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Evidencia empírica

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En 2002, la Asociación Norteamericana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) creó un grupo de trabajo para revisar toda la información disponible sobre el vínculo entre la relación terapéutica y los resultados de la terapia. La conclusión principal fue que “la relación terapéutica (...) contribuye de manera sustancial y consistente a los resultados, independientemente del tipo específico de tratamiento realizado” (Comité Steering, 2002: 441); y recomendaba que los profesionales “construyeran y cultivaran la relación terapéutica (...) como objetivo fundamental en el tratamiento de pacientes” (op. cit.: 442).

La labor de revisión realizada por el grupo de trabajo de la APA fue extremadamente rigurosa. Por ejemplo, en un estudio realizado por Krupnick y sus colegas (1996) se observó la relación entre la calidad de la relación terapéutica y los resultados de la terapia en el caso de personas deprimidas que habían sido tratadas con terapia cognitivo-conductual, “terapia interpersonal”, tratamiento con medicamentos o controles con placebos. Entre los dos grupos terapéuticos, los investigadores no encontraron diferencias significativas en los resultados (Elkin et al., 1989), pero sí encontraron una relación significativa entre la calidad del vínculo –en opinión de los pacientes– y la mejoría resultante. En otras palabras, en términos de resultados, pareció no tener importancia el enfoque de los profesionales (cognitivo-conductual o interpersonal), pero lo que sí fue relevante fue la potencia percibida de la alianza terapéutica. Otro descubrimiento interesante fue que la conexión entre la relación terapéutica y su resultado fue tan poderosa entre los pacientes en terapia cognitivo-conductual como para quienes experimentaron una terapia interpersonal más “relacional” (¡e incluso fue igualmente fuerte para quienes recibieron tratamiento con medicación y para quienes fueron medicados con placebos!). De hecho, la evidencia sugiere que los factores relacionales pueden ser en realidad más importantes –o al menos estar vinculados más estrechamente con los resultados– en los abordajes más orientados a las técnicas. Bohart et al. (2002), por ejemplo, descubrieron que existía una mayor correlación entre los niveles de empatía y los resultados en las terapias cognitivo-conductuales que en los enfoques psicodinámicos y humanístico-experienciales.

Entonces, aunque algunos terapeutas cognitivo-conductuales consideran que sus técnicas y sus habilidades son el motor fundamental del cambio terapéutico (por ejemplo, Reinecke y Freeman, 2003), es posible que, aun en estos abordajes, el factor “curativo” principal sea la calidad de la relación terapéutica. La investigación así lo refleja, al menos con algunos consultantes. Por ejemplo, Keijsers et al. (2000) revisaron cinco casos en los que les preguntaron a los pacientes en terapia cognitivo-conductual sobre los aspectos más útiles de la terapia y, entre sus conclusiones, plantean que los pacientes informaron consistentemente que “la relación con el terapeuta fue más útil que las técnicas empleadas” (op. cit.: 267). Keijsers y sus colegas continúan afirmando que “cuando les pedimos a los pacientes que habían terminado tratamientos cognitivo-conductuales que indicaran lo que los había ayudado a resolver sus problemas, la respuesta fue: ‘hablar con alguien que escuche y comprenda’” (op. cit.: 291).

Descubrimientos de esta naturaleza contribuyen a la creciente aceptación de un modelo de cambio terapéutico con “factores comunes” (por ejemplo, Hubble et al., 1999; Lambert, 1992). Los defensores de este enfoque sostienen que el cambio terapéutico no es fundamentalmente el resultado de prácticas específicas aplicadas por profesionales de diferentes orientaciones. Más bien proponen que en todo el espectro de abordajes psicoterapéuticos y de counseling hay un conjunto común de factores responsables del cambio terapéutico. El primero, según Asay y Lambert (1999), son “las variables del cliente y los acontecimientos extraterapéuticos”. Estas son variables como, por ejemplo, el grado de motivación del consultante y acontecimientos en su vida –como el nacimiento de un hijo– durante el transcurso de la terapia. Pero en segundo lugar, y sobre la base de una gran cantidad de datos empíricos, se encuentra la calidad de la relación terapéutica. Asay y Lambert calculan que esta influye aproximadamente en un 30% en los resultados de la terapia. Hubble y sus colegas dicen al respecto que “excepto por lo que los clientes traen a la terapia”, los factores vinculados con la relación “probablemente son responsables de la mayoría de los beneficios obtenidos en las intervenciones terapéuticas” (Hubble et al., 1999: 9).

Aunque no todos los investigadores del campo de la psicoterapia concuerdan en que la asociación entre los factores relacionales y el resultado obtenido sea de esta magnitud (ver, por ejemplo, Beutler et al., 2004; Sachse, 2004), hay una coincidencia general en que “la calidad de la relación es uno de los factores más correlacionados con el resultado de la terapia” (Beutler et al., 2004: 292). Pero, ¿de qué tipo de relación terapéutica estamos hablando? Sobre la base de la evidencia empírica, el grupo de trabajo de la División de Psicoterapia de la APA clasificó a los factores relacionales en los “demostrablemente efectivos” y en aquellos “prometedora y probablemente efectivos” (Comité Steering, 2002). En cuanto a la terapia individual, tres factores entraron en la primera de estas categorías, uno de los cuales es el nivel de empatía del terapeuta (Bohart et al., 2002). Un segundo factor demostrablemente efectivo fue la alianza terapéutica: “la solidez y la calidad de la relación cooperativa entre terapeuta y paciente” (Hovarth y Bedi, 2002: 41); y un tercer factor fue el nivel de acuerdo entre terapeuta y consultante con respecto a los objetivos de la terapia (Tryon y Winograd, 2002).

Se encontraron siete variables relacionales “prometedoras y probablemente efectivas” (Comité Steering, 2002). La primera es la conocida condición de consideración positiva del enfoque centrado en la persona (Farber y Lane, 2002). Un segundo factor prometedor y probablemente efectivo fue el nivel de congruencia del terapeuta; e íntimamente ligados con este se encontraron otros dos factores: la calidad de respuesta (feedback) que el terapeuta ofrecía al consultante con respecto a sus conductas (Clairborn et al., 2002) y la capacidad de auto revelación del terapeuta, siempre y cuando la auto revelación no fuera demasiado frecuente y estuviera focalizada en temas “no íntimos” (Hill y Knox, 2002). Un quinto factor prometedor y probablemente efectivo fue la voluntad, el deseo y la habilidad del terapeuta para reparar crisis o “rupturas” de la alianza terapéutica (Safran y Muran, 2000); una sexta variable, la habilidad del terapeuta para manejar los temas de “contratransferencia” (Gelso y Hayes, 2002), es decir, su capacidad y voluntad de no exteriorizarlos al consultante. Finalmente, se concluyó que “la calidad de las interpretaciones relacionales” era un elemento prometedor y probablemente efectivo de la relación terapéutica, siempre que estas interpretaciones no fueran habituales y estuvieran principalmente focalizadas en la manera como el cliente se relacionaba con el terapeuta (ver feedback) (Crits-Christoph y Gibbons, 2002).

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