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Abuelo villista

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JVA. A mi madre, Julia Soledad Leal Bueno, vivió una experiencia semejante a la de mi padre de vivir unos años en los Estados Unidos. Aunque ella llegó adolescente llevada por su hermana mayor, Candelario, quien ya tenía años, casado y con hijos en los Estados Unidos. De ahí se deriva otra historia realmente larga, porque el papá de mi mamá, mi abuelo Jesús Leal, fue guerrillero villista. Hay un corrido que se canta de él. Si ustedes en YouTube buscan el “Corrido de Jesús Leal” lo pueden escuchar, está grabado por más de cinco conjuntos norteños, menos por los Tigres del Norte (risas) porque son muy nuevos. A mi madre le tocan los trastornos de la Revolución Mexicana siendo niña y queda huérfana como a los ocho años de edad, siendo la más chica y con tres sus hermanos (Candelario, Jesús y Juan). A ella le toca ser la zocoyota de la familia. El hermano mayor, Candelario, desde los doce años de edad entró a combatir en la División del Norte, el ejército regular de Pancho Villa. Tal vez con la anuencia de su padre quien ya llevaba una doble vida (normal y clandestina) con su trabajo de caporal en Villa Coronado y su clandestinidad de colaborador en tanto guerrillero para la División del Norte. En su vida regular, mi abuelo trabajaba como caporal que se encargaba del ganado de un hacendado. Como caporal era el jefe de los vaqueros pero clandestinamente también era el jefe de la guerrilla de la que formaban parte él y los vaqueros que simpatizaban con la revolución. Mi madre me platicaba que ella intuía la inclinación de su padre por la revolución y que por eso ella simpatizaba jugando, agitaba una vara y brincando a la vez que gritaba: “¡Yo soy pura maderista, hasta la tierra que piso!”, y de su padre me decía: “Yo no entendía bien por qué mi papá se ausentaba muchos días de la casa pero me ponía muy contenta cuando regresaba”. A veces se ausentaba cuando por su trabajo de caporal llevaban al ganado a las zonas de pastizales para que se alimentaran; pero en otras, entre sus acciones de guerrillas él y sus cómplices mataban una vaca del hacendado y destazada la llevaban alimentar al ejército de Villa o participaban en algún combate (como se supone que sucedió en la única foto que guardo de mi abuelo, donde con sus carrilleras y su fusil hace guardia militar frente a una puerta, que ha de ser el palacio municipal del lugar donde los villistas tuvieron una victoria. Villa combinaba la guerra regular (de un ejército con miles de soldados) con la guerra de guerrillas a partir de grupos pequeños que hacían labor de sabotaje al enemigo.

En una de las ocasiones en que mi abuelo se ausentó de casa muchos días, la abuela entró en trabajo de parto, al final del cual ella falleció junto con su bebé. Cuando el abuelo regresó se encontró con la noticia de la muerte de su esposa y de quien sería su última hija, a partir de entonces, decía mi mamá, que su padre se puso muy triste, casi no comía ni salía de casa… después de un corto tiempo murió. ¿Cuántas veces él se arriesgó de morir en una batalla, en medio de una balacera? Pero su destino fue el de ser un guerrero que no murió en el campo de batalla, sino que murió de amor. Es un caso muy especial, insólito de verdad… Ojala escuchen su corrido porque también cuenta un suceso muy especial, pues narra que se escapa de la persecución de un militar que andaba en su búsqueda, es decir que su final no es el típico de los corridos en que muere el protagonista. Algún día platicaremos más de ese corrido.

Mi madre y su hermano Jesús me contaron que siendo niños vieron a Pancho Villa en Villa Coronado, que llegó con pocos hombres, herido de una pierna (tal vez fue cuando la persecución en que lo buscaba Pershing). Que se sentó en el un lugar del centro del pueblo y durante varias horas todos los habitantes literalmente desfilaron para ir a ver al ya entonces famoso y legendario Pacho Villa, con mucha simpatía. En el caso de lo narrado por mi tío Jesús, él me dijo que un día cuando tendría 12 años, jugando con otro amiguito a que eran cazadores, se alejaron mucho del pueblo y se les hizo noche cuando decidieron regresar. En el camino de regreso los detuvieron dos hombres armado con fusiles y los condujeron a un sitio donde había más hombres armados y uno frente a una hoguera, quien los interrogó. Le preguntó su nombre a mi tío y cuando lo dijo le preguntó “¿Y qué es tuyo Jesús Leal?” Al responder que “mi papá”, aquel hombre lo separó del grupo y le dijo: “Fíjate bien en mí… cuando llegues a Villa Coronado le cuentas a tu padre que me viste, me describes, y le comentas que espero verlo tal día en tal lugar a tal hora…” Concluyó mi tío diciéndose asombrado porque aquel hombre que le dio el recado para su padre sería el mismo que veía herido en Villa Coronado, el mismísimo Pancho Villa. Esta anécdota hace ver el conocimiento personal mutuo que tuvieron Villa y su padre.

Como antes ya había dicho, también Candelario, el hermano mayor de mi madre, andaba en el ejército de Villa, y cuando se decretó la paz y el desarme, mi tío decía que al ver que era mentira lo del reparto de tierra para los campesino, él decidió emigrar a los Estados Unidos en busca de trabajo. Contaba con veinte años de edad. Los otros dos hijos de mi abuelo también se decepcionaron, el más chico, Juan, vagó por el sur del país y así desapareció; el otro, Jesús, vagó por los Estados Unidos donde se convirtió en trabajador agrícola. Candelario se estableció en Lamar, Colorado, cuando se casó decidió ir por mi madre a Villa Coronado, ella tenía 16 años, y llevarla a vivir en su casa. Después de algunos años la migra descubre que Julia Soledad no reside “legalmente” y la expulsan del país. Será el destino, pero igual que hizo mi padre, ella decidió volver a su pueblo, Villa Coronado. Esta es la historia de un chicano y una chicana (ellos siempre se consideraron de nacionalidad mexicana) se enamoraron, se casaron y tuvieron cinco hijos (María, Socorro, Miguel, Ramona y Vicente).

Otra vez el destino acomoda las cosas de manera mágica, pues mi padre vivió un episodio semejante, aunque en un contexto histórico muy diferente, al de su papá. En San Diego, California, siguió viviendo su hermana Consuelo quien seguido le escribía cartas sugiriéndole que emigrara a los Estados Unidos con toda la familia. Los argumentos de mi tía eran que de esta manera mi padre les proporcionaría algún día a sus hijos educación, la posibilidad de ir a la universidad, cosas por el estilo que no íbamos a tener en un pueblo pequeño como Villa Coronado. Por fin un día mi padre aceptó la sugerencia de su hermana y salimos de Villa Coronado. Aunque ese viaje se dio por etapas, primero nos establecimos en Ciudad Juárez donde mi papá trabajó de obrero y mi hermana mayor, María, trabajó en la taquilla de un cine. Mi abuelo paterno, Miguel, vivía con nosotros.

Mi madre decía que cuando salimos de Villa Coronado el pueblo tenía como cien habitantes (tal vez no sea exacto, pero sí da cuenta de lo pequeño que era, a pesar de que fue fundado desde el tiempo novohispano). “Todo mundo se conocía entre sí” comentaba mi mamá. He regresado dos veces a Villa Coronado: en el año 2000 fui, acompañado por la gran amiga y poeta de Delicias (ella dice que el gentilicio de la gente que ahí nace es “deliciosa”) María Merced Nájera Migoni; la segunda fue en el año 2015 cuando me hicieron un homenaje como “Hijo Predilecto” de Villa Coronado, organizado por el presidente municipal y como sugerencia del poeta Federico Corral Vallejo, en el contexto del Tercer Encuentro de Escritores Parralenses. Todavía es un pueblo pequeño que se puede atravesar de orilla a orilla en pocos minutos, cruzado por el Río Florido que junto con la presa hacen un oasis de riqueza agrícola en medio del desierto, es hermoso, típico de los antiguos asentamientos del norte, tendrá por lo menos unos 400 años, lo que se muestra por su templo colonial que a su costado incluye una edificación a manera de un convento. Hay ahí una placa que conmemora la estancia del presidente Benito Juárez con su gabinete, cuando tenía que evadir la persecución del invasor ejército de Francia, lo cual quiere decir que durante ese tiempo Villa Coronado fue la capital de México.

Cuando nos preparábamos para salir de Villa Coronado, yo tenía una amiguita pocos años mayor que yo con quien jugaba mucho. La llamaban “La Chitana”. Estoy seguro que estaba enamorado de ella. Tendría unos ocho años. El día que mi padre anuncio que nos íbamos de Villa Coronado yo le dije: “Sí, pero nos llevamos a La Chitana”. Eso da noticia de que realmente la amaba. Mi papá me contesto: “Pero su papá tiene que darle permiso y no creo que acepte que te la lleves”. Después, diariamente le pedía un peso a mi papá. “¿Para qué quieres un peso?” Me preguntó. “Pues para comprar a la Chitana”. Esta es mi despedida de Villa Coronado. Viene otra vez el asunto de una carreta de caballos que nos condujo a toda la familia, con todo y maletas, a la estación de ferrocarril en la ciudad de Jiménez para viajar en tren a la ciudad de Chihuahua primero y luego a Ciudad Juárez. ¿Qué nos llevamos de las pertenencias?, lo que podíamos, obviamente la vaca no, ni el panal de abejas, ni el noble perro que se llamaba Solovino. Tengo los recuerdos infantiles del Río Florido cuando mi madre anunciaba que iba a lavar la ropa, todos nos íbamos con ella, era algo muy hermoso como ir a un día de campo aunque dentro del mismo pueblo. El río estaba rodeado de árboles como álamos, ahí crecían sandías y otras plantas. Mi padre de pronto cortaba una sandía que estaba a punto. El sabor y la frescura de la sandía en un día caluroso es algo que todavía está en mi mente, como una belleza vivida en Villa Coronado.

Pues un día tomamos la carreta y nos fuimos sin La Chitana, lo cual lamentaré siempre. Posiblemente unos meses estuvimos en la ciudad de Chihuahua. Hasta que todo se arregló para irnos a Ciudad Juárez. Lo que a final de cuentas hizo mi familia es lo que los sociólogos llaman una “migración del campo a la ciudad”, es decir un cambio de la vida rural por la citadina. Estas migraciones que han hecho las familias desde siempre producen en ellas un fenómeno de pobreza. ¿A dónde se va vivir esa familia, a dónde llega en la ciudad? Pues a un barrio pobre. El barrio donde vivíamos en Ciudad Juárez era de obreros y futuros emigrantes. Tengo las imágenes de ese barrio con casas de ladrillos sin emplastar. Un suceso que se repitió muchas veces fue el de un tarahumara que se paraba ante la puerta y no decía nada. Cargaba un morral grande. Cuando mi mamá lo veía se afanaba en calentar comida y le preparaba unos tacos que le llevaba al tarahumara. Y como agradecimiento, éste abría su costal que estaba lleno de yerbas curativas, mi madre elegía algunas. Julia Soledad aprendió las propiedades curativas de las yerbas enseñada por su mamá. La primera vez que me llevaron a un consultorio médico tendría unos 13 años de edad, antes, todas las otras enfermedades por las que pasé, mi madre me las curó con yerbas. Incluyendo el sarampión, que por cierto lo padecí al mismo tiempo que mi hermana Ramona. Mi madre nos daba yerbas, tés, brebajes, hacia cremas, pomadas con yerbas, miel y azúcar quemada muchas veces para curar las gripas, la tos, mi madre preparaba menjurjes y medicamentos. Bueno ese es un bonito recuerdo, que además yo le atribuyo que mi madre lo aprendió de su madre, por la tradición, que mi abuela y mi abuelo habían heredado de los aprendizajes de la cultura tarahumara…. Tengo una foto de mi abuelo, que por cierto está con cananas y con su fusil haciendo guardia en una puerta que él está vigilando. Yo deduzco que esa puerta pudo haber sido de algún palacio municipal de una ciudad que tomaron los villistas, y que es el ejemplo de cómo mi abuelo llegó a participar en las batallas generales también. Otras historias al final de cuentas. Tuve la oportunidad de platicar con dos hermanos de mi mamá, Candelario y Jesús, sobre todo con el mayor. Jesús toda la vida fue campesino, ejidatario, en una zona que comparten Chihuahua, Coahuila y Durango que se llama La Laguna. Es una zona que se diferencia de esos estados por su actividad agrícola y ganadera. A mi tío Jesús le tocó vivir una de esas falsedades del gobierno de que se les iban a repartir tierras a los revolucionarios y a sus hijos. Le tocó un ejido de tierra pobre, pero en verdad que se trataba de solo una parcela pequeña. Yo llegué a vivir ahí, en ese lugar de mi tío y su familia. Mi tío se quejaba de que cada año pedía un préstamo al Banco Agrícola, y cada año se echaba a perder la cosecha y aumentaba la deuda con el banco, eran trampas del gobierno para que a final de cuentas no prosperaran los ejidatarios. Los ejidatarios nunca prosperaron, el sistema ejidatario complicaba el contrato, la tierra no era propiedad del campesino sino del gobierno, había un documento en que el estado les prestaba la tierra. En el caso de mi tío, él tenía en préstamo una parcela, ahí en La Laguna. Cuando llegué a vivir unos días en la casa-jacal de mi tío me di cuenta que además era una zona paupérrima, mucho muy pobre. Tenía un hijo de mí misma edad que era con el que más me llevaba, mis otros primos eran mayores, estaban casados. Fue en ese momento en que tuve la oportunidad de que mi tío Jesús me contara historias de cuando eran niños él y mi mamá.

Conversaciones con José Vicente Anaya

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