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3. Los hermanastros de José (Génesis 29:31-30:24)

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Estamos hablando de los hermanastros de José, pero sin haberlos presentado adecuadamente. Vamos, pues, a hacer una relación de ellos:

1 En primer lugar, estaban los cuatro hijos mayores de Lea: Rubén, Simeón, Leví y Judá, cuya concepción es narrada en Génesis 29:31-35. Eran fruto de la compasión de Dios ante el desprecio que Jacob mostraba a su primera esposa: Viendo Adonai que Lea era menospreciada, abrió su matriz, en tanto que Raquel era estéril (29:31). Entre ellos encontramos los cabezas de la casa sacerdotal de Israel (Leví) y de la casa real (Judá). Sin embargo, para Jacob eran hijos de segunda categoría al no haber nacido de su esposa preferida, Raquel.

1 En segundo lugar, nos encontramos con los hijos de Bilha, la sierva de Raquel (29:29) y, como acabamos de ver, la que iba a ser la amante de Rubén. Eran Dan y Neftalí. Su concepción es narrada en Génesis 30:1-8. Es una historia desgarradora. Parece que Raquel, en su desesperación por no concebir hijos y ante la jactancia de su hermana fértil, entregó a su sierva a Jacob para que ella tuviera hijos con él, y, al llegar el momento del parto, sentó a Bilha en su regazo a fin de que pareciera que el hijo había salido de ella, Raquel. Los celos de Raquel

con respecto a su hermana fértil (30:1) y la incomprensión de Jacob ante la desesperación de Raquel (30:2) fueron otros golpes a la buena relación familiar: las tensiones que existían entre las hermanas iban a pasar a sus hijos. En cuanto a Dan y Neftalí, procedían supuestamente de Raquel, pero al ser en realidad hijos de la sierva, solo eran hijos de tercera categoría.

1 En tercer lugar, estaban los hijos de Zilpa, sierva de Lea. Podemos suponer que Lea no era muy joven cuando Jacob llegó a casa de Labán. Ya habían pasado catorce años del servicio de Jacob antes de su boda con Raquel, más un número desconocido de años en los que nacieron los cuatro hijos mayores de Lea. Ahora habían transcurrido algunos años más en los que Lea no había concebido. Todo indicaba que Lea ya había superado la edad de tener más hijos. Pero allí estaba Raquel jactándose de los hijos que “ella” había tenido a través de su sierva Bilha. Bien, pensaba Lea, yo puedo hacer lo mismo que mi hermana: si ella entregó a Bilha para tener hijos con Jacob, yo puedo hacer lo mismo con mi sirva Zilpa. Y así nacieron Gad y Aser (Génesis 30:9-13), hijos por los que debemos tener cierta compasión, porque eran solamente los hijos de la sierva de la esposa no amada, hijos de “cuarta categoría”.

1 En cuarto lugar, tenemos a los hijos menores de Lea (30:1421). Parecía que ya no podía concebir, pero, a raíz del extraño episodio de las mandrágoras, volvió a tener hijos: Isacar y Zabulón, y una hija, Dina, cuya historia acabamos de contar. ¡Más hijos de segunda categoría!

1 Por fin llegamos al nacimiento de nuestro héroe, el primogénito de Raquel: José. Después de años sin poder tener hijos, leemos que se acordó Elohim de Raquel… y abrió su matriz. Y concibió, y parió un hijo a Jacob… y llamó su nombre José [“él añade”], diciendo: Añádame Elohim otro hijo (30:2224). ¡Por fin había nacido el hijo tan deseado por Raquel, pero también por Jacob! El nacimiento de los diez hermanastros mayores habían sido diez golpes para Raquel, diez motivos de tensión entre ella y Lea, diez causas de problemas para el pequeño José. Él, después de tanta espera, estaba destinado a ser el hijo predilecto, el hijo mimado por sus padres.

1 Y finalmente, tenemos el nacimiento del segundo hijo de Raquel, Benjamín (Génesis 35:16-21). Raquel era ya una mujer mayor y, por tanto, este parto era peligroso. Y, efectivamente, Raquel no lo superó y murió al dar a luz, dejando a José y Benjamín huérfanos de madre y a la merced de una tía-madrasta, Lea, que ya había dado señales de rivalidad, y de unos hermanastros mayores que no veían con agrado la predilección de Jacob por sus hermanos pequeños.

En resumidas cuentas, podemos suponer que, a partir de ese momento, Jacob consideraba a sus hijos varones en cuatro categorías:

1 José, el hijo de su amada Raquel, el preferido de su padre, juntamente con el pequeño Benjamín (ver 44:27-29): Israel amaba a José más que a todos sus hijos, porque era el hijo de su vejez (37:3).

1 Los seis hijos varones de Lea, especialmente los cuatro mayores. Todo hace pensar que estos, más que hermanos para José, tenían edad suficiente como para haber sido sus padres.

1 Los hijos de Bilha, la sierva de Raquel.

1 Los hijos de Zilpa, la sierva de Lea.

Por supuesto, esta clasificación iba a ser la causa de muchas rivalidades, envidias y peleas entre los hermanos, y nos prepara para los malos tratos que José iba a pasar al principio de su historia.

Esta historia empieza cuando José tenía diecisiete años (37:2). Aunque es imposible saber con exactitud las edades de los hermanos, podemos proponer que en aquel momento tenían aproximadamente las siguientes: Rubén, 40; Simeón, 38; Leví, 36; Judá, 34; Dan, 32; Neftalí, 30; Gad, 28; Aser, 26; Isacar, 24; Zabulón, 22; y Benjamín, 2.

En apoyo de estas sugerencias, podemos considerar los datos siguientes:

1 La frase “el hijo de su vejez” (37:3) sugiere que los demás hijos no lo eran, o sea, que hubo un período de varios años entre el nacimiento de Zabulón y el de José.

1 A los 30 años de edad, José fue presentado ante el faraón (41:46); siete años después, comenzaron los años de hambre; cuando José tenía 39, después de 2 años de hambre, José se reveló a sus hermanos (45:6); en aquel momento, Judá llama “niño” a Benjamín (44:20), una palabra inapropiada si hubiera tenido mucho más de unos 20 años. Por tanto, tiene que haber sido un niño pequeño cuando José tuvo sus sueños.

1 Cuando bajaron a Egipto, parece que varios de los hermanos (Judá [46:12], Aser [46:17]) ya eran abuelos.

La infancia de José

Poco sabemos acerca de la niñez de José. Solo podemos especular sobre lo que le habrá significado perder a su madre en la adolescencia y tener que convivir con unos hermanastros mayores y celosos.

Sin embargo, por todo lo que hemos visto, podemos deducir que su infancia fue a la vez privilegiada y desagradable, marcada por grandes bendiciones divinas y también por muchas tensiones humanas. Nació y creció en un hogar caracterizado por la poligamia y, como consecuencia, por la inestabilidad y la rivalidad. Cuando era joven, perdió a su madre, el principal factor de seguridad emocional y una fuente insustituible para cualquier niño, pero especialmente para un niño en aquellas circunstancias. Además, como ya hemos dicho, iba a convertirse en el predilecto de su padre, quien, como veremos, lo crió de una forma errónea, mimándolo y dándole preferencia por encima de sus hermanos mayores. Esto, a su vez, iba a despertar la envidia y animosidad de los hermanos.

En tales circunstancias, con estos antecedentes familiares, ¿qué clase de persona había de ser José? Todos estos factores, en condiciones normales, contribuyen a serias secuelas psicológicas. Tendrían que haber convertido a José en un joven mimado, arrogante, antipático y profundamente acomplejado, quizás heredero del mismo espíritu violento, vengativo y suspicaz que vemos en sus hermanos. Y esto era solamente el comienzo de sus males. Iba a ser odiado a muerte por sus hermanos, vendido a unos hombres paganos y llevado como esclavo a Egipto. A lo largo de más de veinte años iba a vivir lejos de casa, sin el afecto de una familia y sin el apoyo de la comunión con otros creyentes. Iba a sufrir las calumnias de la mujer de Potifar, la miseria del calabozo y el olvido del copero. ¿Qué es lo que impidió que saliera de todo esto con lesiones psicológicas, emocionales y espirituales irreparables? ¿Cuál es el secreto de su cordura? ¿Qué permitió que superara estas pruebas de tal modo que actuara siempre para bien de sus hermanos? ¿Cómo pudo mantenerse fiel a Dios y al pacto a lo largo de los años en Egipto?

Tiene que haberse sostenido, como Moisés, por la fe, viendo al Invisible (Hebreos 11:27). Pero ¿de dónde le vino esa fe? Como ya hemos constatado, no procedió de ninguna manifestación personal de Dios como las que habían conocido Isaac en Gerar (26:2-5) o Jacob en Bet-El (28:13-15). Tiene que haber arrancado de los años pasados con Jacob en Hebrón y de la formación espiritual recibido de su padre.

En algunos sentidos, Jacob fue un mal padre para sus hijos. Sin embargo, ante todo, era un padre creyente, con lo cual no queremos decir que asumía con la mente ciertas doctrinas, ni que asistía a ciertos actos religiosos, ni tampoco que no tuviera serios defectos temperamentales, sino que tenía una confianza viva en el Dios viviente y fundaba su vida sobre el carácter inmutable de Dios, su palabra inquebrantable, su pacto inamovible y sus promesas seguras. A pesar de su carácter y de sus taras, que eran muchas, supo trasmitir a José una firme confianza en Dios. Y esta confianza, ese conocimiento de la realidad de la presencia del Dios invisible, aun en medio de las circunstancias más oscuras, es la que sostuvo a José e impidió que saliera psicológicamente dañado.

¿Y nosotros? Todos llevamos las marcas de las alegrías y tristezas de la vida familiar. Todos estamos lesionados a causa de las deficiencias de nuestros padres y de las rivalidades y celos fraternales. Todos hemos recibido golpes y heridas a través de circunstancias negativas que hemos tenido que afrontar. Como consecuencia, todos cojeamos de algún pie. Sin embargo, pocos habremos tenido que aguantar una situación familiar tan difícil como la de José. ¿Te has quedado huérfano de niño? ¿Has vivido en un hogar con tres madrastras y diez hermanastros? ¿Has sido odiado por tus hermanos? ¿Algún pariente ha intentado matarte? ¿Has sido traicionado por tu familia? ¿Has sido vendido como esclavo? Puede que alguna de estas situaciones, o algunas, pero ¿todas a la vez?

¿Y cuál es el resultado en ti de los problemas de tu situación familiar? ¿Cómo te han marcado? ¿Qué heridas emocionales arrastras? Quizás sean tan leves que ni siquiera eres consciente de ellas. O tal vez sean tan fuertes que no puedes superarlas. Pero, ante el ejemplo de José, no tenemos excusa si estamos reaccionando de una manera inadecuada. Nunca podemos justificar nuestro mal carácter aduciendo causas familiares, porque allí está el ejemplo de José para evidenciarnos la mentira. No tenemos ninguna necesidad de ser las víctimas pasivas de nuestra herencia familiar o de nuestras circunstancias; nunca podemos decir: Soy así y no hay remedio. Porque el Dios de José es poderoso para salvarnos de nosotros mismos. Nunca podemos refugiarnos justificadamente en nuestras heridas emocionales, porque el evangelio es poder de Dios para salvarnos y sanarnos. Todo depende de si tenemos ojos para ver al Invisible; es decir, si realmente tenemos fe en Dios y en su palabra.

José fue salvado por su fe (Hebreos 11:22). Él creyó la palabra de Dios y vivió en el temor de Dios, confiado en que Dios cumpliría a través suyo el pacto y las promesas. Como consecuencia, era capaz de ver la providencia divina aun en situaciones muy oscuras. Nosotros también seremos salvados por nuestra fe en Dios, en la medida en que ejercemos nuestra confianza en él en medio de nuestras circunstancias y fundamos nuestras vidas sobre su palabra, su pacto y sus promesas.

La sociología, la educación y la política pueden realizar ciertas reparaciones a la vida social, la medicina puede reparar provisionalmente nuestra vida física, y la psicología puede reparar nuestra vida emocional; pero solo Dios salva, y lo hace por medio del evangelio. Todas estas disciplinas humanas tienen su lugar, pero ninguna puede sustituir al evangelio y a la realidad de Dios en nuestras vidas.

Insisto en ello, porque me temo que muchos cristianos en la actualidad han perdido su confianza en el poder del evangelio (Romanos 1:16) y están buscando pobres sucedáneos en cisternas rotas (Jeremías 2:13). Sus intenciones son buenas, pero corren el peligro de llevar a la iglesia cada vez más lejos de la única fuente verdadera de sanidad profunda. José fue protegido del daño potencial de su hogar no por medio de visitas semanales al psicólogo, no por unas píldoras recetadas por el psiquiatra; no porque lo enviaran a un colegio especial donde recibiera una enseñanza según las últimas teorías educativas; no debido a que un partido político determinado llegó al poder en Canaán; no por las visitas y los buenos consejos del asistente social, sino porque tuvo ojos para ver a Dios y su providencia, y creyó la palabra de Dios, el pacto y las promesas. En este contexto debemos situar aquellos sueños que tuvo. Para él eran revelación divina. Como consecuencia, le causaron un impacto tal que no pudo por menos que compartirlos con su familia. Lo hizo, no por arrogancia, sino por fe. Y esa confianza en las promesas de Dios reveladas en los sueños le sostuvo hasta el día de su cumplimiento, aun cuando tuvo que pagar el precio de la persecución a causa de su fidelidad a la palabra de Dios (Salmo 105:17-19).

Nuestro Dios es poderoso para tomar vidas seriamente dañadas por el pecado y transformarlas a la imagen de su Hijo amado. Lo hace por medio de los efectos sanadores del evangelio, por el perdón de la Cruz y por la regeneración y renovación en el Espíritu Santo. Estos efectos, aplicados en medio de las diversas circunstancias que, en su sabia providencia, nos hace pasar, son plenamente eficaces. ¿Lo creemos realmente?

Si no, consideremos la eficacia de la providencia aun antes de la obra redentora de Cristo. En estos capítulos veremos cómo Dios…

1 Toma a un viejo gruñón como Jacob, engañador, quejoso y antipático, y lo transforma en un anciano apacible con una fe radiante.

1 Toma a un hombre carnal y materialista como Judá y lo convierte en un intercesor humilde.

1 Toma a un joven como José, que tenía todo en su contra, y lo fortalece en el hombre interior para que llegue a ser, contra todo pronóstico, un gran hombre de fe y salvador de su pueblo.

Lo que Dios hizo ayer, lo puede hacer hoy; lo que hizo en otros, lo puede hacer en nosotros.

Cualquier lector siente… una gran compasión por el muchacho a quien sus celosos hermanos venden a unos completos desconocidos. La injusticia le pisa siempre los talones, pero, aun así, José siempre elude caer en el victimismo y soporta con paciencia un largo encarcelamiento, hasta que, de repente, su vindicación le lleva de lo más bajo a lo más alto. Hay pocas referencias explícitas a su fe, pero, sin embargo, a lo largo de sus pruebas su carácter madura y su confianza en Dios crece. La prosperidad no le vuelve engreído y, cuando habla con sus hermanos, les revela que ha meditado sobre el curso de su vida y ha llegado a percibir la mano de Dios que controlaba cada dolorosa cadena de acontecimientos nacida de la intención maliciosa de sus hermanos cuando lo vendieron. Su fe ha sido lo que lo ha hecho crecer. Aquí debe existir alguna pauta que nos permita aceptar hoy día la injusticia y el sufrimiento propios de la vida, de tal modo que evitemos el resentimiento y convirtamos el mal en bien.12

La vida de José

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