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Pertenezco desde hace tres décadas a una de las denominaciones más antiguas del movimiento pentecostal mundial (la Iglesia de Dios del Perú, cuya oficina internacional se encuentra en Cleveland, Tennessee, Estados Unidos). Sin embargo, no me aventuraría a afirmar que la manera como comprendo los temas que se abordan en el presente libro, refleja la perspectiva pentecostal. En verdad no pretendo exponer ni resumir todo lo que los miembros de la inmensa familia pentecostal que representa al sector más dinámico, creciente y vigoroso de la fe evangélica en el sur del mundo, afirma, enseña y proclama en los diversos espacios misioneros en los que está inmersa, dando testimonio del Dios de la vida y de su amor por la vida.
Más bien, lo que intento en estas páginas es dar cuenta de la manera como entiendo mi fe pentecostal y procuro vivirla cada día en los espacios sociales en los que la gracia del Dios Trino y Uno me ha colocado —así como ha colocado en otros marcos temporales a millones de sus discípulos a lo largo de la historia de la iglesia— para dar testimonio de su luz admirable (1P 2.9) y para dar razón de la esperanza que él ha puesto en nosotros (1P 3.15). En efecto, como ocurrió con los apóstoles (Hch 4.20; 22.15) en sus respectivos marcos temporales, los discípulos de Jesús de Nazaret están llamados a ser testigos-mártires de aquello que han visto y oído.
De eso se trata, no sólo de comunicar verbalmente un mensaje y escribir sobre las experiencias ajenas, sino de hablar y escribir sobre aquellas experiencias que el Señor en su inmensa misericordia les ha permitido disfrutar a lo largo de su peregrinaje cristiano. Como lo expresó tan bellamente el discípulo amado en su primera epístola: [...] lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida [...] lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos [...] (1Jn 1.1, 3).
¿Significa esto que le estamos dando primacía a la experiencia sobre la Palabra? De ninguna manera. Lo único que quiero subrayar es que no hablo en nombre de todos los pentecostales y que no pretendo explicar la manera como todos ellos entienden la presencia del Espíritu, los dones espirituales y el culto. Sin embargo, admito que seguramente habrá coincidencias con la manera en que ellos entienden estos temas clave de nuestra espiritualidad, y reconozco que también habrá diferencias de opinión en algunos o varios de estos asuntos que son tan caros para nosotros.
Precisamente, las coincidencias o las diferencias de opinión sobre aspectos particulares de nuestra espiritualidad, antes que alejarnos mutuamente o provocar rupturas innecesarias, debería obligarnos a examinar con mayor cuidado nuestra experiencia a la luz de las Sagradas Escrituras, para articular espacios de comunión en los que se haga visible la unidad del Espíritu y para corregirnos mutuamente en todas aquellas situaciones que afean nuestra presencia misionera en los marcos temporales en los que estamos situados.
Temas críticos como el Espíritu Santo, los dones espirituales y el culto, jamás tendrían que ser razones para que se generen divisiones en el seno del pueblo de Dios. Que uno de nosotros dé a conocer su punto de vista sobre estos temas particulares, no significa que ese sea el único punto de vista posible, como tampoco quiere decir que sea el único abordaje válido. Pero tampoco se le debe rechazar sólo porque no coincide con nuestra aproximación al tema. En todos los casos, siempre será más prudente, humilde y necesario, examinar cada uno de estos puntos de vista a la luz de las Sagradas Escrituras, nuestra suprema autoridad en todo lo concerniente a doctrina y a conducta.
En ese sentido, los lectores pueden y deben examinar los diversos temas que se plantean en este libro, con una mente modelada, informada y transformada constantemente por la Palabra de Dios, siguiendo el consejo apostólico a los creyentes de Tesalónica: Examinadlo todo; retened lo bueno (1Ts 5.21). O, si lo prefieren, seguir el ejemplo de los oyentes de la ciudad de Berea quienes: [...] recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así (Hch 17.11). Que así sea. Y que las páginas que siguen sean un valioso insumo para el diálogo fraterno.
Darío López Rodríguez
Villa María del Triunfo, octubre de 2006