Читать книгу El viaducto - Darío Oses Moya - Страница 10
Cinco
ОглавлениеMejor hundirse en la tierra y así capear la agresión del gas. Maucho se deja llevar por el declive, cae, siente olor de humedad y raíces. Por encima saltan los proyectiles liberando las nubes que llevan comprimidas. Con cada parpadeo los ojos se le funden en chorros de lágrimas. Tosen y tosen sus bronquios enmohecidos con la nicotina. Sigue deslizándose tierra abajo hasta llegar al fondo de la zanja donde yace una arcaica motoniveladora, llena de tuberías tapadas con tierra, que van desde la caldera hacia el motor y que a veces concluyen en un recodo muerto.
Decide trepar por la otra vertiente de la excavación y así va a dar a la angosta calle que todavía conserva sus caserones en pie. Camina por el pavimento de adoquines y se sacude la tierra. Los estampidos de los taladros y sus compresoras, así como las sirenas de los carros lanzaagua y el griterío de los manifestantes llegan atenuados, como un sonido de hojas raspadas por el viento. Aquí el rumor de la batalla ni siquiera alcanza a alterar a las palomas que vigilan el sueño de un viejo cuya cabeza cuelga del respaldo de un escaño y recibe en la cara el poco sol que se filtra entre las nubes.
Se esfuerza en mirar las placas de bronce ennegrecidas, puestas junto a las puertas provistas de golpeadores en forma de botitas. Por fin da con el número, la puerta está entreabierta y Maucho se desliza dentro hacia la oscuridad que alivia sus párpados irritados. Buscando la sombra más profunda, entra en el bosque de maderas aserradas que exhalan olor de resina fresca.
Supone que esa complicada estructura ha de sostener algo grande y, en efecto, poco más allá el pasadizo desemboca en un recinto enorme, donde las maderas soportan sus propias máscaras: fachadas de cartón recubierto de felpas y molduras, réplicas de revestimientos de caoba y simulaciones de artesonados magníficos que le traen el recuerdo de las mansiones señoriales donde pasó su infancia. Tropieza con manojos de cables. Dos haces de poderosa luz se encienden como para mostrarle el camino. Ve a unos carpinteros que enfundan sus serruchos e intercambian cigarros. Los cilindros de luz descubren bastidores abandonados, tabiques de una habitación inconclusa. Más allá, hacia el centro, divisa un sofá de cuero, cortinas que caen desde un punto que se hace invisible en la altura y un escritorio que por el espesor de sus cuadernas parece inamovible.
Sobre el escritorio alcanza a ver, a contraluz, la figura encorvada de Braulio. Cuando la iluminación se hace llena, plateada, como la de la luna, Braulio reaparece, macizo, triste, en mangas de camisa, con las cejas y las alas caídas, sentado sobre el borde de la mesa. A Braulio, que parece soportar el peso de toda aquella utilería palaciega, lo aplasta la vanidad de un siglo entero. A su alrededor pululan estadistas mustios, ministros agotados, militares que lucen condecoraciones opacas, señorones y damas, todos empantanados en el abatimiento. Hombres y mujeres se soplan palabras al oído, como si intercambiaran condolencias, y luego recobran sus estaturas almidonadas.
Dos ujieres que llevan las libreas desabrochadas dan un largo paseo por el perímetro de la sala, como si fueran a ejecutar la agotadora maniobra de izar los cortinajes. Sopesan los cordeles, miran hacia la altura, pero la sola idea de aquel trabajo los desanima, de manera que vuelven sobre sus pasos, se encuentran frente a frente y permanecen allí, simétricos, comentando quizás la gravedad de los sucesos que conmueven al resto de la concurrencia.
Tres mozos recorren los grupos, moviendo los brazos como si ofrecieran vino en bandejas invisibles. Parecen abejorros que van llevando intrigas desde un corrillo al otro, propagando un escándalo que revienta en risas y exclamaciones.
Braulio se ve cada vez más fastidiado en medio de esa corte de personajes pomposos que lo cogen de un brazo y que le acercan sus caras al oído. Muestra intenciones de irse, pero entonces lo cercan, lo empujan suavemente y terminan por sentarlo en el sillón situado tras el escritorio, frente al magnífico aparato de escritura compuesto por dos plumas de ganso, clavadas a manera de banderillas sobre el lomo de un tintero con forma de toro.
Braulio desprende el triste bolígrafo del bolsillo de su camisa y se lo lleva a la boca, pensativo. Desde lejos parece un enfermo midiéndose la fiebre. Maximiliano intenta ponerse dentro del campo que recorre su mirada para mostrarse y decirle: «Aquí estoy, Braulio, vengo a ponerme a tu disposición para el trabajo aquel...».
Pero los ojos de Braulio están perdidos, flotando por encima del secreteo de los señorones de colero y levita, de los peinados semideshechos de las damas que se abanican aflojando los vestidos que les ciñen el talle y de los uniformados reunidos en torno al general calvo y barbón que gesticula con vehemencia.
El salón está repleto. Crece el calor atizado por las lámparas que arden en las parrillas suspendidas del cielo.
El general infla el pecho acribillado de condecoraciones; la transpiración que le moja la calva amenaza con escurrirse y fundir la tintura puesta para resaltar las duras líneas de las cejas, se abanica tres veces con el bicornio emplumado que luego sostiene en el antebrazo, golpea los tacos y trata de improvisar una arenga, pero nadie le hace caso. Las mujeres, que también traspiran, liberadas de corsés y de lacitos, con los vestidos sueltos, parecen desvergonzadas prostitutas que se ríen de los hombres, especialmente del general que las señala acusador con la punta del bicornio.
Maucho se acerca hasta los monitores que parpadean en un rincón del estudio y ve la escena descompuesta en varias tomas encuadradas en la hilera de pantallas minúsculas. Todo parece más verdadero ahí en blanco y negro. Los detalles disonantes de la escenografía, el maquillaje excesivo de los militares y la textura áspera del decorado de cartón y madera aglomerada se atenúan en la gama de los grises. Las imágenes se acercan y se alejan. Ahí está el rostro de Braulio, el primer plano de un hombre compungido. Las cámaras están encendidas y alguien juega con ellas trayendo expresiones cercanas de señores y lacayos, de soldados que se escarban las narices, de obispos que contienen un eructo, del ministro que pellizca el trasero de una matrona que responde ejecutando una araña patas arriba con su mano enredada en anillos y pedrería falsa.
«Todo es mentira», piensa Maucho. «Lo único verdadero aquí es la aflicción de Braulio».
Camina hacia el gentío, avanzando tan silenciosamente como un movimiento de cámara. Sus ojos, todavía irritados, van captando a esos hombres y mujeres que le abren camino inclinándose levemente. La sobrecarga de colores de trajes y rostros le parece escandalosa. Trata de imaginarlos cubiertos con la pátina del blanco y negro, para restituir a la escena la compostura glacial que atisbó en las pantallas.
El mayordomo hace una mueca de mando y los bedeles se abotonan apresuradamente las libreas.
–¡Aquí lo tenemos! –anuncia un caballero–. ¡Mírenle la chasca y los ojos desorbitados! ¡Vengan a ver su bigote de brocha gorda!
–¡Es él! –corroboran los demás.
Braulio, sonriente, se levanta del escritorio y viene a darle la mano.
–¡Qué tal, Maucho!
–Bien, Braulio. Aquí me tienes. Ya estoy repuesto.
–Llegaste tarde.
–Perdona. Me costó venir. Hay paro de locomoción, tú sabes. Allá afuera las papas queman. No encontré ningún puente y tuve que escalar la excavación del Metro.
–Quiero decir que llegaste en mal momento. La obra tiene yeta. La gran teleserie de América hace agua por todos lados. No se puede trabajar así. Me impusieron una gran cantidad de actores y asistentes. Después se me revienta el libretista...
–Ya hablamos de eso. Vengo a hacerte los libretos. Estoy disponible; mejor aún, dispuesto. Dejé todos los trabajos que tenía para dedicarme por completo a esta serie –miente Maucho.
–Olvídate de los libretos –dice Braulio–, olvidémonos de la teleserie y cada uno para su casa.
–¡No nos podemos olvidar, huevón! –dice un cura de sotana y teja–. Me he aprendido diez capítulos de memoria.
–Hay una tremenda producción comprometida, Braulio –recuerda con su voz perturbadora la mujer de los ojos de color cambiante que ha emergido, envuelta en una estola artesanal, en medio de la multitud decimonónica.
Braulio deja caer las manos, desalentado.
–Si alguien puede seguir con la producción, que se haga cargo del buque –declara–. Yo renuncio. Lo único que quiero es dormir, dormir y dormir. De vez en cuando haré un comercial, cosas sencillas, sin un elenco de actores del P.S., del P.C. y del MAPU, que se turnan para ir a asambleas y marchas por esto y por lo otro, y que hacen imposible que se cumplan los programas de grabación.
–¡Eso ya está arreglado! –afirma el general calvo– . Me parece que nos comprometimos a acatar los horarios de ensayos y grabaciones. ¡Para qué seguir dándole vuelta a lo mismo, Braulio, por la cresta!
–Todos estamos contigo –dice un obispo en elevado tono pastoral–. Te encontramos razón y pospondremos nuestras obligaciones gremiales para sacar adelante la teleserie.
–Yo también estoy contigo –balbucea Maucho.
–Gracias –le contesta Braulio–. Si vieras los problemas que hemos tenido. Para más recachas metieron preso al Pato Andrade. Le encontraron un arsenalito en su casa allá en Maipú. Parece que no era ninguna cosa del otro mundo: un par de fusiles Aka, dos o tres armas cortas, explosivos y parque. Pero los jueces se han puesto tan jodidos... y Andrade es Balmaceda y sin Balmaceda, ¿cómo quieren que hagamos la teleserie?
–No seas pendejo! –clama con furia tribunicia uno de los señores con empaque de parlamentario–. ¡Te cagas entero frente a cualquiera dificultad!
–¿Quieres dejarnos a todos en la calle? –pregunta implorante un hombre rubio de anchos hombros e impresionante porte patronal.
–«En medio de la muerte» es nuestra obra –dice declamatoria una de las damas, que se había aflojado las cintitas del corsé y que lanzaba aire con el abanico dentro de su escote.
–Está vendida a varios países –recuerda la mujer de los ojos de color cambiante–. Y hasta nos adelantaron plata que ya se gastó en la producción.
–¿Y qué quieren que haga yo sin José Manuel Balmaceda?
–pregunta Braulio, patético, poniéndose la mano en el pecho.
–Pero si aquí tenemos al hombre –dice el cura de sotana y teja mientras empieza a escarmenar la melena de Maucho, endurecida por la tierra y los residuos del gas lacrimógeno.
–En cuanto entró supimos que era él... –ratifica un ministro.
Braulio los mira con una sonrisa de compasión, como si fueran un grupo de niños que se han portado mal y que ahora se esmeran en componer las cosas. Todos se congregan alrededor de Maucho para arreglarle la chasca, peinarle el bigote, hacerlo que enderece la columna y levante el mentón. Luego se apartan para dejarlo solo en el centro del recinto. Uno de los focos cenitales deja caer su luz sobre Maximiliano, que se va poniendo rígido, como estatua, aunque desearía liberarse, respirar y gritar «¡Qué se han creído, hasta cuándo me trajinan!», pero la luz y las miradas que la luz atrae hacia él, lo dejan inmóvil, mudo. Braulio lo examina con curiosidad.
–Tienen razón –dice–. A mí se me quedó pegada la imagen de anoche, cuando... digamos que no tenía la dignidad de un Presidente, por eso no alcancé a darme cuenta del parecido que tiene con...
–Entonces está todo resuelto –señala con ansiedad el parlamentario.
–No –contesta Braulio–. El viejo no es actor, es sólo libretista.
Maucho consigue soltarse de las ataduras invisibles del chorro de luz.
–Es cierto –admite–, no soy actor, lo más que he hecho sobre un escenario ha sido cantar boleros y recitar...
–No será actor, pero es Balmaceda –dictamina un viejo bedel que trae un levitón con cuello de astracán, el cual abre ceremoniosamente para colocarlo en los hombros de Maucho.
Allá lejos, en una de las pantallas que titilan en los rincones, Maximiliano divisa la figura erguida de José Manuel Balmaceda, autoritario, presidencial, y no alcanza a asociarla más que lejanamente con su cuerpo gastado. Piensa que tal vez esa silueta tocada por un aura de dignidad heroica podría haber sido la suya, si no hubiera dejado sueltas tantas avideces y tantas saciedades. Aun así, piensa que todavía es tiempo de hacer algo contra la derrota y el desorden que cunden dentro y fuera de su cuerpo, que vale la pena intentar recomponer las averías de su vida, rearmar su familia, cauterizar las cañerías rotas, sustituir las palmetas sueltas del parquet, empapelar el departamento y recuperar el entusiasmo por construir un país nuevo, de manera que camina reposadamente hasta alcanzar el escritorio, posa una mano sobre el lustroso cuero de la carpeta y mira hacia la cámara que está más cerca. Entonces, como si cumpliera con un acto protocolar, el general del bicornio va a ponerse a su lado y desde ahí habla con su vozarrón grave:
–Tenemos que hacerlo –dice–. Tenemos que hacerlo, no porque haya compromisos contractuales ni por el legítimo afán de preservar una fuente de trabajo para actores y técnicos. Debemos seguir adelante por una razón que va más allá del dinero. Últimamente se ha invocado con demasiada frecuencia la figura trágica de José Manuel Balmaceda, uno de los primeros hombres de Sudamérica que luchó contra el imperialismo, que trató de ganar la verdadera independencia nacional, que ayudó a emerger a las clases sociales postergadas y que provocó el odio y la reacción de la oligarquía. Porque así como hoy se burlan de los ministros obreros del Presidente Allende, compañeros, en aquel tiempo motejaron de siúticos a los colaboradores de Balmaceda que venían de la clase media. Hay demasiadas simetrías peligrosas entre entonces y ahora. Por eso tenemos que terminar esta teleserie: para conjurar la tragedia, para no reiterar una vieja derrota, para que no terminemos otra vez con saqueos, con persecuciones ni con un Presidente asediado, al que no le quedó otro camino que el suicidio.
El enorme silencio que sobrevino era apenas alterado por el chisporroteo de los motores que refrigeraban los focos. Maximiliano permanecía inmóvil, sin perder esa actuada compostura de cisne autoritario. A su lado, el general parecía un sólido puntal para la delgada figura del Presidente. El resto de la concurrencia, señoritos y señores, ministros, confesores y hasta la mujer que despedía amor en cada una de sus miradas, inclinaron levemente la cabeza o hicieron el ademán de llevarse la mano al pecho en señal de acatamiento.