Читать книгу El viaducto - Darío Oses Moya - Страница 12

Siete

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–Es un niño grande, un niño malcriado –comenta Marta.

–Dicen que es genial –acota Maucho.

– No sé si será genial, pero actúa como si lo fuera. Es temperamental, insoportable. Se amurra cuando las cosas no salen como él quiere. Lo he tenido que sufrir en la cama y ahora en el trabajo. Tiene talento, claro, pero eso no impide que a veces se comporte como un hijo de puta.

–Parece que sabes manejarlo.

–No es tan difícil. Basta ponerse firme con él. Es tremendamente inseguro. Lo que pasa es que nadie se atreve a levantarle la voz. Su mamá, sus tías, las productoras, asistentas de dirección y las actrices lo veneran... ¡Cuántas niñitas recién salidas de la Escuela de Teatro darían cualquier cosa por servirle el desayuno!

–¿Y tú?

–Jamás se lo serví. Mi asunto con Braulito duró poco; serían dos meses y medio o tres a lo sumo. Le carga que se lo recuerde. Encuentra que yo era muy vieja para él, que cayó en mis garras en un momento de debilidad, que yo, la arpía, lo seduje, lo embrujé. Y no es tanta la diferencia de edades... Serán doce años, si él no es tan joven como parece... Andará por los treinta y algo.

–Me da la idea que hablas por la herida.

–¡Para nada! Hice lo que se me antojó con él. Fui yo la que lo boté cuando me aburrió con sus mañas. Me lo tiré hasta que me dio puntada y después chao...

–Hablas como feminista.

–Soy mujer... ¿Sabes lo que eso significa?

–Será que tienes una fuente de poder entre las piernas.

–No sólo entre las piernas, mi lindo: en todo el cuerpo. Siento que esa fuente se me derrama desde cada poro, la escucho en mi propia voz, la transmito con el brillo del pelo y de los ojos, con cada parpadeo, con el perfume que me pongo en el cuello, sé cómo hacer que los imbéciles de los hombres se vuelvan locos.

–Sí, me había dado cuenta. Eres como una mariposa que va dejando el polvo de sus alas suspendido en el aire para que los machos lo huelan y se trastornen.

–Y tú parece que eres medio poeta.

–Alguna vez traté de ser poeta entero. Me he quedado en la mitad del camino hacia muchas cosas. Soy medio dramaturgo, medio periodista, es decir, casi nada, a los cincuenta años soy casi nadie.

–No te quieres.

–No me quieren.

–Ya, no te pongas patético. Deja que te cuente la historia.

–Estoy un poco cansado.

–Entonces lo dejamos para mañana.

–No, cuéntamela ahora... Sólo necesitaría tomar algo.

–¿Un café?

–Algo más fuerte.

–Ah, un trago...

–¿Puede ser?

–¿A estas horas? ¡De dónde! Espérate –dice Marta escarbando en su amplia cartera de suela con dibujos de ídolos aztecas, de la que por fin rescata un pucho fino y mal armado que enciende, aspira y luego alcanza a Maucho, que se queda con él entre los dedos, vacilando.

–Prueba –invita ella.

–¿Es...?

–Sí, es buenísima, tangerina. No es la bosta de caballo que fuman acá.

Maucho sigue sosteniendo el pitillo con cierta desconfianza.

–Pruébala, no seas miedoso, te va a tirar para arriba.

Maucho aspira y empieza a recuperar una sensación de infancia: un pastizal ardiendo en pleno campo, el humo que lo ahoga. Mueve los brazos como si nadara tratando de salir a flote en un mar blanco, seco, caliente. Los globos de los ojos se le inflaman, el corazón se apura, su cuerpo pierde peso, flota sobre las volutas de humo que ahora son amables, que no lo patean como el gas lacrimógeno, que lo acogen y lo ensamblan en la danza del mundo.

–Relájate –dice ella quitándole el pucho de los dedos.

–Dame un poco más.

–Te noté algo alterado.

–Al principio sí, pero ya logré domarla. Cuando joven amansaba potros en el campo de mi padre. Algunos salían duros, me botaban y hasta me pisoteaban en el suelo, pero yo me emputecía y aunque estuviera molido no me quedaba tranquilo hasta dejarlos mansos. Después me dediqué a domar fierecillas –dice Maucho y se ríe, y la risa parece fluir por su propia cuenta, como el agua de una acequia, independiente de él y de sus ganas de reír o de quedarse callado.

–Parece que las mujeres te han tratado peor que los potros

–comenta ella con rencor–. Parece que te han botado y pisoteado. Estás a mal traer. ¿O es a causa del vino?

Maucho aspira una vez más y empieza a perder la sensación de estar dentro del cuerpo. No logra situarse tras sus propios ojos, en ese punto desde el cual observa el mundo. No puede enfocar a Marta que se ha convertido en una presencia difusa pero intensa que llena la sala.

–¿Me vas a contar esa historia? –se escucha decir a sí mismo.

–Claro –contesta la voz de ella, que reverbera, amplificada, como si saliera de los parlantes escondidos en el estudio.

El viaducto

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