Читать книгу El viaducto - Darío Oses Moya - Страница 14
Nueve
Оглавление–¡Apagón! A lo mejor volaron las instalaciones para violar a la ciudad ciega y los tanques han de venir arrastrándose en la oscuridad. Así la resistencia es imposible, ¿quién va a salir a la calle a defender al gobierno?
–Cálmate, Maximiliano, la yerba te hizo mal. Todavía tienes psicosis de tanquetazo. A lo mejor no es nada.
–¿Cómo que nada? ¿Y qué se hizo la luz?
–Es posible que antes de irse, el mayordomo haya bajado los conmutadores.
–¿Y las detonaciones? Escucha el golpeteo de la balacera.
–Todas las noches hay explosiones y balazos. Vuelan torres de alta tensión y se enfrentan grupos de izquierda y de derecha; es la música de fondo de la revolución. Mejor tratemos de salir, déjame que te guíe.
Maucho pone la mano en el hombro de ella y se deja llevar. Desde alguna parte llegan barcarolas y nocturnos interpretados en piano. La música resulta sedante, es como una respuesta a la crepitación intermitente que percute allá fuera.
Los muros se van estrechando. Caminan por un pasadizo donde el suelo suena hueco y donde se suceden baches y desniveles. El piso parece adelgazar. A ratos se hunde, como si estuviera a punto de romperse.
Las manos de Maucho se apoyan en el punto donde concluye la blusa y empieza la parte desnuda del hombro de ella y luego en la suavísima concavidad que se empina hacia el cuello. Ahora sus dedos encuentran la cadenilla de eslabones minúsculos de la que cuelga el ídolo de obsidiana. Imagina a la sanguinaria deidad azteca balanceándose entre los senos de ella, tratando de morderlos con sus colmillos de piedra. Le gustaría meter la mano allí y atrapar ese adorno colgante y tirarlo lejos.
Ella es como las flores que exhalan sus perfumes más espesos en la oscuridad, y él necesita llegar hasta la fuente del perfume, tocarla, atraerla.
–No, acá no, ahora no –dice ella volviéndose levemente.
–Ay, Marta, pero Marta, pero Marta... –se queja Maximiliano.
La silueta de ella se destaca en la oscuridad. Desde algún lado llegan los pulsos temblorosos de una luz que parece a punto de morir. Marta sigue sus ramificaciones y al fin desembocan en un recinto iluminado por dos candelabros de plata que apenas tienen tres cabos de vela y el resto de los soportes vacíos. Sin embargo, los espejos multiplican las llamas de esas pobres bujías que han derramado ya sobre el metal la mayor parte de su esperma.
Maucho calcula que tal vez han descendido hasta niveles soterrados, profundos, a juzgar por la pesadez de la humedad que anega el aire y porque ya ningún ruido de afuera los alcanza. O quizás la ciudad arde y capitula, guardando silencio de muerte, encañonada por los tanques, mientras ahí dentro sigue escuchándose el piano que insiste una y otra vez en la frase inconclusa de un scherzo.
El lugar está lleno de reflejos y de bibelots, así como de japonerías, bronces, miniaturas, platos y medallones. Desde un muro observan dos bisabuelas orgullosas, con perfiles de efigies fundidas para una medalla. Más allá hay acuarelas, grabados, una litografía de Doré. Al fondo, la silueta negra de un castillo; acá, en el primer plano, la barca de un desesperado remador que lleva junto a sí el blanquísimo cuerpo de una mujer desvanecida. En otro muro se despliegan retratos de familia, escenas de cacería, príncipes disfrazados de huasos. Por los muebles y el suelo hay un desparramo de libros resguardados por espléndidas encuadernaciones en cuero marroquí. Goncourt, Zola, Poe, Withman, Flaubert, Hugo, Pierre Loti, Catulle Mendes, Armand Silvestre, Alphonse Daudet y otros nombres relucen en las letras doradas de los lomos. Varios números de la Revue des Deux Mondes reposan al pie de un ibis que estira el cuello como para atisbar las grullas; también arrozales, hay bosques de bambúes, espadachines y geishas de los biombos. Un moro vestido a la manera veneciana carga una bandeja en la que, entre la formación de copas de cristal tallado, sobresale una botella de coñac. Entre los bibelots que repletan las repisas se asoma una quimera, monstruo de porcelana con las fauces abiertas. En el piso hay cojines y un sátiro de madera recostado entre pámpanos, y elefantes que cargan pagodas y atavíos de seda estampada con muecas de los demonios del infierno hindú.
Sentado al piano está el muchacho rubio, casi transparente. A la luz de las bujías su rostro se ve borroso, como una foto demasiado frágil para resistir el contacto abrasivo del aire. Sus dedos largos juegan con el teclado, ensayan una vez más el scherzo y luego lo abandonan para esbozar «Honey Py», un tema de Los Beatles con reminiscencias de los años veinte. Tras él, haciéndole masajes llenos de amor en el cuello y los hombros, hay otro muchacho. Sus manos duras, quebradas en ángulos, suben de vez en cuando hacia el pelo del rubiecito y lo recorren lentamente, como para apreciar la finura de cada una de sus hebras.
El que oficia de masajista lleva puesta una camiseta que deja ver el relieve de las clavículas que levantan su piel morena, y encima un vestón deformado a fuerza de cargar con tanto hueso y arista.
–¿Y ustedes...? –pregunta Marta para hacerse notar, ya que el rubio desvaído sigue acariciando el piano y dejándose acariciar por el moreno, y ninguno de los dos se ha molestado siquiera en dar una mirada de reconocimiento a los que vienen llegando.
–¿Todavía por aquí? –insiste Marta.
–Todavía –corrobora el moreno, volviendo hacia ella su rostro aindiado. Se aparta un tanto del pianista y suspira como si reuniera la paciencia necesaria para elaborar una explicación inútil.
–Venimos por si acaso –dice–. Nunca sabemos qué es lo que va a pasar. A veces nos citan, otras veces no; hay días en que alcanzan a maquillarnos, pero hasta ahora no hemos grabado ni una sola escena...
–No es culpa mía –contesta Marta a la defensiva.
–No estoy echándole la culpa a nadie. Para nosotros es mucho mejor que sea así: que nos convoquen, nos paguen y nos dejen estar aquí, sin hacer nada, mientras ustedes se enredan en sus camorras, en sus huelgas...
El rubiecito se ríe celebrando todo lo que dice su amigo, que a su vez parece estimularse con esas risas y sigue hablando cada vez con más desparpajo:
–Así dejan en paz este rincón y no tocan nuestro pequeño set que correría peligro si es que alguna vez empiezan a grabar. Lo ideal sería que la teleserie se hiciese eterna o que se complicara tanto que todos terminen olvidándose de estos dos personajes secundarios y de su humilde lugar, porque aquí estamos bien, Marta...
–¿Han visto la hora? –pregunta ella.
–El tiempo es lo de menos –tercia el rubio–. ¿No éramos algo así como espectros intemporales?
–Pero el estudio cierra y nadie puede permanecer dentro.
–¿Quién dijo?... Nosotros hemos quedado acá tantas noches. Ya casi nos da miedo asomarnos afuera. Es mejor permanecer en el siglo XIX, donde nada te toca –expresa el moreno.
–¿Qué les importa a ustedes que nos quedemos o que nos vayamos? –pregunta el rubio, desafiante.
–Son normas del estudio –responde Marta– . Es para prevenir actos de sabotaje. Una vez que se cierran las puertas no puede quedar más que el personal de vigilancia.
–Esos se esfuman en cuanto dan las doce.
–Y vuelven muertos de borrachos a eso de las tres.
–A veces traen putas. Pero hay que entenderlos, ya que son tan heladas las noches acá dentro.
–Ustedes, los que mandan, no tienen idea de lo que pasa por el reverso de la teleserie –dice el rubiecito y luego se pone a remedar a una mujer asustada–: «Nosotras acá, prisioneras en el siglo XIX, y ustedes allá, dándose la gran vida, sin ni siquiera pensar en venir a rescatarnos».
–El siglo se les va a terminar. La revolución se acerca galopando, galopando –dice Maucho para realizar el mismo juego de ellos.
Los dos achican los ojos, forzando la vista para atisbar la sombra de Maximiliano, que se recorta en el espacio de penumbra que hay detrás de Marta.
–¡La revolución! –grita el moreno, pronunciando con caricaturesco acento afrancesado–. Uyuyuiii, qué pánico, qué susto, ¿nos irán a guillotinar?
–Da lo mismo, si apenas somos dos espectros, sombras de sueños. ¿No es eso lo que señala el ridículo libreto?: Rubén y Pedrito, dos personajes que entran y salen en la memoria de Balmaceda.
–A propósito, aquí lo tenemos –dice Marta–. Les presento a Maximiliano Molina, el nuevo Balmaceda.
–¿Nuevo?... Parece harto más viejo que el que teníamos antes
–comenta el rubio con indolencia.
–¡Yujuuu!, somos parásitos de tu memoria –agrega el moreno huesudo.
–Tanto gusto, don José Manuel, aquí estamos sus sueños, para servirle –recita el otro y se deja caer en un bergere, sacudido por una risa espasmódica que se va convirtiendo en tos.
–Déjense de pesadeces –los reprende Marta–. Él es Pedrito Balmaceda –explica indicando al rubio–. Fue tu hijo, el tuberculoso, el jorobado...
–¿Por qué fue?
–Porque ya está muerto. Además de ser un fantasma tan insoportable como su amigo, es terriblemente pretencioso. Cada vez que tratan de maquillarlo termina armando berrinches y discutiendo con las pobres cosmetólogas, a las que trata de inútiles, de incapaces de convertirlo en príncipe.
–¡Pedrito tiene que ser un espectro principesco! –protesta el rubio, despertando de su indolencia–. Así lo he trabajado yo. Tengo derecho a exigir un maquillaje comme il faut.
–Además se niega a ponerse la joroba de espuma que le hicieron a la medida –continúa Marta, como si no lo hubiese escuchado–. El otro es Rubén Darío. En la obra aparecen tocados por un halo de irrealidad, puesto que ya no están acá de cuerpo presente. Pedrito, ya te dije, ha muerto.
El rubio se arroja sobre la alfombra, pone una mano en el pecho y el otro brazo extendido. El moreno se arrodilla junto a él y recita, melodramático:
–Cuánto sufriste, Pedrito. El corazón, tu inmenso corazón, te martirizaba con palpitaciones espantosas y los nervios te hacían padecer noches de insomnio, de asfixia, miedo nocturno, ahogo. De nada te sirvieron tus estadas en el campo, donde galopabas y bebías leche al pie de la vaca, ni los aires oceánicos de Lota y Viña del Mar. La vida se te arrancaba y a pesar de todos los esfuerzos por retenerla, terminó por írsete...
Rubén Darío se levanta y hace una reverencia.
–Me sé bien el libreto, ¿no?
Pedrito también se levanta y se sacude la ropa.
–Sí, me fui a morir en una fiesta –dice–. Fue allá en Lota, en la mansión que tanto le gustó a Sara Bernhardt. Morí para dejarte un poco más solo, viejo –añade dirigiéndose a Maucho Balmaceda– . Te habría gustado tener un hijo que moviera el mundo, la política, los negocios, pero yo era bohemio, escritor, amigo de poetas; conocía a los autores de vanguardia, recibía las últimas novedades literarias de París, cosas que para ti eran extravagancias.
Pedrito acusa y vuelve a su bergere, a su languidez, a su risa intermitente.
–Rubén Darío partió a Francia, de manera que tampoco está acá –le dice Marta a Maucho–. Tú los convocas a los dos. Son recuerdos del tiempo en que tu gobierno aún no se desestabilizaba. De vez en cuando, en los breves respiros que te deja la contienda política y la obsesión por tender vías férreas y levantar obras públicas, te asomarás a esta habitación para volver a encontrarte con Pedrito y Rubén. El poeta estará echado en un sillón oriental, absorto entre los nubarrones azules que emanan desde los pebeteros de plata. Otras veces hallarás a tu hijo ya moribundo y extenderás la mano para acariciar sus rizos, pero sólo tocarás el aire.
–Necesitas este lugar, José Manuel, para ponerte a salvo del tiempo, para refugiarte del tropel de la historia y del desgaste que corre allá fuera. Aquí puedes escuchar a tus queridos fantasmas que conversan de poesía y que en sus delirios de belleza viajan por selvas pobladas de faunos, centauros y ninfas, e ingresan en palacios turcos donde bellas mujeres desnudas se abandonan a la fatiga lánguida del baño de vapor. Tratas de hablarles, pero tus palabras se deshacen en el vacío y entonces empiezas a sospechar que a lo mejor eres tú el fantasma y ellos los seres de verdad, y para conjurar esa sospecha sales hacia los salones palaciegos donde tu voz tampoco se escucha ya en el bullicio de los conciliábulos e intrigas. Te acercas a la ventana para mirar la ciudad donde empieza a agitarse la marea de la revolución –termina Marta e indica la doble hoja de un postigo. Maucho no sabe si cubre una ventana auténtica o si es otra mentira del decorado. De todas formas va a abrirla y se asoma hacia la ciudad del siglo pasado. «Tal vez sea una fotografía mural a la que se le ha dado algún efecto de relieve», piensa.
En ese mismo momento se escucha una detonación. Pedrito se pone pálido, se levanta de la bergere y camina hacia el sofá otomano donde está Rubén, quien vuelve a frotarle los hombros y a acariciarle el pelo.
–No te asustes –le dice con ternura–, es sólo ruido. Todo es mentira. Deben ser cañonazos grabados en una cinta. Ha de ser el sonidista que está probando los efectos para la batalla final.
–Me gustaría llevarme algunas cosas de acá, Marta –dice Pedrito– . Es seguro que después de la batalla de Placilla van a desarmar este lugar. Lo vamos a echar de menos. Quisiera conservar algunas bagatelas, uno que otro cachureo: los biombos, las estatuillas del dios Pan, la Quimera. Te las puedo pagar. No deben ser caras, acá todo es de yeso y cartón pintado.
Pedrito sufre un acceso de tos. Rubén enciende el mechero de un pomposo samovar y va a sacar de la vitrina el servicio de té.
–No puedo convidarles –les dice a Marta y a Maximiliano–. Ya casi no queda agua y, así como están las cosas, nadie sabe cuándo vamos a salir de acá.
–Alguna vez tendrá que ser –señala Pedrito, fatalista–. Llegará el día en que tendremos que irnos para siempre. He soñado con ese momento. Es una forma de conjurar la angustia, de prepararme para cuando suceda. Nos asomaremos afuera para comprobar si llueve o si hay combates que obstruyan el camino, y después saldremos cargando las baratijas que Marta nos habrá vendido a un precio irrisorio, más bien simbólico, porque ¿para qué van a servirle a ella? No creo que le queden ganas de hacer otra teleserie sobre el siglo pasado.
–Vamos –dice Marta, molesta, tomando la mano de Maucho.
–Vámonos de aquí.
–Los accesos deben estar cerrados –advierte Rubén mientras le sirve el té a Pedrito–. El nochero se va y deja candados puestos por todas partes.
–El estudio es grande, tendrá que haber otro lugar donde pasar la noche –insiste ella.
–¿Y por qué no aquí? Por lo menos hay algo de luz y está temperado. Podríamos acomodarnos en los cojines –sugiere Maucho.
–¿Estás loco? No pienso dormir contigo –sentencia ella, en sordina.