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•PRÓLOGO

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NADIE SE RÍE en Tediópolis.

Nadie, porque reírse es algo muy poco serio. Está muy feo que se te escape una risa en público, pero es que además está prohibido. La risa es un bajo instinto que se corrige con educación. Y con castigos de cárcel, incluso. Lo educado en Tediópolis es aburrirse y bostezar bastante cuando te hablan. Abúrrete mucho y llegarás a ser alguien importante.

Por supuesto, contar chistes es inconcebible, salvo que no tengan ninguna gracia.

Así es Tediópolis, una población de inmensos edificios que se levantan sobre las aceras como moles viejas agujereadas. Y es que las ventanas de las casas son tan pequeñas y sombrías que parecen agujeros. Desde ellas, los habitantes se asoman a calles muy rectas y tan largas que uno se deprime solo de pensar en salir a pasear. Hasta el horizonte es gris. Las nubes flotan a media altura aunque nunca llueva –una tormenta resultaría demasiado emocionante–, así que las fachadas parecen estar siempre sucias.

Ese es el ambiente que se respira y donde viven nuestros tres protagonistas: Julio, Salomón y Alba. Julio es grandote, pelirrojo, despeinado, travieso y soñador. Se mueve con la energía de un huracán. Le apasiona vivir aventuras y va siempre con media camisa por fuera, lo que para él es un acto de rebeldía. Desde muy pequeño le fascina todo lo asqueroso y maloliente, aunque él dice que su interés en mocos, cucarachas aplastadas, excrementos y gusanos es puramente científico.

Por el contrario, Salomón (pequeño, serio, repeinado, siempre con el uniforme escolar impecable) es prudente, meticuloso, nunca pierde la calma y le repugnan los «experimentos científicos» de Julio. De tez morena, está tan flaco que parece un fideo con peluca. El problema de Salomón, aparte de la repulsiva compañía de Julio, es que sufre de narcolepsia, un trastorno muy bien visto en Tediópolis que provoca sueños repentinos. A Salomón le llegan así, de pronto, aunque por suerte con poca frecuencia. Está haciendo cualquier cosa y, sin previo aviso, se queda dormido. ¡Incluso se ha llegado a dormir de pie! En una ocasión estuvo a punto de ahogarse porque le entró sueño mientras nadaba en una piscina.


Esos estados de letargo súbito suelen durarle varios minutos, y terminan siempre cuando abre los ojos de golpe y suelta en voz alta la palabra «pedúnculo». Nadie sabe por qué es esa palabra, y no otra, la que pronuncia, y por qué lo hace al volver en sí. Pero no falla: cada vez que recupera la consciencia después de uno de sus sueños bruscos, lanza a plena voz un «PEDÚNCULO» que ha llegado a oírse bastante lejos. Él tampoco se lo explica, aunque no puede evitarlo y le da mucha vergüenza. Se duerme, se despierta y... ¡pedúnculo!

Alba es la tercera de este grupo. Ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, suele mediar cuando sus dos amigos discuten. Lleva gafas de pasta, es muy curiosa, valiente y segura de sí misma. Tiene la manía de calcularlo todo, lo que consigue gracias a una mente capaz de ejecutar intrincadas operaciones matemáticas en apenas unos segundos. Por ejemplo: Julio se coge un mechón de pelo y, tras una simple mirada, Alba sabe cuántos pelos ha atrapado: trescientos cuarenta y siete. Hace poco, a su padre se le cayó un paquete de arroz y, antes de que se agachara a limpiarlo, Alba ya había calculado el número de granos que había por el suelo: quinientos doce. Su problema es que, en cuanto se pone nerviosa, le entran ganas de hacer pis. Y, para su desgracia, se pone nerviosa a menudo, por lo que tiene la sensación de que se pasa la vida buscando baños. Buscando baños y haciendo cálculos. Sin duda, no hay nadie igual en el mundo.

Los tres tienen nueve años y son compañeros en el colegio Don Máximo Rollazo. En ese lugar estudian asignaturas como Fosilización del Caracol, Matemáticas Sin Gracia 1 o Relajación Profunda (asignatura en la que Salomón saca siempre sobresaliente gracias a su narcolepsia). Este curso tienen que leerse el libro Vida y experiencias de una ostra.

Van a la misma clase, pero nunca habían hablado hasta que el profesor de Naturaleza Muerta los puso juntos en un grupo para hacer un trabajo. Aunque en principio no tenían nada que ver entre ellos, reuniéndose en la Biblioteca Municipal para hacer el trabajo acabaron descubriendo un rasgo en común, una peligrosa afición: su secreto interés por las ciencias y por las máquinas prohibidas. Desde entonces tienen la costumbre de verse en la Biblioteca Municipal cada tarde. Por las mañanas van a clase, después comen con sus respectivas familias y luego permanecen en la biblioteca hasta la hora de la cena. Todo muy rutinario, como mandan las leyes de Tediópolis. El caso es que, con el paso del tiempo y a pesar de sus diferencias, han acabado haciéndose amigos.

Los tres tienen habilidades muy especiales que han desarrollado desde pequeños: Julio es experto en mecanismos, resortes y bichos; Alba, en cálculo y electricidad, y Salomón, en física y química. Sin embargo, por prudencia, solo emplean en casa sus conocimientos, y para lo oficialmente permitido.

Bajo la atenta mirada de don Fede Erratas, que es el bibliotecario, Julio, Alba y Salomón se llevan cada vez mejor. Tarde tras tarde se hacen compañía en esa biblioteca, donde solo hay libros aburridísimos: tomos de leyes muy complicadas, biografías de personajes que vivieron cien años haciendo cada día lo mismo... Acaban de descubrir un ensayo larguísimo titulado Observación de una tapia común durante el reinado de Tedi Osho II, que les provoca bostezos sin parar.

Pero todo eso ya es historia. Aunque aún no lo imaginan, sus vidas van a dar un giro tremendo, porque está a punto de suceder algo que acabará con su rutina para siempre...

El Fantasmatrón

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