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Dos

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En cuanto se levanta siente que cada pulsación de la sangre va a martillarle la cabeza; todo el vino trasegado en los últimos meses parece aposado encima de sus ojos y él trata de mantenerlo quieto, de no mover ese volumen líquido que podría hacerle perder el equilibrio. Camina despacio, con cautela, como si el parquet desparejo fuera una quebradiza superficie de hielo.

Había estado tranquilizando a Ana María durante casi un mes con la promesa de que ya iba a salirle un adelanto por los derechos del libro Voces del corazón. Breve historia del Radioteatro en Chile, que escribió para la editorial Quimantú. Cuando le avisaron que estaba listo el cheque y que además podía retirar media docena de ejemplares del libro, partió y antes de salir dijo que regresaría con la billetera desbordante. Verdaderamente tenía intenciones de hacerlo así. Pero Maucho era incapaz de sopesar la cantidad de dinero que recibía. Cada vez que le pagaban algo, actuaba como si dispusiera de una fortuna inagotable. Esa actitud de gran señor era casi atávica, le venía de muy lejos, desde bisabuelos que se sintieron dueños del país y copropietarios del mundo.

A mediodía salió de la editorial con sus seis ejemplares bajo el brazo. Cambió el cheque en una sucursal bancaria a la entrada de Vicuña Mackenna, y como sentía cierta ansiedad por sentarse pronto a hojear el libro, se detuvo frente a la vitrina de un restaurante, donde un congrio yacía entre rodajas de cebollas y zanahorias. Se dejó llevar hacia dentro donde almorzó como caballero: dos pisco sour, pescado al jugo y vino blanco bien helado, mientras daba vuelta las páginas. A partir de la foto en que él mismo aparece junto con María Llopart y Alfredo Mendoza, los perfiles de sus recuerdos habían empezado a diluirse. Los lagrimones que se le saltaron cuando se acordó del tiempo en que fue uno de los libretistas más cotizados de la radiotelefonía nacional, hicieron que el mundo fuera adquiriendo una consistencia resbaladiza, acuosa, por la que se deslizaban las fotografías que iban mostrándole los hitos memorables de su carrera, las seriales «El Pecado de nacer», «Corazones en subasta», «Soy tuya porque lo dice un papel», y capítulos de «Romances de atardecer», «El gran teatro de la historia» y «El comisario Nuggett».

–Eran otros tiempos –le dijo al mozo que lo ayudó a mirar el libro diagramado con las fotos de esas actrices que vestían trajes sastres con hombreras y fruncían los labios ennegrecidos con rouge, frente al micrófono adornado con rayos metálicos.

Terminado ese almuerzo lentísimo y tardío, caminó pisando la multitud de hojas que descendían desde los sicómoros del Parque Forestal. La tarde concluía en medio de una batalla de bocinazos, frenadas y crujidos de micros llenas.

–Poca locomoción –consideró con los ojos perdidos en el raudal de vehículos–. Buses de la ETC y una que otra micro. ¡Otra vez se botaron en huelga estos carajos!

El frío empezaba a diseminarse junto con la neblina ligera. Allá abajo, en el fondo de los tajamares pintados con murales que mostraban palomas de la paz y guerreros mapuches, el río seguía desenredando su sonido sedante. Maucho se asomó por la baranda de concreto, atraído por la regularidad de ese tránsito eterno, que contrastaba con los pujos de los vehículos, con los motores que hervían a sus espaldas, en la Avenida Costanera.

Cuando se le terminó el camino de hojas humedecidas, torció hacia la Alameda, dejándose llevar por sus propios pasos, contento con el pescado que sentía deshacerse dentro de su cuerpo y con el vino volátil que le aceitaba la vida.

Se sentía ligero y en ese estado de ánimo fue a asomarse al restaurante Il Bosco cuando ya anochecía, y consideró casi natural encontrarse con personajes que parecían guiñarle el ojo desde alguna de las fotos que había prestado para la impresión del libro.

–¿Y estos fantasmas? –dijo Maximiliano.

Aquellos rostros mansos, inmóviles, lo miraban desde el rincón anegado por una mescolanza de las mortecinas luces interiores y los reflejos de neón que llegaban de afuera. Ahí estaba Estanislao Vera, el Tani, pintamonos del Topaze. Con el tiempo y el vino, su nariz y mejillas se habían coloreado con un tono parecido al de la tinta roja que usaba la revista. A su lado sonreía Rudy Lavalle; todavía sacaba pecho y conservaba algo de la apostura de esos viejos figurines con vestón cruzado, pañuelo de seda al cuello y pantalón a rayas. En un año que nadie podría precisar, Lavalle había entrado a Chile a buscar trabajo, presentando las caricaturas que había hecho en la Argentina para el Ricotipo.

El tercero del grupo era Nacho Vattier, quien dio un saludo ininteligible con su voz deshecha entre las carrasperas y el cigarro.

–Y ustedes, sombras, ¿qué se habían hecho? –preguntó Maucho.

–Aquí estamos –dijo el Tani.

–Nos botó la ola –terció Lavalle.

Nacho tragó saliva, respiró para aplacar las toses e hizo un esfuerzo tremendo para sacar la voz, mientras los otros guardaban silencio, como en espera de una revelación.

–¡Viejo querido! –dijo por fin–. Viejo verde –susurró enseguida.

–Viejo colorado –remató Lavalle.

–Sí, algo tengo de colorado. ¡Soy socialista, y qué fue! –dijo Maucho arrimándose a la mesa.

–¡Desclasado! –bromeó el Tani–. ¿Dónde se ha visto un Maximiliano Molina Zegers, de los Molina de Rengo y los Zegers de Chimbarongo, botado a comunacho?

–Soy de los Molina sin tierra, de los Zegers de ninguna parte...

–Aunque no tengas tierra, todavía te queda esa estatura patronal. Si levantaras la frente y sacaras pecho, podrías pasar por dueño de fundo y hasta por Presidente de la República. Todavía tienes buena facha –le fue diciendo laboriosamente Vattier.

Maucho se puso a repartirles su libro con pomposas dedicatorias.

Vattier se levantó para abrazarlo teatralmente.

–¡Hay que bautizar el libro! –propuso el Tani y chasqueó los dedos con aire de prestidigitador, lo que al momento atrajo un jarro de vino tibio, y así fue como Maucho ingresó en el achispamiento de esa noche en que se derramaron recuerdos de muchas otras noches, de alegrías y lances entre las piernas de tantas amadas ya olvidadas.

Después se hizo un silencio profundo. Fue entonces cuando Nacho le anunció que Braulio lo necesitaba.

Viejo querido, tú puedes hacerlo –le dijo con su voz asordinada, llena de humos y de cansancio–. Ya reventaron los guionistas verdes, los pendejos. De todos esos libretistas de pacotilla no queda ni uno en pie. Tú eres sólido. Hazte cargo de esa teleserie y a ver si consigues que me den un papel. Es cierto que no me queda voz, pero ahora con el doblaje pueden hacerse maravillas...

Maucho se quedó mirando hacia las puertas por donde entraba y salía gente. Era el mismo flujo y reflujo de siempre, pero ahora esa regularidad parecía trizada, a punto de quebrarse. Se acordó de otra noche en que una prostituta que trabajaba al frente, en los hoteles de la calle París, había entrado al Bosco con minifalda y botas. A su paso los hombres aplaudieron. Fue el último homenaje que pudieron tributarle por su consagración a ellos. Esa misma madrugada la degolló un enano. La mujer muerta y tantos otros sucesos iban sumiéndose en un curso continuo, con algunas crecidas que nunca terminaban en desborde. Maucho sentía que ese transcurrir que regulaba sus propios excesos estaba por romperse, porque se anunciaban acontecimientos de una desmesura peligrosa, trastornos que iban a interrumpir o a cortar para siempre el entra y sale de los trasnochadores, de las putas, y los chistes y las anécdotas que se contaban en las mesas. Vació su copa de un trago y llamó al mozo para pedirle otra botella. La posibilidad de seguir renovando la provisión de vino le infundía la sensación de que la vida seguía con su tranco inalterable.

–Braulio debe andar por ahí –insitió Nacho–. Tal vez se asome otra vez acá al Bosco... y si no podríamos salir a buscarlo.

–Pero si yo ni siquiera sé para qué me quiere –dijo Maximiliano.

–¿No has leído los diarios? –le preguntó el Tani–. Es esa teleserie sobre la guerra civil de 1891. Una cosa de locos. Nadie sabe dónde empieza ni dónde termina. Un grupo está filmando las batallas en el norte...

–¿Y qué monos pinta Braulio?

–Maneja el argumento central, la parte más importante –aclaró Vattier.

–Otro equipo partió a Bolivia y Argentina, para filmar la retirada de la división Camus –continuó el Tani.

–¿Qué es eso?

–Una división balmacedista que al verse acorralada regresó a Santiago por la sierra, por la pampa. ¿No sabes nada de la guerra civil?

–¡Claro que sé! –alegó Maucho, picado–. Si me dan ese trabajo puedo hacerlo.

–Este Maucho... –suspiró el Tani–. Sigue siendo el mismo sabelotodo.

–Hace tiempo tuve la idea de hacer un libro sobre Balmaceda... –dijo Maximiliano, casi con rabia.

–Desde que te conozco que vienes contándonos ideas, proyectos, borradores –sentenció el Tani.

–Esto es más que una idea. Lo empecé cuando la empresa de ferrocarriles nos invitaba a los periodistas, a la gente del teatro y de la radio a conocer Chile, ¿se acuerdan?

–Sí, eran los trenes de la amistad. Los bautizamos «cirrosis sobre rieles». Ahí viajamos los hombres de verdad. ¿Se acuerdan de Vicenzi, de Gonzalo Orrego, de Bigote Reyes y del octogenario Acario Lisboa?

Lisboa dormitaba mientras en los andenes se oía el discurso arrastrado entre la carraspera asmática del subsecretario de Transporte: «Los periodistas de Chile parten a conocer Chile, gracias a esta loable iniciativa de la Empresa de Ferrocarriles del Estado».

En realidad partían a comer, a tomar, a pasarlo bien. El tren iba agarrando velocidad y Maucho miraba por la ventana el paisaje de carros y de fierros muertos, y luego se volvía hacia dentro para encontrarse con Vattier ufano, sedoso como un gato, envuelto en las hilachas del humo de su cigarro. Ahora, entre los humos de Il Bosco, a Maucho le parecía estar viendo a Lavalle, en medio del vagón, canchero, vaso en mano, orquestando con el retintín del hielo dentro del whisky la sarta de chistes con que divertía a los que se aglomeraban en los asientos enfrentados. Maucho volvía a verlo desde una enorme distancia, como si sus gestos hubieran quedado petrificados dentro de un álbum de fotos y sus risas de ahora fueran la resonancia fantasmal de aquellos viajes.

Se deslizaban a lo largo del país. En cada estación salían a esperarlos con comida, sonrisas y buenas palabras; con el ineludible discurso del alcalde, banquetes en las sedes de leones y rotarios, actos culturales en el Instituto Comercial y recitaciones de acicaladas poetisas. Además, ofrendas líricas, asados a todo campo y escapadas donde unas putas rubicundas, a las que el agente del Banco les había abierto libretas rojas y obsequiado alcancías de latón, banderines y emblemas del ahorro.

Desde el camino enviaban artículos sobre cualquier cosa que oliera a pintoresca: lanchones maulinos en Curanipe, milagroso poder de sanación de aguas termales del sur de Chile, ancestral artesanía del mate pirograbado y así en cada detención seguían levantando vuelo bandadas de reportajes escritos sobre los manteles entintados con el vino de la sobremesa.

–Fue una de esas tardes cuando tuve la idea –dice ahora Maucho, y sin dejar de hablar levanta la botella vacía para que el más viejo de los mozos de Il Bosco venga a reemplazarla por otra llena–. Tenía el cuerpo endurecido por la digestión y a través de la modorra veía pasar los volcanes y bosques por la ventana. Y de repente, entre la llovizna y los caseríos pintarrajeados con propaganda de analgésicos, aparece esa tremenda estructura de fierro; era una armazón colosal que permanecía ahí como vestigio de una era perdida.

Por primera vez Acario Lisboa salió de su letargo y de su rumia de palabras en sordina, y comenzó a hablar a viva voz para hacerse oír entre la sonajera metálica del tren y las conversaciones entrecruzadas.

–¡El viaducto del Malleco, el sueño del Presidente! –exclamó–. Lo inauguraron cuando yo era niño. Mi padre fue agrimensor y trabajó con los ingenieros de Obras Públicas que vigilaban los ensambles. Se hacía necesario, señores, salvar el pique de más de cien metros que había detenido al ferrocarril central de la Araucanía. Esa era la tierra prometida, el país de la leche, de la madera y del suelo intacto que podía dar el trigo que ya no daban los campos extenuados de más al norte. Y el Presidente insistió en pasar por encima del barranco, porque Balmaceda, señores, creyó en los ferrocarriles.

–Balmaceda creyó en los ferrocarriles... La frase me quedó sonando –dice ahora Maucho–. Ahí mismo empecé a escribir un artículo que iba a llamarse «Las huellas de un Presidente de acero». Busqué en las páginas de la Guía del Veraneante y encontré tantas cosas: el viaducto sobre el río Traiguén y otros encima del Laja y el Biobío, y esa noche soñé con secciones ferrosas perdidas en el agua, con rieles que soportaban la corrosión persistente de la lluvia, con fragmentos de anclajes y vértebras de puentes, con vías que serpenteaban por desfiladeros y barrancos, y con pilares reblandecidos por enfermedades metalúrgicas. Al despertar me di cuenta de que el tema daba para mucho, que Balmaceda había tenido fe en que los trenes desparramarían la prosperidad por el país, pero que con su derrota en la guerra civil murieron nuestros delirios finiseculares de progreso infinito, y todos esos viaductos ya mohosos eran las únicas señales que iban quedando de un amago de grandeza, de un abortado empujón hacia el progreso que había dado allá por 1890 un Presidente solitario. De manera que decidí hacer no sólo un artículo, sino todo un libro. ¡Así es que el Presidente Balmaceda no es un desconocido para mí y puedo escribir veinte seriales sobre él si me las piden! –concluyó Maucho, categórico, y exigió más vino.

El viaducto

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