iba a dar a luz por cuarta ocasión (mi padre, Ignacio, era el primogénito, luego nacieron tres niñas: Consuelo, Urbana y Luz). En el cuarto embarazo de mi abuela, el día del parto ella muere, pero la niña vivió. Mi abuelo quedó viudo con un niño y tres niñas en escalera, con un año de diferencia cada uno. En ese tiempo mi abuelo tenía una hermana en San Diego, California. Estoy hablando del tiempo de la Revolución Mexicana. No sé con exactitud el año, mi padre posiblemente nació en 1920. La hermana del abuelo le escribió diciéndole: “¿Qué haces en ese lugar, viudo y con cuatro hijitos, donde hay guerra, hambre y enfermedades? Salva a tus hijos. Vente a San Diego y mientras tú trabajas yo te cuido a tus niños”. Y esa es la razón por la cual mi padre y sus hermanas crecieron en los Estados Unidos. Dicho sea de paso que mi padre y sus hermanas fueron chicanos. Ha de ser por eso que me opongo a esa opinión racista de Octavio Paz, que escribió en su libro El laberinto de la soledad, donde denigra a los hijos de mexicanos que nacen en los Estados Unidos, dice que son “pochos”, que quiere decir “mochos”, porque no son ni mexicanos ni estadounidenses y no hablan bien el español ni el inglés. Después de mi primera lectura de ese libro de Paz, en 1968, me negué a aceptar su juicio equivocado, falso e ignorante que expresa en su “Laberinto”.

Bueno, esa es parte de la historia por el lado de mi padre. Él vivió allá hasta los veinte años, lo que quiere decir que estudió hasta el nivel de preparatoria. Allá hizo una carrera corta de carpintero. En ese tiempo en los Estados Unidos había ese tipo de enseñanza de tipo técnico, de profesiones pequeñas. De estos carpinteros que son expertos en diferentes maderas, las clasifican, las trabajan y conocen todas sus propiedades porque no es lo mismo trabajar una caoba que un pino y cosas por el estilo. Se les llamaba “carpinteros en ebanistería”.

Para terminar con esta etapa de la vida de mi padre, cuando él tenía 21 años de edad, era propietario de una troca pick up, y un día un amigo se la pidió prestada. Iba a hacer un traslado de muebles. Cuando le regresa la troca, ésta iba con llantas nuevas. Días después llegó la policía a casa reclamando que la troca tenía llantas robadas y que por eso mi padre tiene que ir a la cárcel. Mi padre nunca aceptó que él se robó las llantas, pero tampoco denunció a su amigo. No lo sacaron del argumento de que él no sabía nada de la misteriosa aparición de llantas nuevas en su troca. Esas llantas habían llegado ahí sin que él se diera cuenta. La policial harta y prepotente, como suele ser, le puso como condición que tenía que aceptar que él las había robado y aceptar que iba a ser enjuiciado y condenado a unos años de prisión, si es que quería optar por la nacionalidad estadounidense, y si no aceptaba haber cometido el delito, lo expulsarían del país. Mi padre optó por la segunda opción, cuando platicaba el suceso siempre repetía: “Gringos hijos de la chingada, yo no les debo nada”. Decidió volver a Villa Coronado, su pueblo de nacimiento.

Conversaciones con José Vicente Anaya

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