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Prólogo

El crecimiento del movimiento pentecostal tanto en América Latina como en el resto del mundo durante el siglo pasado ha sido espectacular. Siendo un fenómeno global desde sus primeros años1, observadores y estudiosos de lo que se conoce como la «tercera fuerza» del cristianismo, lamentaron que paralelamente al desborde de éste no se haya dado también un desarrollo de la teología y pneumatología pentecostales con la misma fuerza que su crecimiento numérico.

En un sentido, gracias a la monumental obra del teólogo suizo Walter J. Hollenweger, El pentecostalismo: Historia y doctrinas (Hollenweger 1976)2, el pentecostalismo dejó de ser visto con sospecha pues este autor lo define como una manera diferente de ser cristiano. En general, esta apreciación ha servido para que las iglesias pentecostales ya no sean consideradas como «sectas» o grupos seudo-cristianos, sino que sean reconocidas como denominaciones pujantes cuyos miembros confiesan tener una experiencia extática con el Espíritu Santo, la que les faculta para moverse con facilidad en el campo de los dones y ministerios sobrenaturales; experiencia que un vasto sector evangélico desconoce o prefiere simplemente no hablar de ella.

En el contexto latinoamericano, autores pentecostales como Norberto Saracco, Carmelo Alvarez, Bernardo Campos, Juan Sepúlveda, Eldin Villafañe y otros, también han venido escribiendo distintos aspectos de la espiritualidad y la «pentecostalidad» de este sector del evangelicalismo, contribuyendo así a definir mejor su teología. Es en esta línea que podríamos ubicar La fiesta del Espíritu, nuevo libro de Darío López, que viene a llenar un vacío en la reflexión pneumatológica pentecostal.

Las tres secciones de esta obra —el culto, la presencia del Espíritu en el creyente y los dones espirituales— están hilvanadas con lo que podríamos llamar la «fe pentecostal», la cual se expresa en el quehacer diario del creyente en la comunidad donde se desenvuelve, así como también en su vida de servicio y adoración en la iglesia. Basándose en el recuento lucano, López analiza la intervención de la tercera persona de la Trinidad en diversos momentos de diferentes personajes bíblicos y acontecimientos de la primera iglesia, con el fin de comprender el actuar holístico del Espíritu Santo en el día de hoy. El resultado de esta intervención divina, más que marcas visibles de glosolalia y códigos de vestimenta y conducta, es una vida nueva que está conectada estrechamente con la «ruptura radical con los valores que informan y moldean el estilo de vida de la sociedad predominante».

En otras palabras, la espiritualidad pentecostal debe reflejarse en exigencias éticas puntuales, como dice el autor, tema que reviste mucha relevancia para la iglesia evangélica en general de América Latina en la actualidad, ya que en los últimos años hemos visto un exagerado énfasis en el llamado «poder» o «unción» del Espíritu, el cual está ocupando un lugar preponderante en las iglesias en desmedro de la santidad. Esta tendencia generalizada ha producido consecuencias negativas, al punto que muchos creen que puede haber «poder» sin santidad (o por lo menos sus prácticas así lo demuestran), o que la «unción» precede a la ética, ideas que minan los valores más fundamentales de la doctrina cristiana.

Darío López inicia su libro con el tema del culto, al que llama fiesta del Espíritu. López dice que hay cuatro rasgos distintivos que caracterizan esta celebración: la oración, el canto, el testimonio y la predicación. Existen muchos estudios sobre el culto pentecostal latinoamericano, siendo quizás el de Orlando Costas uno de los primeros de su tipo donde el misiólogo puertorriqueño resaltó el tono alegre, creativo y autóctono de su liturgia(Costas 1974)3.

En estos trabajos, como en La fiesta del Espíritu, se resalta el hecho de que el culto es clave para comprender la espiritualidad del pentecostalismo, pues la adoración a Dios es una experiencia que se inicia el día de la conversión y continúa a lo largo del caminar diario con el Señor, en una constante comunicación con El a través de la oración, la alabanza y la lectura de la Biblia. Así, el culto, no importa donde se realice, es un espacio donde se recrea y fortalece la fe, en un ambiente de alabanzas, testimonios, sanidades y el mensaje de Dios a través de la predicación.

Aparte del elemento comunitario, el culto también tiene una dimensión misiológica que nuestro autor resalta. López afirma que los pentecostales no son unos «cualquieritas» o «ninguneados» de la sociedad, sino embajadores de Dios puestos en el mundo para dar testimonio de la misión liberadora de Jesús a todos los seres humanos. En días cuando el culto evangélico se ha apropiado de la cultura mediática para convertirse en show y lugares de entretenimiento, hacemos bien en rescatar el propósito misiológico y escatológico del culto, donde Cristo debe ser exaltado como Señor y Dios por encima de los señores y dioses de la fama y del mercado que han hecho de las iglesias simples lugares de consumo religioso.

Darío López no habla en nombre de todos los pentecostales. Admite que habrá coincidencias con la manera en que otros pentecostales entienden la espiritualidad pentecostal, y que también habrá diferencias de opinión en algunos de los temas tratados aquí. El dice: «precisamente, las coincidencias o las diferencias de opinión sobre aspectos particulares de nuestra espiritualidad, antes que alejarnos mutuamente o provocar rupturas innecesarias, debería obligarnos a examinar con mayor cuidado nuestra experiencia a la luz de las Sagradas Escrituras, para articular espacios de comunión en los que se haga visible la unidad del Espíritu y para corregirnos mutuamente en todas aquellas situaciones que afean nuestra presencia misionera en los marcos temporales en los que estamos situados».

Agradecemos a Darío López por La fiesta del Espíritu que llega como un aporte oportuno a la comunidad cristiana. Estoy seguro que pentecostales y no pentecostales por igual encontrarán en este libro una fuente de reflexión y acción desde su propia espiritualidad y peregrinaje con el Señor.

Miguel Ángel Palomino

Rector de la Facultad Teológica Latinoamericana (fatela)

Miami, octubre de 2006

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1 Se considera que el movimiento pentecostal moderno se origina en 1901, cuando Agnes Ozman recibió el don de lenguas en el Bethel Bible College, en Topeka, Kansas. Su expansión se inicia en 1906 con el avivamiento de la calle Azusa, Los Angeles, donde el pastor afroamericano William J. Seymour también dijo haber tenido la misma experiencia, historia que la revista Los Angeles Times publicó en primera plana en esos días. A partir de ahí este avivamiento dejó de ser la experiencia de una iglesia local para convertirse en el movimiento más dinámico y vivo que el cristianismo ha visto en el siglo pasado.

2 Hollenweger creció en una iglesia pentecostal, pero más tarde se ordenó como pastor de la Iglesia Reformada Suiza. Su otro libro, Pentecostalism: Origins and Developments Worldwide (Hendrickson, 1997), es una secuencia del primero.

3 «La realidad de la iglesia evangélica latinoamericana», en Fe cristiana y Latinoamérica hoy (editor René Padilla). Buenos Aires: Ediciones Certeza, 1974. pp. 35–66.

La fiesta del Espíritu

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