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Introducción general

Aunque todavía en ciertos sectores de la comunidad evangélica se considera que las iglesias pentecostales están enajenadas de su realidad histórica y que han limitado la conducta cristiana en la sociedad a la práctica de un rigorismo ético, la historia temprana de estas iglesias y la experiencia reciente, indica más bien que su espiritualidad puede ser definida como un estilo de vida (sentir, pensar y actuar) caracterizado por una «integración de las creencias y las prácticas en los afectos que son evocados y expresados por esas mismas creencias y prácticas» (Land 1997: 13)4. Los afectos pentecostales son las características innegociables de su identidad, que tienen un inmenso valor porque constituyen el núcleo de su experiencia espiritual cotidiana, las marcas permanentes de su presencia en el mundo y los ejes que vertebran y modelan su presencia pública en los distintos contextos históricos en los que ellos se encuentran dando testimonio de su pasión por el reino5.

En efecto, la experiencia de estas iglesias en el sur del mundo demuestra que se trata de una pasión que los ha llevado a comprometerse con la defensa de la dignidad humana, con todos los riesgos que ese compromiso exige y que los compromete a luchar contra la pobreza en las sociedades excluyentes de este tiempo; una práctica que pone en tela de juicio los puntos de vista todavía presentes en ciertos círculos académicos, en los que se percibe tanto el mensaje y las propuestas teológicas de estas iglesias como una forma de «adormecer» o de «vaciar» la conciencia social de los pobres y de los excluidos; o que consideran a estas comunidades como simples espacios de «refugio» y de «supervivencia» para los inmigrantes que se encuentran sin lazos sociales ni referentes culturales en las ciudades que los acogen y en las cuales ellos se sienten huérfanos, extraños e incomprendidos.

Sin embargo, teniendo en cuenta el testimonio público actual de un significativo porcentaje de iglesias pentecostales localizadas en el sur del mundo, ya no se puede aceptar tan fácilmente la opinión de que ellas representan a un sector religioso pasivo socialmente o ingenuo políticamente, una suerte de justificadoras y defensoras a ultranza de regímenes autoritarios, una especie de «idiotas útiles» o de «masa de maniobra» para los grupos reaccionarios, o iglesias apocalípticas y milenaristas que han optado por diferir su vida al más allá y que viven de espaldas a su realidad histórica en una especie de apatía colectiva o de «huelga social».

Basta examinar con cuidado la experiencia de estas iglesias para darse cuenta de que constituyen sociedades alternativas que ponen en tela de juicio a las sociedades asimétricas de este tiempo, y que son comunidades de resistencia activa al imperio predominante, comunidades cuyo impulso misionero se fundamenta en su pasión por el reino de Dios y su justicia. Una pasión que impulsa a un número cada vez mayor de miembros de estas iglesias a dar testimonio del Dios de la vida en distintos marcos sociales, políticos y culturales, arriesgando incluso su propia seguridad física y teniendo una fidelidad insobornable que no elude el martirio, porque para ellos no son los dioses de este siglo los que tienen la última palabra en la historia, sino el Dios de la vida, que ama y defiende la vida de todos los seres humanos creados a su imagen.

En tal sentido, se puede afirmar que, para un número creciente de iglesias pentecostales, la vida en el Espíritu tiene un horizonte mucho más amplio que el de una ética rigorista que en otro momento las condujo a separar lo sagrado de lo profano, lo secular de lo religioso, lo material de lo espiritual, y la moral personal de la moral pública.

Una lectura contextual de la Biblia, unida a una toma de conciencia respecto a la realidad social y política en la que viven, ha hecho posible que el panorama sea un poco distinto en este tiempo. Sin embargo, queda todavía un largo trecho que recorrer y cuestiones críticas que deben resolverse; todo ello, ciertamente, desde el piso inconmovible de la Palabra de Dios e insertados en el mundo que es su parroquia o su campo de misión cotidiano. De lo que se trata, entonces, es de articular una agenda de misión integral que puede contribuir significativamente para que el pentecostalismo sea un vehículo colectivo de transformación social que, sin negar su identidad religiosa específica, coadyuve a cambiar radicalmente las relaciones humanas de exclusión y el rostro político de nuestros países corroídos por el cáncer de una corrupción sistémica que los mantiene postrados como simples accesorios o como simples factorías rentables del modelo económico predominante en la aldea global contemporánea.

Dentro de ese marco temporal concreto, la espiritualidad pentecostal no puede desligarse de un firme compromiso con la defensa de la dignidad humana, ya que amar la vida y defenderla constituye una forma de vivir en el Espíritu. Y el Dios de la vida, que ama y defiende la vida de los sectores sociales más vulnerables, exige que la comunidad del reino, como comunidad misionera escatológica, se comprometa con esa tarea que desacomoda a los acomodados de este mundo que tienen en sus manos el poder político, económico, militar y religioso, teniendo en cuenta que, como la historia de la iglesia cristiana lo demuestra, desafiar y enfrentarse a los círculos infernales de violencia, no constituye un buen negocio y demanda tener una fe indomable en Jesús de Nazaret encarnado, crucificado y resucitado.

Precisamente, esa es la cristología integral que caracteriza a las comunidades pentecostales, la cual les otorga ese aroma inconfundible que atrae a los millones de crucificados del mundo, quienes encuentran en las iglesias pentecostales comunidades afectivas y efectivas que convierten a las víctimas del sistema en misioneros y a los desesperanzados del mundo en visionarios. Aunque en los últimos años, debido a la fuerte influencia de la «especialización» del culto y de la «profesionalización» de los pastores que trajo consigo la avalancha carismática, han ocurrido cambios sustantivos en el contenido y la forma en que un creciente porcentaje de iglesias pentecostales celebran el culto, todavía puede afirmarse que el culto sigue siendo el laboratorio colectivo en el que se articula la teología de estas iglesias y el espacio común en el que se afirma su amor por la vida como un don de Dios por el que uno tiene que luchar cada día en un clima social en el que las fuerzas de la muerte pretenden tener la última palabra6.

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4 La espiritualidad puede entenderse también como «un estilo de vida, una manera de ser y de hacerse discípulo de Jesús [...] una manera de pensar y actuar, de caminar según el Espíritu (Ro 8.4) [...] una manera de ser cristiano [...]» (Gutiérrez 1986: 14). O como señala otro autor: «Según nuestra definición personal que sintetiza el enfoque y la moral trinitarios [...] en obediencia a Dios, el seguimiento de Jesús en el poder del Espíritu» (Villafañe 1996: 145). Villafañe subraya también que «una espiritualidad auténtica y relevante debe ser integral y debe responder por igual a la dimensión vertical y horizontal de la vida [...] [ya que] toda espiritualidad verdadera es, en última instancia, amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos» (Villafañe 1996: 149).

5 Para Steven Land, los tres afectos pentecostales íntimamente relacionados entre sí, son los siguientes: Gratitud (alabanza y acción de gracias), compasión (amor y deseo) y valor (confianza y esperanza). Según este autor, los tres afectos mencionados se correlacionan tanto con la perspectiva sobre Dios, el reino y la salvación, como con las tres virtudes teológicas tradicionales de la fe, el amor y la esperanza, respectivamente (Land 1997: 138). Una simple observación de la experiencia de estas iglesias en América Latina, permite constatar que los tres afectos mencionados están presentes y confluyen en el culto, el espacio en el que se articula su teología oral-narrativa y en el que se expresa su amor por la vida y su protesta frente a las fuerzas de la muerte.

6 En palabras de un teólogo pentecostal: «[El culto] es el lugar de liberación personal de los creyentes y una afirmación de su status en la sociedad. Es el lugar de la vida social de los creyentes, atestiguado por la enorme cantidad de cultos que se celebran en el curso de la semana. Pero sobre todo, es el lugar de la manifestación del Espíritu; el creyente se encuentra con el Espíritu aquí como en ningún otro lugar» (Villafañe 1996: 131–132).

La fiesta del Espíritu

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