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LA SALA SECRETA DE FEDE ERRATAS

AL PRINCIPIO no se veía casi nada en la penumbra del cuarto, pues apenas había un ventanuco lleno de polvo por el que entraba un débil resplandor. Sin embargo, lo que descubrieron dentro en cuanto don Fede encendió la luz dejó a los niños con la boca abierta: ¡miles de piezas, juguetes, máquinas, herramientas y cosas de todo tipo cubrían las estanterías de la enorme sala! Desde una llave inglesa hasta una casa de muñecas, pasando por pequeños coches deportivos, puzles, sopletes, martillos, linternas, consolas, balones de fútbol...

Jamás habían visto nada igual. Un auténtico almacén de sueños.

–¡Son objetos prohibidos! –exclamó Julio.

–Sí –reconoció Fede Erratas en voz baja–, procedentes del mundo exterior. Los trajeron a la isla los primeros pobladores y yo me negué a destruirlos cuando sustituí al anterior bibliotecario. Heredé su secreto, ¿sabéis? Alguien tiene que conservar la prueba de que hubo un tiempo, antes de la fundación de Tediópolis, en el que la gente se divertía.


Los chicos acariciaban cada cosa en silencio, con respeto, como si fuera mercancía sagrada.

–Y en este armario –Fede alcanzó un gran mueble y lo abrió– hay libros ilegales.

Los tres se abalanzaron para ver su interior. Efectivamente, allí había muchas obras interesantes: cuentos, poesías, libros de historia, novelas de fantasía, románticas, de suspense, de aventuras... Toda una galaxia literaria. Tanto Julio como Alba y Salomón cogieron varios ejemplares para hojearlos. Eran preciosos y prometían historias apasionantes, que llevaban muy lejos de Tediópolis. Julio abrió el suyo al azar, un librote titulado Gran Enciclopedia de Inventos Prohibidos, y se quedó pasmado ante el dibujo de un objeto extrañísimo, increíblemente lleno de cajones, que se llamaba «Mueble I Ching Para Perder Cosas».

–¿Por qué no se permiten estos libros? –Julio se resistía a dejar el suyo donde estaba–. Tienen muy buena pinta...

Fede Erratas asintió.

–Tal vez por eso –dijo con cierta melancolía–. A través de sus páginas, estas novelas alimentan la imaginación, Julio. Te hacen soñar. Leer es viajar, muchachos. Asomarse a otras vidas, a otros paisajes. Para quien lee, no hay distancias ni fronteras.

Los ojos de don Fede Erratas resplandecían. Se notaba que amaba los libros. Su prohibición en Tediópolis era lo que más le hacía sufrir. Sumergido en esas historias, el bibliotecario se asomaba a una libertad que nunca había conocido.

–Uno puede escapar del aburrimiento con la lectura –interpretó Salomón–. Vaya sorpresa: ¡existen los libros divertidos! Por eso son ilegales.

Don Fede Erratas volvió a asentir.

–De todo lo que hay en la habitación –reconoció–, son lo más peligroso para el régimen de Tedi Osho IV. Cada novela es un refugio.

Alba colocó el que había hojeado en su hueco dentro del armario. Antes de apartarse, acarició su lomo y leyó en voz alta el título:

–El Principito.

–Tienes buen gusto –Fede Erratas sonrió–. Podrás leerlo aquí, no te preocupes. Ahora que conocéis mi almacén y os habéis comprometido a guardar el secreto –se encogió de hombros–, no tiene sentido que no disfrutéis también vosotros de su contenido.

–¡Muchas gracias! –saltaron ellos al unísono. Les hacía mucha ilusión tener acceso a esas historias.

–Ocultar todo lo que hay en esta sala es muy arriesgado –Alba lo decía con admiración, mientras calculaba–. Si lo pillan, podrían condenarlo a 1.317 años de cárcel. Menos mal que es usted valiente, don Fede. Si no...

–Si no, este tesoro se habría perdido para siempre –terminó por ella Salomón.

Julio se había apartado y ahora exploraba un extremo de la sala.

–Traiga el sillón, don Fede –Alba se puso seria, sacó su cinta métrica del bolsillo y se puso a observar con mirada certera las piezas que se veían en los estantes. No debían distraerse con tantas emociones–. Aquí hay muchas herramientas, se lo arreglaremos sin problemas.

El bibliotecario apenas tardó unos minutos en regresar con su asiento favorito.

–Ahora os tengo que dejar –dijo–. Debo volver al salón principal para que nadie sospeche.

–¿Y si Julio hace mucho ruido? –quiso saber Salomón, apuntando a su amigo con el dedo. El chico había agarrado un martillo y ahora parecía buscar algo para machacar.

–No hay problema –respondió Fede–. Las paredes son muy gruesas y esta habitación está lejos de la zona con público.

Después se marchó, cerrando la puerta tras él. Los niños se pusieron a buscar lo que necesitaban entre los montones de cosas que llenaban las estanterías. Tres horas más tarde, salían de la sala, subían la escalera y entregaban disimuladamente a don Fede Erratas el sillón, con el respaldo perfecto. Además, le habían incorporado una lamparita de lectura y un mecanismo giratorio con ruedas para que el bibliotecario se desplazara por los archivos sin tener que levantarse.

¡Esos niños eran capaces de todo!

–Muchas... muchas gracias –don Fede se echó a llorar de la emoción–. ¡Sois unos genios!

Acordaron que el bibliotecario no mostraría su sillón a nadie ni contaría que habían sido ellos los artistas que lo habían reparado.

–Hemos hecho algo más –dijo entonces Alba, con mucha intriga–. ¿Viene a verlo?

–¿Habéis hecho algo más... en tres horas? –el bibliotecario alucinaba.

Los chicos se miraron entre sí con sonrisas pícaras.

–Sí –respondió Salomón–. ¡Algo que no se ha visto jamás en Tediópolis!

Don Fede sintió mucha curiosidad. ¿Qué ocultaban? Echó un vistazo a la gente que leía en la estancia principal y, como no había mucha, se atrevió.

–Volvamos a la sala secreta –dijo–. ¡Me muero de ganas de ver lo que habéis fabricado!

El Fantasmatrón

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