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LAS AUTOMOSCAS Y EL PERRO BUZÓN

NADA MÁS ENTRAR en el almacén clandestino, don Fede Erratas comenzó a escuchar un extraño zumbido. Entonces se fijó en unas extrañas pelotillas metálicas que revoloteaban por el aire. ¡De ellas provenía el sonido!

–Pero ¿qué es eso? –preguntó.

–Tres automoscones –dijo Julio con orgullo–. Alba les ha puesto una batería y funcionan hasta seis horas seguidas. ¡A que molan!

El bibliotecario avanzó unos pasos y estudió el vuelo de esos insectos artificiales por toda la habitación.

–¿Habéis construido estas... criaturas con las piezas y herramientas que hay en esta sala?

–Sí –contestó Alba–. Lo más complicado han sido las alas de plástico y las patitas.

La gran diferencia de esos bichos con respecto a las moscas reales era el tamaño, pues los automoscones abultaban el doble.

–Y... –don Fede parecía hipnotizado por el revoloteo de esas maquinitas aladas–. ¿Para qué sirven?

Salomón se encogió de hombros.

–¿Para qué sirven las moscas? –repitió–. ¡Para molestar!

El bibliotecario ya había comprobado que cumplían bien su función, pues se los había tenido que apartar de la cara varias veces. Volvían todo el rato, eran muy pesados.

–Tranquilo, no pican –dijo Alba–. ¡Y los hemos diseñado para que vayan a la caca, como las auténticas!

–Qué bien –don Fede no sabía qué decir.

En ese momento, un ruido muy distinto interrumpió el zumbido de los automoscones: sonaba como una mezcla de tintineo de moneda, golpe contra hojalata y ladrido de perro.

–¡Aquí, Box! –llamó Julio–. ¡Ven, Box!

De entre unas cajas surgió un perro mecánico con forma de buzón, orejas de trapo y ojos de vidrio que se iluminaban. En vez de patas tenía ruedas, y su rabo era similar al de los cerditos, pues los niños habían utilizado un cable antiguo de teléfono.

–¡Muy bien, Box! –felicitaba Julio, acariciando el lomo metálico de la criatura–. ¡Ahora siéntate! ¡Sit, sit!

Box obedeció como un perro de verdad: sus ruedas traseras eran retráctiles, y al esconderse desapareciendo en el cuerpo, el animal mecánico conseguía posar su trasero de lata en el suelo. Ahora lamía la mano del niño con una lengua de caucho.


–Su lengua moja gracias a una sustancia que le ha puesto nuestro experto en química –dijo Alba señalando a Salomón.

–Es un líquido que tarda en secarse –aclaró él, muy profesional–. Perfecto para imitar las babas.

–Chicos... –don Fede no encontraba las palabras–. Yo... Me parece imposible que hayáis fabricado todo esto en solo unas horas...

¡Vaya exhibición de técnica, ingenio y creatividad! Constituía todo un desafío a las leyes de Tediópolis. Un delicioso desafío de fantasía.

–Yo siempre había querido una mascota –confesó Alba–, pero en casa no me dejan. Además, en esta ciudad es muy difícil que te autoricen a tener una.

–Solo las permiten si se trata de animales muy viejos o enfermos –añadió Julio–, que apenas se muevan y ladren siempre a la misma hora. Los cachorros están prohibidos porque son juguetones.

–Así que lo hemos solucionado a nuestra manera –terminó Salomón–. Box es dócil, no muerde. Se alimenta de tuercas y bebe lubricante. Y en cuanto a su raza, es un «perruzón», mezcla de perro y buzón.

Alba lanzó una pelota al fondo de la sala y Box salió disparado hacia ella. Al cabo de unos segundos, la traía de vuelta. Agitaba su rabo de cable sin parar, contentísimo de tener tanta gente a su alrededor con la que jugar. Incluso don Fede Erratas se enterneció ante tal entusiasmo y acabó acariciándolo. Qué raro se hacía sentir en las yemas de los dedos ese tacto frío y liso.

El bibliotecario se fijó en que en el lomo de Box sobresalía una tapa rectangular.

–¿Y esto? –le dio unos golpecitos.

Alba se agachó junto a él y presionó esa pieza, que se levantó dejando al descubierto un hueco en el cuerpo de la mascota.

–Aquí metemos herramientas –explicó la niña.

Acababa de extraer unos alicates.

–Muy práctico –dijo Fede.

–¡House! –ladró de pronto el perro–. ¡Morning!

–¿Y eso? –el bibliotecario iba de sorpresa en sorpresa.

–¡Hello! ¡Window!

–Cuando tiene hambre, Box suelta palabras en inglés –Julio acercó al animal un plato con tuercas–. No sabemos por qué nos ha salido así. Debe de ser algo del software.

–¡Risk! ¡Jungle! –ladró Box antes de hundir el hocico golosamente entre las piezas de metal.

Los cuatro se quedaron en silencio. Solo se oía el zumbido de los telemoscones y al perro masticar y tragar. En esa habitación se respiraba una atmósfera extraña: olor a confidencia. Un ambiente dominado por las risas, las exclamaciones de asombro y los ladridos metálicos de Box. Un ambiente feliz, ilegal en Tediópolis.

Tenían que reconocerlo: estaban disfrutando de aquellos inventos absurdos, de esa situación en la que todo se les antojaba posible.

Nunca habían sentido algo semejante.

–Nos estamos... –don Fede casi no se atrevía a pronunciarlo–, nos estamos... divirtiendo. ¡Divirtiendo de verdad! ¡En Tediópolis!

¡Hacía tantos años que no experimentaba una sensación así! Los niños la descubrían por primera vez. Don Fede se echó a llorar otra vez. Desde luego, llevaba un día de lo más llorón, aunque eran lágrimas de felicidad.

Estaban haciendo algo distinto. Inesperado. El bibliotecario notaba como si sus pulmones se ventilaran. Esos niños habían llevado aire fresco a su vida.

Julio, Alba y Salomón era especiales. Muy especiales.

Eran únicos... y toda una amenaza para el anquilosado régimen de su excelencia Tedi Osho IV. Si alguien se enteraba de sus habilidades, los arrestarían de inmediato.

De hecho, ya eran delincuentes, pues la construcción de máquinas nuevas se consideraba delito grave según la ley de Tediópolis.

La ley. Fue entonces cuando se le ocurrió al bibliotecario una idea.

La idea que cambiaría sus vidas para siempre...

El Fantasmatrón

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