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ОглавлениеCapítulo 1
El culto como fiesta
Teniendo en cuenta el calor y la dinámica de sus reuniones colectivas, como ya se ha señalado en otro momento, resulta bastante apropiado referirse a los cultos de estas iglesias como La fiesta del Espíritu, ya que en estos espacios de encuentro con el Dios de la vida, la espontaneidad y la alegría, el compañerismo y la mutua aceptación, el libre acceso y la recuperación de la Palabra, le otorgan precisamente ese sabor de fiesta y ese aroma característico de encuentro de amigos entrañables, de compañeros de ruta, de reunión familiar, que tiene la fiesta en el contexto de América Latina. Al respecto, un destacado teólogo pentecostal señala que «el papel de la fiesta en la cultura y la sociedad latinoamericana es profundamente significativo» (Villafañe 1996: 22). Y precisando que se trata de «un maravilloso sentido de comunidad que celebra la vida por medio de la fiesta», subraya también que:
[...] mezclada con la experiencia de la opresión, la dominación y la lucha por la mera supervivencia, la fiesta —con juegos y rituales, música y danza, comida y familia— habla elocuentemente de la alegría, la esperanza y la vida (Villafañe 1996: 23).
Para Harvey Cox, «la fiesta representa un momento en que la cultura popular y la cultura dominante, premoderna y moderna, entran en abierto conflicto» (Cox 1984: 238). Y según este teólogo:
[...] las elites culturales, incluidas las religiosas, casi siempre consideran las fiestas como algo peligroso, porque generan una energía que no es posible detener y desencadenan pasiones que no son fácilmente controlables (Cox 1984: 238).
Teniendo en cuenta estas opiniones sobre el sentido de la fiesta en el mundo de los pobres y de los excluidos, parece acertada la perspectiva de Elida Quevedo, para quien el culto pentecostal:
[...] se convierte [...] en un jubileo cristiano, donde el gusto por la vida prevalece ante todo lo que hacemos. Esto es posible gracias a la acción de su Espíritu. El Espíritu de Dios vuelve al culto una Fiesta. En esta Fiesta reina la alegría; en esa fiesta los abrazos y gestos humanos acompañan el canto, la intercesión mueve la solidaridad, provocando muestras de cariño, la proclamación reanima la esperanza, ofrendar es un acontecimiento feliz, porque hasta el más humilde y pobre puede entregar sus dones. El afecto y la ternura se comparten, se suelta la lengua, se desatan las inhibiciones, las emociones se liberan, los sentimientos afloran, los sentidos se llenan del poder del Espíritu, todo se vuelve fiesta. Fiesta que reúne a los pobres, fiesta que celebra el amor, la justicia, la paz, la hermandad, la solidaridad. A través de esta Fiesta, Dios recrea la fiesta del mundo, volviéndolo más humano y más libre (Quevedo 1999: 78).
Pero se tiene que precisar también que el culto está relacionado íntimamente con la forma como los pentecostales entienden la comunidad de fe o la iglesia, el discipulado y la ética, las que a su vez se reflejan y convergen en el culto entendido y valorado como la fiesta del Espíritu. Esa es la razón por la que antes de tratar sobre los aspectos distintivos del culto de estas iglesias, resulta apropiado comenzar precisando cómo se entiende la comunidad de fe, la forma en que se forja a los discípulos dentro de esa comunidad de fe, y la comprensión que tienen de la ética como una dimensión insoslayable de su testimonio individual y colectivo.
Todo esto indica que el culto es el espacio común de producción teológica de la comunidad pentecostal; y que el substrato teológico básico de estas iglesias no se encuentra necesariamente en sus centros de formación pastoral, en las burocracias denominacionales, en los círculos académicos o en las bibliotecas especializadas, sino en la experiencia cotidiana de los creyentes «de a pie» que cada día hacen teología, una teología forjada en el camino y que converge en el tiempo de culto común. Como lo señaló hace varios años atrás un distinguido teólogo para el caso de las iglesias evangélicas latinoamericanas: «el culto es el reflejo más claro de la teología de la comunidad de fe» (Costas 1975: viii).