Читать книгу El viaducto - Darío Oses Moya - Страница 13

Ocho

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–La acción empieza el 28 de junio de 1887, en un país aureolado por un arcoíris de oro, cuajado de querubines regordetes que ayudan a derramar el cuerno de la abundancia sobre su largo territorio –le va diciendo suavemente la voz de ella–. Se respira confianza en ese Chile en el que todo brilla; el país nada en la prosperidad salitrera, y los pesos de plata y las libras esterlinas desembocan en palacetes que albergan una vida social remojada con champán francés.

Maucho bosteza y ella sigue hablándole:

–Le dimos a la fotografía cierto resplandor que subraya la sensación de sueño del mundo aquel. No te espantes si ves un tratamiento algo preciosista de la imagen. Buscamos deliberadamente una textura de ilusión, de recuerdo luminoso, porque todo aquel optimismo está a punto de romperse, es tan frágil como la estatuilla pastoril de porcelana de Sevres, que al final del capítulo cae y se pulveriza contra el duro suelo de adoquines.

Maucho cabecea, le cuesta seguir la concatenación de las palabras. Las frases tienden a deshacerse y él debe hacer un tremendo esfuerzo para mantenerlas coherentes.

–Balmaceda ha alcanzado la cúspide del poder. Chile tiene en el bolsillo las rentas del monopolio mundial del nitrato, las exportaciones crecen, el país se siente seguro de sí mismo. Es la belle époque nacional, la edad de la fe en el progreso ilimitado. A nadie se le pasa por la cabeza que ese mundo está condenado a morir, que sus palacios serán saqueados y después demolidos.

–El 28 de junio jura el gabinete de Aníbal Zañartu. Todos aplauden. Balmaceda cree haber conseguido una de sus más caras aspiraciones: unir a la gran familia liberal, disgregada en muchas tribus. Su gobierno consigue el apoyo de las fuerzas políticas más importantes del momento. Con ese respaldo y con el dinero de las arcas fiscales intenta realizar su sueño: hacer de Chile una potencia.

Maucho va a sumirse ahora en otro sueño. La voz de la mujer sigue llegándole desde todas partes. «¿Dónde estará ella?», se pregunta. La necesita, la ama, pero no puede alcanzarla, ni siquiera llamarla, si hasta se ha olvidado de su nombre.

–Es lo que siempre quisiste –le susurra ella–. Querías todo el poder para apurar la historia. Era tu oportunidad y también la del país; era el momento de modernizarlo y de subirlo al carro de la revolución industrial. No puedes desperdiciar la ocasión. Esa es tu urgencia dramática: tienes las mejores cartas en la mano y debes jugarlas ahora o nunca; tienes el dinero y el territorio con su gente empeñosa; tienes la Araucanía intacta, con sus bosques y su riquísima tierra cultivable. Sólo falta ampliar los ferrocarriles para trasladar la riqueza hasta los puertos, y hacer industrias, y dar educación para que la gente pueda manejar las industrias, y todo eso se hace con dinero y con la voluntad de construir trenes, puertos, fábricas, escuelas. Sí, estás a un paso de levantar a Chile como la gran potencia del Pacífico Sur.

Ahora ella reaparece, su figura vuelve a cuajar a partir de las leves turbulencias del aire removido por las aspas de un ventilador. Sus ojos tienen la textura afelpada de las cortinas que siguen cayendo desde arriba. «Marta, ese era su nombre», recuerda él, y Marta lo apunta con sus dos senos erguidos. Maucho se pregunta si los mantendrá así con el sostén y si al desnudarse se le derrumbarán como dos moldes de arena tocados por el agua. Ella, al hablar, mueve el cuello para agitar el pelo, para presentarle su sonrisa de frente y de perfil. «Es terriblemente mujer», piensa Maucho.

–Esos primeros años de Balmaceda me recuerdan la bonanza de 1971 –le dice ella, acercándose para hablarle en tono casi íntimo–. ¿Te acuerdas de que entonces el gobierno de Allende también era una promesa?: el primer país que llegaba al socialismo por la vía democrática, porque la gente así lo decidía, no por imposición de ejércitos rojos ni de guerrillas verde oliva.

–Altazor, ¿por qué perdiste tu primera serenidad? –recita Maucho–. ¿Qué ángel malo se posó en la puerta de tu sonrisa con la espada en la mano?

–¿Y eso?

–¿No lo conoces? Es un poema de Vicente Huidobro, el que decía que la revolución debía ser obra de príncipes.

–De príncipes y de mendigos, y de sepultureros.

–¿Por qué hablas como si el gobierno de Allende fuera ya un cadáver?

–Porque si no está muerto, agoniza.

–La gente es entusiasta y está dispuesta a pelear.

–Hay agonías llenas de vida.

–Eres pesimista.

–Soy clarividente, pero no hace falta ser bruja para darse cuenta de que no nos van quedando muchas salidas. Por eso me acordaba de cuando este gobierno estaba nuevo, intacto, del tiempo en que los peores peligros parecían conjurados.

–Cuándo fue eso, por favor, si desde que asumió Allende hemos tenido el fantasma del golpe encima.

–Después del asesinato del general Schneider, la derecha apareció como culpable frente al Ejército. Fue entonces cuando el peligro del golpe pareció a punto de desvanecerse para siempre. La ultraderecha, Patria y Libertad, Viaux y los golpistas eran locos sueltos, o mejor aún, locos en prisión. Ahora, en cambio, son los redentores y los héroes.

–La clase trabajadora es tan poderosa que puede permitirse los errores y el desgaste de este gobierno, que a pesar de todo goza de buena salud –dice Maucho. Entonces una explosión estremece los vidrios y las paredes del edificio. Las luces vacilan y terminan por apagarse.

El viaducto

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