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EN LOS JARDINES DE OCCIDENTE

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A media luz, en la frontera, se agacharon por debajo de la puerta y entraron en el garaje. El cadáver yacía en el suelo de cemento bajo una sábana blanca manchada de sangre. Se pusieron los guantes. Bajaron la sábana hasta la cintura. La cabeza y el pelo estaban empapados en sangre. Había un agujero negro en el lado izquierdo del pecho. Una pistola se encontraba tirada en el suelo junto a los dedos estirados de la mano derecha.

—¿Lo conocíais personalmente? —preguntó el detective del Departamento de Policía de la ciudad de Edinburg, condado de Hidalgo, Texas.

La mano izquierda estaba posada sobre la pernera izquierda del pantalón. Dieron la vuelta a la mano. Tocaron las marcas de la muñeca. Negaron con la cabeza.

—Menos mal que habéis llegado tan rápido —dijo el detective—. En marzo aquí podemos pasar fácilmente de los veinticinco grados. La peste puede ser insoportable, os lo aseguro.

Alzaron la vista del cadáver. Echaron una ojeada al garaje: pistolas y rifles en vitrinas y en las paredes, cajas y cajas de munición en estanterías y en el suelo.

—Normalmente no nos gusta dejarlos tanto tiempo in situ —comentó el detective—. Si podemos evitarlo.

Volvieron a mirar el cadáver. Le taparon la cara con la sábana. Se levantaron y se acercaron a una larga mesa de trabajo que iba de punta a punta de una pared.

—Lo hemos dejado todo como lo encontramos —informó el detective—. Como nos dijeron en vuestra oficina.

Sobre la mesa de trabajo había una fotografía enmarcada, una fotografía de una máscara japonesa: La máscara del mal.

—Ninguna nota —dijo el detective—. Solo esa postal.

Miraron la mesa de trabajo. En la superficie había una hoja de un periódico viejo: la página dieciséis del New York Times del miércoles, 6 de julio de 1949. Aparecía una fotografía de unos soldados estadounidenses desfilando por una ancha calle de Tokio en la celebración del Cuatro de Julio. Bajo la fotografía, el titular: HALLAN DECAPITADO AL PRESIDENTE DE LA COMPAÑÍA FERROVIARIA DE TOKIO. Encima de la hoja de periódico había una postal apoyada contra un despertador. Cogieron la postal, una postal del río Sumida de Tokio.

—Supongo que nuestro amigo Stetson estaba obsesionado con Japón —apuntó el detective—. No tengo ni idea de por qué.

Echaron un vistazo al despertador de la mesa. Las manecillas del reloj se habían parado a las doce y veinte.

—Hace cuarenta años les estábamos dando para el pelo. Ahora son la segunda economía del mundo. Todos los chicos que murieron para nada deben de estar revolviéndose en las tumbas. La mitad del país conduce coches japoneses y ve televisiones japonesas. No lo entiendo, os lo aseguro. No entiendo nada.

Dieron la vuelta a la postal. Leyeron las cinco palabras escritas en el dorso: Es la hora de cierre.

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