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El giro hacia la intersubjetividad en filosofía
ОглавлениеParalelamente al avance de la investigación en counseling y psicoterapia, los desarrollos en el campo de la filosofía durante el siglo pasado apuntan hacia la idea de que la relación entre el consultante y el terapeuta es fundamental para el resultado de la terapia.
Hasta mediados del siglo XX, en la mentalidad occidental predominaba una manera particular de comprender la existencia humana. Ejemplificada en el pensamiento del filósofo y matemático francés René Descartes, esta visión “moderna” del mundo considera a la existencia humana en términos fundamentalmente individualistas: cada ser humano era concebido como una entidad autónoma, soberana, única, básicamente distinta y separada de cualquier otra persona a su alrededor. Mientras desde este punto de vista moderno se considera que los seres humanos tienen la capacidad de relacionarse entre sí, estas relaciones se perciben apenas como la reunión entre dos entidades separadas –como dos bolas de billar que se chocan– dentro de y desde la cual ambos seres pueden conservar su condición individual.
Esta concepción del ser humano fue tan predominante que la mayoría de las personas la acepta como algo indiscutible. De hecho, aun los teóricos relacionales, como Carl Rogers (1959), tienen muy arraigada la concepción individualista e infieren que el ser humano es una entidad única y separada, con capacidad de existencia autónoma, dirigida hacia sí misma (ver críticas de Barrett-Lennard, 2005; Holdstock, 1993) y con derecho a la autodeterminación (Grant, 2004; Witty, 2004).
Pero ¿estamos realmente tan separados de los otros seres humanos? Durante el transcurso del siglo XX muchos filósofos y psicólogos cuestionaron esta afirmación: sostienen, en cambio, que estamos fundamental e inextricablemente entrelazados con otros y que nuestro ser es, en primer lugar, un “ser en relación”. En otras palabras, estos autores sugieren que no existimos primero como individuos y luego nos unimos a otros para formar relaciones. Por el contrario, plantean que existimos primero con otros y solo a partir de allí desarrollamos cierta noción de individualidad o separación.
Este punto de vista “intersubjetivo” (ver Crossley, 1996) proviene de distintas perspectivas. Filósofos existencialistas como Martin Heidegger (1962) comenzaron afirmando que la existencia humana no era un objeto en el sentido en que lo son una mesa o una molécula, sino un flujo de experiencia en permanente cambio (ver Cooper, 2003a: 12-13). Y si concebimos la existencia humana de esta manera, para la esencia de quienes somos son fundamentales otras existencias. Es decir, cuando “vivimos-siendo”, interactuamos constantemente con los demás, pensamos en otros, nos imaginamos haciendo cosas con otros o utilizamos recursos que surgieron de una matriz interpersonal. Así, por ejemplo, aunque yo pueda estar físicamente solo (en este capítulo, la primera persona se refiere a Mick Cooper) mientras escribo estas palabras, todo mi ser, mi “estar escribiendo estas palabras ahora”, está orientado hacia un otro imaginario: el tú que las está leyendo. En el nivel de “vivir-siendo” estoy impregnado de la existencia de otros como del aire que respiro: otros circulan a mi alrededor, dentro de mí, y son una parte integral de quien soy.
Cuando escribo y me relaciono contigo también uso el lenguaje. Que el lenguaje –un medio socialmente construido– sea fundamental para quienes somos y lo que hacemos es una de las causas principales por las que el concepto de seres separados e individuales comenzó a decaer a partir del siglo pasado. Filósofos contemporáneos como Derrida (1974) y Wittgenstein (1967), así como psicólogos como Vigotsky (1962) y Gergen (1999), sostienen que el lenguaje está en la raíz de todos nuestros pensamientos, algo de lo que no podemos “sustraernos” y algo que es intrínseco a nuestro sentido de quiénes somos. En consecuencia, aun las nociones de “individualidad” o “sí mismo” no pueden ser consideradas como verdades definitivas y preestablecidas, sino como constructos que provienen de un contexto sociolingüístico particular.
Este es un punto de vista compartido por muchos teóricos feministas e interculturales, que también cuestionaron la idea de que la individualidad es una verdad predeterminada de la existencia humana (ver Gergen, 1999). Investigadores del campo psicosocial demostraron que muchas culturas no occidentales tienen una mirada más “interdependiente” del sí mismo en la cual el “Yo” no es considerado como una entidad aislada, sino como algo que se define en relación con otros (ver Aronson et al., 1999). Cuando se les pide, por ejemplo, que completen oraciones que comienzan con “Yo soy...”, las personas provenientes de culturas asiáticas son más propensas a definirse en términos de familia o grupos religiosos que los individuos que forman parte de culturas occidentales (Aronson et al., 1999). Asimismo, algunas teóricas feministas sostienen que la noción de individualidad es una concepción particularmente masculina de la existencia humana y que las mujeres tienden a un conocimiento más relacional e interdependiente con respecto a quiénes somos (ver Jordan et al., 1991). En realidad, desde estos puntos de vista, el individualismo moderno abarca mucho más que un grupo inofensivo de creencias y constituye más bien una ideología que legitima un conjunto muy específico de relaciones sociales: occidental, patriarcal, propias del capitalismo tardío; por ejemplo, el supuesto de que la competencia entre los seres humanos es el estado “natural” de las cosas, o que la gente no debería ser subvertida por influencias socialistas. Tal vez esta sea la razón por la que Rogers (1963) ganó mucha popularidad hace cuarenta años, cuando presentó el valor positivo de la tendencia actualizante en contraposición con las fuerzas de la sociedad y la conformidad.
Aunque estos avances en nuestra comprensión de lo que significa ser humano pueden parecer relativamente abstractos, tienen importantes implicaciones tanto en la teoría como en la práctica del counseling y la psicoterapia. Por más ateóricos que podamos considerarnos, nuestra práctica terapéutica siempre estará basada sobre ciertos supuestos acerca de lo que significa ser humano. Si, por ejemplo, nuestro ejercicio profesional está orientado a ayudar a nuestros consultantes a revisar sus creencias, entonces en cierta medida debemos considerar que las creencias son un importante intermediario entre lo que la persona siente y su manera de responder al mundo. Del mismo modo, si el énfasis en nuestro trabajo terapéutico está puesto en cambiar el “interior” del consultante –quizás ofreciéndole interpretaciones o un conjunto de condiciones que lo ayuden a darse cuenta de su propio potencial– entonces en cierto nivel debemos concebir a los seres humanos como entidades separadas, diferenciadas, en cuyo interior se producen los procesos psicológicos claves. Orientarse en torno a una comprensión más intersubjetiva de la existencia humana supondría un cambio significativo hacia una práctica terapéutica más relacional. Entonces, cuando conceptualizamos a una persona como sus vínculos con los demás, la relación consultante-terapeuta se convierte en el caldero en el que pueden sanarse los aspectos más integrales del ser del consultante. Además, a través de la exploración de la relación entre consultante y terapeuta, el primero puede comenzar a reflexionar y revisar aquellos elementos de su ser que son absolutamente centrales en su existencia: sus relaciones con los demás.