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EL SILLÓN ROTO Y EL GRANO DE SALOMÓN

UNA TARDE MÁS, Julio, Alba y Salomón se encontraban aburridísimos en la biblioteca. Un profesor, don Perfecto Cuadrado, les había pedido un trabajo de cuatro páginas sobre «una cosa que no cambie nunca», y ellos apenas habían pasado de la primera frase: «La Gran Nube de la Vaca no cambia nunca...». Inquietos, Salomón se repeinaba su flequillo con la mano y Alba mordisqueaba un lápiz mientras buscaba por todas partes, con los ojos apretados tras las gafas, algo que se pudiera medir. Julio, por su parte, jugaba a soplarse los grandes mechones pelirrojos que casi le llegaban a la boca.

Con ganas de incordiar (y de lograr una moderada distracción), Salomón preguntó:

–¿Hace cuánto que no te cortas el pelo, Julio?

–Pues ni idea –el chico no dejaba de soplárselo poniendo una cara un poco rara. Proyectaba hacia adelante el labio inferior y levantaba las cejas al mismo tiempo.

–No es fácil de calcular –opinó Alba– porque lo tienes rizado. ¿Me dejas arrancarte un pelo para medírtelo?

Ella ya estiraba el brazo hacia su cabeza.

–Deja, deja –se negó Julio, apartándose–. ¡Quita esa mano!

–Venga, tío –Salomón se apuntó a la petición solo por fastidiarle–, que es un simple pelito; no te va a doler nada.

Julio lo miró fijamente.

–Bueno –cedió–: dejo que Alba me arranque un pelo si tú dejas que te explote ese grano que tienes en la cara.

–¿Cómo puedes ser tan guarro? –a pesar de su queja, los ojos de Alba se dirigieron al bulto blanquecino de Salomón, para calibrar sus dimensiones.

–¿Un grano? ¿Yo? –el chico se tanteaba la cara–. ¿Es verdad, Alba?

Ella asintió con solemnidad.

–Pues sí, y bien gordo. Lo tienes un poco más a la derecha. Por ahí, sí. De unos tres milímetros de diámetro. Si quieres, te lo mido para confirmarlo.

–No hace falta, gracias.

Julio tuvo que aguantarse la risa hasta que Salomón lo localizó para tapárselo.


–Bueno, ¿qué tal si cambiamos de asunto? –Salomón se había puesto colorado. Su mirada se detuvo entonces en la figura del bibliotecario, que ordenaba libros en una sala próxima.

–¿Qué le pasa a don Fede, que tiene esa cara de pena?

Julio y Alba se giraron hacia él. En efecto, don Fede Erratas parecía más triste de lo habitual (de lo habitual en Tediópolis, y para eso hay que estar tristísimo).

–¿Qué le ocurre, don Fede? –le preguntaron con preocupación, tras acercarse.

El señor Erratas, alto y parsimonioso como un mayordomo inglés, se sonó la nariz con un pañuelo. A continuación, señaló un asiento de piel marrón con el respaldo torcido.

–Se me ha roto mi sillón de lectura favorito. ¡Qué tragedia! –suspiró–. Era tan cómodo... Sentado en él me aburría muy a gusto. Los días se me hacían larguísimos.

Julio se inclinó hacia el sillón y lo inspeccionó con mirada experta.

–Nosotros se lo arreglaremos.

La expresión de don Fede Erratas se iluminó, aunque no acababa de creérselo. Ignoraba las habilidades de esos chicos.

–¿En serio?

–Sí –Alba valoraba también el desvío del respaldo–. Nosotros tres se lo dejaremos como nuevo, pero necesitamos herramientas.

Lo que pedía ella resultaba sospechoso en Tediópolis. Aun así, don Fede estaba dispuesto a arriesgarse.

–Venid –les susurró–. Aunque antes tenéis que prometerme que no contaréis a nadie lo que os voy a enseñar, ¿de acuerdo?

Los tres, ávidos de cualquier novedad, lo prometieron sin dudar. Después, el bibliotecario los condujo por el pasillo del sótano hasta una misteriosa puerta cerrada.

–Este es mi depósito secreto –anunció con voz grave, mientras hundía la llave en el ojo de la cerradura y la hacía girar–. Si se enteran las soporpatrullas de que este lugar existe, acabaremos todos en la cárcel.

Entonces empujó la puerta y...

El Fantasmatrón

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